Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también
MARTA FERNÁNDEZ
3 AGO 2016
LUIS TINOCO
Si algo así era posible, Óscar Agustín Alejandro, también conocido como OAA, tenía que referirse a aquella estantería que quedaba retranqueada antes de llegar a la puerta del almacén. En una esquina que una bombilla siempre parpadeante apenas alcanzaba a iluminar. En ese recodo recóndito del mundo, la librería respiraba como un animal mitológico. Y yo temblaba dentro como un maldito Jonás. El mapa del tesoro me había llevado hasta el lugar por el que había pasado tantas veces sin fijarme. Las letras de los lomos, desvaídas. Un poco más de polvo de lo normal. La bombilla como el gato de Schrödinger, que ni se fundía ni terminaba de alumbrar. El escrupuloso orden alfabético. Uno tras otro, me esperaban títulos que no había visto jamás.
Encontré una novela amorosa de Charles Dickens y una obrita de teatro de Jean Austen. Un guion cinematográfico de Zelda y Scott. El verdadero tratado de apicultura de Sherlock Holmes. Una colección de relatos eróticos de Lewis Carroll firmada con su nombre real. Un poemario de Keynes. El libreto que Da Ponte nunca llegó a terminar sobre cómo Cherubino se convierte en Don Giovanni. El ensayo sobre la risa de Aristóteles por el que el padre Jorge mató. La poesía completa de David John Moore Cornwell.
Y una serie de títulos que resultaban inquietantes porque era imposible determinar si pertenecían a la ficción o a la realidad. Vi una biografía de un presidente de Estados Unidos apellidado Bieber. Un atlas de los Desiertos del Norte, en el que se explicaba que todo el hemisferio había sido arrasado por algo llamado La Plaga de la Conectividad. Un catálogo de las novelas prohibidas por la Liga de la Corrección Textual. La historia ilustrada del último cine que funcionó en el país. Dos tomos sobre las nuevas relaciones sin relación.
Me atormentaba no poder distinguir si eran textos que habían quedado en estado larvario en alguna imaginación o eran historias verdaderas que estaban por escribirse. Hasta que en el último estante, en la esquina más oculta, en la base misma de la librería leí el título que más impresionó: el fin de la Literatura explicado en el último libro que se escribió, RB. Descansaba amenazante, agazapado en aquel ángulo sombrío donde hasta la luz de la linterna se quería morir. Parecía la piedra fundamental sobre la que se había construido lo demás. Temí retirarlo con la absurda creencia de que si sacaba aquella pieza se derrumbaría el mundo. Se caerían sobre mi cabeza todos y cada uno de los libros, de los estantes, de los mitos y las arañas. Y tan solo me atreví a pasar la mano por el lomo como un aprendiz de nigromante que acariciara por primera vez una bola de cristal.
Pero fui cobarde. Preferí no saber. Porque creí que ignorando podría evitar. Evitar que se acabara la Literatura. Como si eso fuera posible. O como si no supiera que la única forma de conjurar el destino es conocerlo. Conocer la historia para no repetirla. La que había pasado y la que estaba por pasar.
Y cuando mis dedos empezaron a coquetear con la idea de sacar el libro, sonó la campanilla de la puerta. Me levanté como si el diablo me hubiera pillado curioseando en su diario. Porque cuando Satán te sorprende pecando es mejor disimular. Lo pensé como excusa para dejar aquel libro donde estaba: en la base del mundo. Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también. Al menos, por hoy.
El Pais
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