jueves, 20 de marzo de 2014

Ymir

Ymir resplandecía bajo los cielos límpidos; la isla giraba sobre su eje a gran velocidad. El gigante tenía los ojos rojos, larga barba blanca y orejas puntiagudas. Las hojas eran traídas por el viento, los blancos cuerpos de las nubes e incluso el color profundo del cielo eran llevados hasta allí, donde Ymir reía. Las hadas también giraban en torno a él, de hecho, nada podía permanecer fuera de su influjo. Como un fuego ondulante sus cabellos se mecían abandonados al azar, dispuestos como una tenue catarata que golpeaba su pecho. La figura erguida del gigante se interponía entre las tres montañas y la mirada del héroe: Finvana tomó un puñado de tierra, que se esparció en el aire desvaneciéndose, cayendo hacia el centro del precipicio que era la presencia del gigante sonriente, complacido con su creación. Sus hijas reían con ‚l, en la distancia que se perdía desde sus caderas montañosas, llenas de rocas gastadas cuya piel estaba marcada por grietas inmensas, visibles como en un campo seco y árido.
Finvana estaba perplejo, consagrado en una profunda consternación. Al mirar las manos del gigante sintió el pulso galopar por sus sienes: las hadas se posaban en ellas y cantaban. Desnudas y etéreas parpadeaban como estrellas; sus cabelleras de terciopelo lucían convirtiéndose en estelas.
La mano se entreabrió como un sitial olvidado, una torre de largas almenas, dedos que suavemente bailaban, y en ellos, se colgaban las hijas, no más grandes que sus pulgares.


Francisco Miguel Gambero Macias

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