miércoles, 26 de febrero de 2014

JUEGO DE NIÑOS



Siento el mundo muy lejano. Un péndulo que de vez en cuando me visita. Oigo voces, vagamente recuerdo lo sucedido. Han salvado mi vida y siento palabras afiladas borboteando. Los calmantes sumergen la invisible consciencia pero mantienen cerradas las heridas. Sigo vivo, sumergido en un baño químico.
No sé los motivos de mi asesino, tan solo recuerdo uno o dos detalles siniestros. El final de mi trabajo me llevó a la biblioteca pública. Leí un par de horas. Fui el último en salir. Llovía . Bajo el brazo los libros y el miedo a mojarlos me hizo correr. Tres calles más abajo, sentado bajo un balcón, un viejo flotaba en su gabardina. Me detuve con recelo. Al guarecerme junto a él, sentí su mirada muy fría. Sus palabras se confundían con la lluvia y el paso de un tranvía. Hablaba de un juego, y de no vacilar, de los pies en el suelo, del porqué los niños siempre juegan y algo acerca de las estrellas. Mientras hablaba, palmeaba un libro blanco entre las rodillas. Ese fue el fin del verano.

Al marcharme, noté, insistente pensamiento, a un hombre junto a un escaparate, vigilando. Un autobús recogió al viejo e iluminó por un instante la calle. Allí alumbró a un extraño de facciones imprecisas pero de amplia sonrisa. Siempre la sonrisa.

En un día turbio de principio de otoño el timbre de la puerta me despertó. Un sábado, a dos semanas de empezar el curso. Yolanda me ayudó mucho durante el verano. Vivía conmigo. Sonó una segunda vez. Tal vez el casero.
El hombre en la puerta, mayor que yo, ancho de espaldas. Sonrió, siempre la sonrisa, dijo que tenía una carta para mí. Justo antes de disparar.

Sigo en coma, protegido del exterior. Suspensión vital lo llaman. Juego a ladear la cabeza, con gesto inocente. Inventando que la muerte no existe, que no me importa mirarme en el espejo. Presiento que se quiebra el vidrio que me sostiene. Me hundo. Noto los calmantes. El silencio. Un sollozo de paz. Estoy limpio de recuerdos, tan solo un par de detalles siniestros.

La oscuridad me reclama, con voz dulce y sonora. Si me someto me promete descanso. No más espejos. Dado el primer paso lo demás desaparece. Los dientes del tiburón me invitan a huir de la vida. Su mirada es profunda, como los ojos del viejo, como el cielo nocturno donde besé a Yolanda.

Tengo frío, sensaciones nuevas. Tengo frío y floto y busco la salida y emerjo en otro lugar donde el pensamiento existe.

Veo una serpiente, entro en su boca y sus colmillos son de mármol helado. Un latido de viento resuena tras la niebla de su aliento. Recorro el sendero de su esqueleto. Lejos queda mi cuerpo y mi pasado. Tan solo la serpiente y yo. Y el silencio.

Sin cuerpo, sin peso, un viento  lleva una hoja caída. De vez en cuando oigo sus risas y yo soy presa del huracán. Criaturas con alas y sonrisa de niña encantada. Columnas altas y blancas, en simbiosis con el aire. Música volátil que no resiste ningún reproche.

- Sí, sí, sí- dice una voz de flauta
- Sí, lo quiero- acentúa otra
- Sí, lo busco- se burla una tercera

Las nubes son territorios cambiantes. La ciudad un órgano, un corazón de viento. Gano peso para quedarme. Estoy limpio de recuerdos y detalles.

Pisadas sonoras brotan del bosque, en la distancia. Mi mente ve estrellas que recuperan imágenes.

Aprende a jugar y conocerás el vuelo.



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