viernes, 12 de agosto de 2016

DONDE TODO PUEDE PASAR / y 6

Lo que no puede suceder
MARTA FERNÁNDEZ


Luis Tinoco


Para responder todas mis preguntas sobre la librería, tendría que haber pensado en el nombre que mí tío le dio. La Casa de Asterión. Pero no acostumbramos a reparar en lo evidente. Del mismo modo que nunca me planteé qué significa realmente ese Rodrigo que me pusieron mis padres y con el que me identifico a fuerza de repetición.

La Casa de Asterión parecía un buen nombre para aquel laberinto de estanterías. Desde él mostrador, cualquiera apostaría a que trazaban caminos paralelos, líneas constantes llenas de libros donde nadie se podía desorientar. Pero su aparente simetría no era más que una trampa para letraheridos incautos. En alguna ocasión lo fueron para mí. Recuerdo haber perdido la noción del espacio cuando era niño. Y sentirme sin rumbo. Como cuando soltabas la mano de tu madre entre la multitud. Pero en aquel universo que se medía por lomos no tuve miedo jamás. Tantas veces deseé quedarme allí y que nadie, me encontrara, cambiar el colegio por las andanzas que me esperaban en el universo de las letras. "Todas las partes de la librería están muchas veces. Cualquier lugar es otro lugar". Lo repetía el tío que no se perdía jamás.

Llegaba su voz desde lejos. El aviso inminente de que íbamos a cerrar. Y luego aparecía aquel hombre siempre entumecido que había pasado demasiado tiempo enroscado en la caracola de sus lecturas. Sus pasos marcaban mi cuenta atrás: me apresuraba para leer el párrafo que sería el último
 porque así lo marcaba su reloj.

Ya adulto, dueño de mi laberinto, heredero único de la Casa de Asterión, me gusta todavía dejarme caer entre las estanterías. Con la indolencia de la infancia. Con un libro entre las piernas y los huesos doloridos recordándome cuánto tiempo llevo al otro lado de la página. Conozco este espacio como conozco mi cuerpo. Y sin embargo, como cuando des-cubrimos un lunar que nos ha pasado inadvertido, alguna vez me sorprende un título que nunca había visto. Es un prodigio menor. Apenas una anécdota en un lugar en el que entraban clientes que decían llamarse William Blake. O Mr. Stevenson. O Daniel Defoe. Todos llegaron como en su día había venido Bradbury. Todos preguntaron por libros de los que nadie había tenido noticia. Todos se los llevaron. Excepto Flaubert, que miró en silencio un modesto ejemplar titulado Diario de un niño epiléptico y lo dejó. Dijo que no tenía fuerzas para volverlo a leer.

Pasaron los años y pasaron los lectores. Seguí abandonando libros a medio acabar en las estanterías por el placer de abrirlos días después y comprobar si todo estaba como lo dejé. Bajaba al sótano cuando me sentía aventurero y un día de indescriptible felicidad aparecí en Pageant Book & Print Shop, aquella librería que ya solo existía en mi escena preferida de Hannah y sus hermanas. Bueno, y visto lo visto, también al otro lado de las escaleras de mi almacén.

Pero parecía que nunca iba a encontrar lo único que buscaba. La explicación de lo que pasaba
allí. Si la verdad que descifraba el mundo estaba en los libros, en mis estanterías también tenía que estar la clave secreta de la librería. Las reglas del juego. La verdad que mi tío calló. Esa que no podía enseñarme. Esa que yo tenía que descubrir. Esa que suponía comprender quién era realmente yo. Un empolloncito construido de las palabras de otros. Un semillero de historias que ni siquiera habían salido de mi imaginación. Un invitado a la portentosa fiesta de las ficciones, que se asombraba por todo y no se sorprendía jamás. Como si los muchos milagros me hubieran acolchado la inquietud.

No me extrañó ver un volumen que no conocía en una estantería de libros técnicos que no solía frecuentar. Tapas rojas. Un manual de instrucciones encuadernado en plástico con anillas engorrosas y un título críptico: JLB. Jotaelebé. Jotaelebé. Nada más. Lo abrí con el peso sobre el esternón que anticipa la catástrofe. "Está usted en el cerebro de Borges. En la circunvalación de las historias que desechó". Y entonces entendí. Me sentí como el monstruo que era. Como la versión primigenia y textual del Minotauro o del pobre Asterión. El sueño de otro. Objeto de la imaginación de un ser superior. Sin más destino que el que alguien escribe. O el que alguien deja de escribir. Mi tío jamás podría habérmelo desvelado. Aunque supongo que era lo que quería decir cuando me advertía de que todo lo que puede suceder está en la librería. Y lo que no puede suceder, también. Pero no podía contarme que lo que no puede suceder era él. Que soy yo.


El Pais

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