lunes, 10 de febrero de 2014

El regreso de "El Halcón Maltés"

Dashiell Hammett inventó en los años veinte la novela negra. Sesenta años después, el autor de la Cosecha Roja, El halcón maltés y La llave de cristal resucita con dos relatos inéditos que el País Semanal publica en exclusiva. El juez que ríe el último, ríe mejor y Sombra en la noche forman parte de un libro que próximamente editará Debate. El creador de Sam Spade sigue en la brecha.






El creador de Sam Spade
Texto; Javier Coma

Dashiell Hammett tenía 23 artos y trabajaba en la agencia de detectives Pinkerton cuando fue enviado por sus superiores a Montana para romper una huelga en la compañía minera Anaconda Copper, El héroe de los obreros se llamaba Frank Little, y los dirigentes de la Anaconda creían que con su eliminación se resolvería el problema. Así que un representante de esta empresa le ofreció a Hammett 5.000 dólares, suma muy alta en 1917, para que matara al líder sindical. El agente de la Pinkerton se negó; 14 años después dialogaría con l.illian Hellman en torno a lo mucho que significó aquella oferta para su toma de conciencia social y política. Y aún tuvo mayor repercusión en sus nuevas actitudes el hecho de que su negativa no impidió el asesinato.

Había cambiado, para Hammett, la visión del mundo. Al entrar en guerra Estados Unidos, se apresuró a presentarse en las oficinas de alistamiento. Se le dio el destino de conductor de ambulancias en un campamento de Maryland, su región natal. Al cabo de pocos meses, en octubre de 1918, contrajo una enfermedad que degeneraría en tuberculosis, inició, de este modo, un período de hospitalizaciones intermitentes. Durante el otoño de 1921 vivió sus primero contactos con Hollywood a causa de su participación en las investigaciones sobre el célebre caso Arbuckle. Una starlet había muerto en una fiesta organizada por el actor Roscoe Fatty Arbuckle, y, pese resultó absuelto, quedó profesionalmente marginado. Hammett descubrió que no era culpable, pero el publico y la Prensa le condenaron, y a raíz del caso se inauguró en Hollywood un organismo de autocensura.

La permanencia de Hammett en la Pinkerton concluiría con anterioridad a la sentencia absolutori a de Arbuckle. El agente logró la captura de un famoso atracador, Gloomy Gus Schaefer, y presentó su dimión. Comenzaba su carrera literaria.

Desde finales de 1922, Hammett escribió muchos relatos para diferentes revistas. Fue Black Mask la que le brindó la posibilidad de pasar a la novela larga. Su primera experiencia en este ámbito consistiría en obra en dos partes (El gran golpe / Dinero sangriento) que apareció en 1927. El protagonista, un detective de la agencia Continental, había ya surgido en numerosas narraciones cortas y era la sublimación de Hammett como investigador. A lo largo segunda novela extensa con el agente de la Continental, Cosecha roja (publicada, por entregas, de noviembre de 1927 a febrero de 1928), Hammett materializó su revancha personal: el personaje básico actuaba, frente a una policía y una clase alta corruptas, con la independencia y el sentido de la ética que su creador no había podido desarrollar en la Pinkerton.

Nacía, de esta matrera, un enfoque realista de la temática criminal en la ficción literaria, con dos componentes decisivos. Uno residía en el cultivo del behaviorismo, es decir, en la narración de los hechos a través de los comportamientos físicos y de los diálogos, con una prosa enriquecida por la precisión y la esencialidad de términos y frases. El otro era la visión crítica de los acontecimientos y de su entorno, revestida, con frecuencia, de una ambigüedad que intensificaba la densidad de los significados.

Le llegó el reconocimiento una vez que sus novelas El halcón maltes y La llave de cristal obtuvieran, como Cosecha roja, edición en libro. Con El halcón maltes hacía su irrupción el duro detective privado Sam Spade, al que Humphrey Bogart otorgaría rasgos cinematográficos-sumamente míticos una década más tarde. La llave de cristal sería su obra máxima desde el punto de vista del estilo y su definitiva aproximación a las creencias políticas que presidirían su existencia posterior.

Hollywood le acogió con los brazos abiertos en 1930, al igual que Lillian Hellman. La popularidad y el prestigio de Hammett se extendían ¡rtcluso a Francia, donde Malraux y Gide iniciaron el perenne culto a su persona y a su obra.

Tras diversos trabajos de signo preferentemente alimenticio, Hammett volcó sus energías en la defensa de todo aquello en que había llegado a creer. Encauzó su creatividad en la colaboración, relativamente anónima, con Hellman, cuya primera obra teatral se estrenó una vez que Hammett hubiera clausurado, de hecho, su carrera particular como escritor, en 1934. Y, como eje fundamental de la futura existencia hammettiana, arrancó entonces la decidida actividad política del autor de Cosecha roja.

Parece ser que a mediados de 1937 contribuyó a la formación de un sector del partido comunista en Hollywood. En aquel año y en los dos siguientes, fue miembro de la junta directiva de la Screen Writers Guild, asociación de escritores cinematográficos con carácter netamente izquierdista. También en 1937 contribuyó a financiar el filme de Joris Ivens, con texto de Hemingway, The Spanish Earth, favorable al bando republicano.

Por aquel entonces fue elegido presidente del Motion Picture Artists Committee, organización creada para el apoyo a causas antifascistas que defendió la lucha contra la insurrección, franquista, y cuya vicepresidencia estuvo ostentada por la actriz Sylvia Siduey. Terminada la guerra española, Hammett participó en organizaciones que ayudaban a los refugiados en Francia y a los exiliados a otros países, junto con Chaplin, Greta Garbo, Clark Gable, Bette Davis, James Cagney, y un espectacular etc. Presidió en 1940 un comité en pro de los derechos de los electores, en 1941 la liga de escritores americanos, con Erskine Caldwell contó vicepresidente. Y después del ataque japonés a Pearl Harbor logró enrolarse de nuevo, pese a su avanzada edad (48 años) en las fuerzas armadas, donde permanecería tres años.
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A su retorno a la vida civil asumió un cargo dé administrador en una organización de ayuda a refugiados antifascistas, fue presidente de dos célebres congresos a favor de los derechos civiles, luchó por la ruptura de relaciones con el régimen franquista, contribuyó económicamente a una campaña en contra de la intervención en Corea y a otra para evitar el triunfo electoral de un senador racista. En 1947 se había enfrentado al Comité de Actividades Antiamericanas; fue citado a declarar ante los cazadores de brujas en 1951 y sentenciado a seis meses de cárcel, lo que no impidió una nueva citación y un interrogatorio a cargo del propio Joseph MeCarthy en 1953. Sus ingresos habían sido confiscados y su salud, frágil desde muchos años atrás, era ya muy quebradiza. Le quedaban pocos años de vida, hasta la fecha trágica del 10 de enero de 1961.
Desde los años treinta Hammett era un hombre surgido de sus propias novelas. Un halcón de cristal en el seno de una gran cosecha roja. ■


JUEZ QUE RÍE ULTIMO, RÍE MEJOR
Lo malo de este país es que los tribunales lo dominan todo! —estalló inesperadamente Viejo Covey, recalcando sus palabras con repetidos golpes de su nudoso índice sobre el diario que estaba leyendo—. ¿Y qué decir de las leyes? ¡La justicia es un cachondeo! ¡Hay juzgados, y magistrados, pero lo que llaman administración de justicia no es más que un arma para frenar las iniciativas..., para reprimir la originalidad y el progreso!

Vi con dificultad que la sección del matutino en que se concentraba la cólera del anciano contenía un artículo sobre una decisión del Tribunal Supremo, decisión relacionada con problemas laborales en el Oeste. Sabía que Viejo Covey no estaba personalmente interesado en ninguna de las partes en litigio. Tenía tanto interés por el capital como por el trabajo, muy poco. Hacía ocho años —desde aquel día en que un predicador callejero apartó a Peñazo Covey de la delincuencia para convertirlo simplemente en John Covey y, más adelante, en Viejo Covey— que subsistía gracias a la generosidad de su yerno.

Por consiguiente, su interés por el caso era puramente académico. Sin duda, su actitud estaba influida por las experiencias que había tenido con la administración de justicia, algo más que superficiales, y supuse que un recuerdo profundamente amargo habría desencadenado ese estallido.

Lié otro cigarrillo y llevé afablemente a Covey por el camino de la argumentación que, como sabía, era la senda más directa para llegar al interior de esa mente curtida por los años y deseosa de llevar la contraria.

—Los togados trabajan duramente —dije tratando de despertar los recuerdos de sus tiempos de juventud y rebeldía—. Las leyes son complicadas y desconcertantes y no es fácil adaptarlas para su aplicación a cada caso concreto. En mi opinión, la mayoría de los jueces actúa correctamente.
—¿Hablas en serio? —el viejo sinvergüenza me miró con sorna—. ¡Si es así, hijo, no sabes nada de nada! ¡Sé tantas historias de los que llamas togados y de sus métodos que, si te las contara, se te pondrían los pelos de punta!

Volqué todo mi escepticismo en una sonrisa, seguro de que ya lo tenía.
—Ves las cosas desde tu perspectiva y en aquella época estabas del lado de los malos —repliqué—No estoy diciendo que los jueces sean infalibles, al fin y al cabo son humanos, pero jamás supe de un caso del que pueda decirse que un juez manipuló las leyes para...

Mis palabras surtieron efecto. Viejo Covey maldijo, bufó y me miró irritado. Sonreí para reafirmar mis falsas dudas y por fin soltó la historia:

—Hace algunos años Azotes Rork y yo estábamos juntos, cada uno con su arma y con un par de grandes pañuelos para ocultar nuestras jetas si era necesario. Apuntábamos a locales de mala muerte abiertos toda la noche y nos iba muy bien. Hubo noches en que dimos hasta un par de golpes. Entrábamos por separado a las tres o cuatro de la madrugada, simulábamos no conocernos y aguantábamos bebiendo café con buñuelos hasta quedar a solas con el tipo que atendía la barra. Entonces le apuntábamos, cogíamos la recaudación y poníamos pies en polvorosa. Entiéndeme, no eran grandes botines, sino ingresos regulares y seguros.

Trabajamos así varios meses y entonces se me ocurrió un nuevo truco..., ¡una pera en dulce! Azotes al principio no lo entendió ..., era un currante muy poco imaginativo. Pero le doy el coñazo hasta que cede y acepta probarlo.

¿Conoces a Azotes Rork? Supongo que no. Es un buen tipo, lo que Agrio Pine solía llamar "un buen compinche", pero no era una flor que valiera la pena mirar. Una vez vi en el periódico la caricatura de un ladrón de los que aparecieron durante una oleada de delitos, única ocasión en que contemplé una cara parecida a la de Azotes. Un buen tipo, pero debíamos movernos con cuidado porque los matones solían distinguirnos por la jeta que tenía. A mí nunca nadie me había tomado por un cordero, pero, comparado con Azotes, yo tenía pinta de santo.

Hasta entonces, los matones nos habían jodido, pero de acuerdo con mi nuevo plan se iban a cambiar las tornas.
Por aquel entonces estábamos en el Medio Oeste. Fuimos a la siguiente ciudad de nuestra lista, echamos un vistazo y pusimos manos a la obra. Habíamos escondido las armas bajo una pila de piedras, cerca del bosque.

Asaltamos un drugstore. Hay dos chiquillos simpáticos. Me planto delante de uno, con la mano en el bolsillo del abrigo, y Azotes hace lo propio con el otro.

"Vamos", les decimos.
Sin pestañear, uno de los chavales abre la caja, saca hasta el último centavo y entrega la pasta a Azotes.
"Echaros detrás de la barra y no os deis prisa por levantaros", aconsejamos.
Nos obedecen y Azotes y yo salimos y seguimos con nuestros asuntos.

Al día siguiente asaltamos dos tiendas más y pusimos rumbo a la nueva ciudad. En cada población dábamos dos golpes, de acuerdo con el plan. Todo iba bien. Como guardábamos un as bajo la manga, podíamos correr riesgos que en otra situación habrían sido temerarios. Podíamos dar dos o tres golpes por día sin necesidad de esperar a que se calmara el avispero creado por el anterior.

¡Las cosechas eran buenas en aquellos días!
Una tarde, en otra ciudad, asaltamos un taller mecánico, una casa de empeños y una zapatería. Nos cogieron.

Los tipos que nos pescaron estaban preparados para cazar osos. Pero, aparte de correr hasta que nos dimos cuenta de que era inútil, les seguimos con toda docilidad. Cuando nos cachearon, encontraron el dinero de las faenas del día y nada más. El resto estaba oculto en un sitio secreto, donde seguiría hasta que fuéramos a buscarlo. Nuestras armas dormían bajo una pila de piedras, a tres Estados de distancia. Ya no las usábamos.

Los tíos a los que habíamos asaltado esa tarde vinieron a visitarnos y nos identificaron en el acto. Uno de ellos comentó que era imposible olvidar nuestras jetas. Aguantamos y mantuvimos el pico cerrado. Sabíamos dónde estábamos y permanecimos en calma.

Dos días después nos proporcionaron un abogado. Nos tocó un chaval cuyo diploma era lo bastante nuevo como para no tener una mota de polvo, pero nos pareció que no nos dejaría en la estacada. No hacía falta que supiera demasiado de leyes. Lo encajamos y nos tomamos con calma la vida entre rejas.

Días después nos trasladaron al juzgado. Dejamos que todo siguiera su curso sin quejarnos mientras esperábamos el momento. Entonces nuestro chaval se levanta y suelta la carta marcada.
Sus clientes —dice, refiriéndose a Azotes y a mí— están dispuestos a declararse culpables de mendicidad, y no hay motivos para retenerlos por robo. Necesitaban fondos, entraron en tres establecimientos comerciales y pidieron dinero. No iban armados. Las pruebas indican que no amenazaron a nadie. Los motivos que impulsaron a los tenderos a entregar el contenido de las diversas cajas —dice el chaval— no tienen nada que ver con el caso. Las pruebas eran concluyentes. Sus clientes pidieron dinero y se les dio. Mendicidad, sin duda, de modo que sus clientes Podían sufrir condenas de 30 días en la cárcel del distrito, según la ley de vagos y maleantes. ¡Pero de robo, ni hablar!

¡Hijo, la que se armó! El togado estaba a punto de reventar. Era un paleto grandullón y borrachín, de cara colorada y gafas. Se puso violeta y las gafas se le deslizaron por la nariz tres veces en cinco minutos. El fiscal del distrito bailó una danza de guerra, incluidos chillidos y todo lo que se te ocurra. ¡Pero los teníamos!

Viejo Covey se interrumpió. En sus ojos brillaba una fe ciega. Esperé a que siguiera con la historia, si es que tenía algo más que narrar. Como continuó callado, les aguijoneé:
—Lo que me has contado no prueba nada. Nadie utilizó la justicia como arma.
—Espera, hijo, espera —prometió—. Lo verás antes de que haya terminado... Llamaron a declarar a los testigos por segunda vez, pero no había nada que hacer. Ninguno había visto armas ni podía decir que le habíamos amenazado. Se refirieron a nuestro aspecto, pero ser feo no es delito.

Cerraron la tienda por ese día y nos llevaron a la cárcel. Fuimos tan contentos, como te puedes imaginar. Teníamos el mundo por montera y estábamos convencidos de que todo nos sonreía. Nos traía sin cuidado pasar 30, incluso 60 días en la cárcel del distrito según la ley de vagos y maleantes. Ya los habíamos pasado y habíamos sobrevivido.

Estábamos contentos..., pero nuestra alegría se basaba en la ignorancia y la ingenuidad. Creíamos que, a pesar de todo, en el juzgado se impartía justicia, lo justo era lo justo y todo transcurría de acuerdo con las leyes. Antes habíamos tenido muchos problemas, pero esto era distinto..., ahora la justicia estaba de nuestra parte y confiábamos en que seguiría acompañándonos. Sin embargo...
Resumiendo, varios días después nos llevaron nuevamente al juzgado. En cuanto eché una ojeada al togado y al fiscal del distrito, un escalofrío me recorrió la espalda. Tenían luces malas en los ojos, como si fueran un par de críos que han colocado chinchetas en una silla y esperan que alguien se siente. Pensé que tal vez habrían organizado las cosas para que nos cayeran dos, tres, incluso seis meses. ¡Pero no sospeché ni la mitad de lo que ocurría!

Dime, ¿has oído el chismorreo ese sobre lo lentos que son los juzgados, no? Pues puedo asegurarte que nada en el mundo funcionó más rápido que aquél en esa mañana. Antes de que pudiéramos sentarnos, todo empezó a echar humo.

Nuestro joven abogado se levanta constantemente e intenta colocar su bocadillo. ¡No tiene suerte! Cada vez que abre la boca, el togado se le echa encima y le obliga a cerrar el pico, incluso le amenaza con expulsarlo de la sala y multarlo si no se calla.

El hombre al que habíamos asaltado en el taller mecánico era el propietario, pero los de la casa de empeños y de la zapatería sólo eran empleados. Dejaron fuera de juego al del taller, pero hicieron subir a los otros dos al banquillo de los acusados, les culparon de robo, les obligaron a declararse culpables, les condenaron a cinco años y suspendieron las condenas antes de que alguien pudiera decir esta boca es mía.

En respuesta a las protestas de nuestro abogado, el togado dijo: "Si sus representados se limitaron a pedir dinero y estos hombres se lo dieron, entonces estos dos son culpables de robo, pues el dinero pertenecía a sus patrones. En consecuencia, el tribunal tiene que considerarlos culpables de robo y condenarlos a cinco años en la prisión estatal. Sin embargo, las pruebas tienden a demostrar que esos hombres actuaron movidos por el irresistible deseo de ayudar a sus congéneres, que se vieron impulsados a robar el dinero a raíz de un irrefrenable impulso caritativo. Por consiguiente, el tribunal se considera justificado para ejercer el privilegio legal de indulgencia y para suspender sus condenas".

Azotes y yo no comprendíamos lo que nos estaban haciendo, pero nuestro portavoz sí, y cuando logré verlo supe que todo tomaba muy mal cariz. Parecía que se estaba ahogando.
Aunque el resto del trabajo sucio llevó más tiempo, no hubo quien lo parara. El buitre del juez modificó las acusaciones contra nosotros para darles el carácter de "recepción de propiedades robadas", que en ese Estado se considera delito grave. Nos condenaron por dos acusaciones y nos cayeron 10 años a cada uno, sin remisión.

¿Pensó el viejo buitre togado en que el tribunal ejerciese el privilegio legal de indulgencia para suspender nuestras condenas? ¡Ni por asomo! ¡Azotes y yo acabamos entre rejas! ■



SOMBRA EN LA NOCHE

Un sedán con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de Piney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
—Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche. A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección que yo llevaba y dijo:
—Amigo, sigue tu camino.
—Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? —preguntó la chica. Tuve la sensación de que intentaba abrir la portezuela del sedán. El sombrero le cubría un ojo.
—Encantado —respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
—Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedán surgió una voz masculina áspera y admonitoria.
—Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedán se abrió y la chica se apeó de un salto.
—¡Ah! —exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica se dirigía a mi coche, gritó indignado—: oye, no puedes largarte con...
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
—Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
—Que me cuelguen antes de permitir que...
Le sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría haberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo del sedán, al que seguí sin ver:
—¿Te parece bien?
—Tony se recuperará —respondió deprisa—. Le cuidaré.
—Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé en el que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
—Has sido realmente amable —declaró la chica—. La verdad es que no corría el menor peligro, pero fue..., fue muy desagradable.
—No son peligrosos, pero pueden volverse... muy desagradables —coincidí.
—¿Los conoces?
—No.
—Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes —no dije nada. La chica añadió—: te tienen miedo.
—Soy un desesperado.
La chica rió.
—Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé que con los dos... —se subió el cuello del abrigo—. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
—De modo que te llamas Jack Bye —dijo mientras colocaba la cortinilla.
—Y tú eres Helen Warner.
—¿Cómo lo sabes? —se acomodó el sombrero.
—Te tengo vista —terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
—¿Sabías quién era cuando te llamé? —preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
—Sí.
—Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
—Estás temblando.
—Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Hellman Avenue. Según el reloj de la fachada de la joyería de la esquina de Laurel Street eran las 10.04. Un policía con impermeable negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para distinguir el que llevaba la chica.
—Estoy aterida —declaró—. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
—¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo la tenue luz.
—Me encantaría, a menos que tengas prisa —respondió.
—Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack's. Sólo queda a tres o cuatro calles, pero... es un local para negros.
La chica rió.
—Lo único que espero es que no me envenenen.
—No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
—No tengo la menor duda —exageró sus temblores—. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que no hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije con demasiada exaltación:
—Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Sólo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano. Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tornaron muy redondos.
—En el coche me pareció que veías —comenté.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —me interrumpió y se sentó.
—¿Ésta? —me toqué la mejilla con la mano—. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías ver la que tengo en el pecho.
—Algún día iremos a nadar —añadió alegremente—. Siéntate de una vez y no hagas que espere más esa copa.
—¿Estás segura...?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa —su boca pequeña, de labios llenos, se curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no tuvieran gracia. Hicimos preguntas —entre ellas, el nombre del per¬fume que llevaba— y prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos, Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
—Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas de su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
—Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
—Claro que me molesta. Por favor... —la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el de una niña. Apartó la mano de mi brazo—. Pero si prefieres...
—Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
—Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que...
—Está bien, no te preocupes —la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
—No deberías hacerme estas cosas.
—Lo sé y lo lamento.
—No deberías hacértelas a ti mismo —acotó con la misma tristeza—. Chico, no estamos en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser negro.
—¿Y qué cono crees que quiero ser? —repliqué—. ¿Un chino? ■

El Pais Semanal

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