viernes, 7 de febrero de 2014

Los libros nunca tienen prisa



La imprenta soliviantó a los amantes de los manuscritos y el papel, a los devotos del pergamino..
Fernando Báez rastrea 5.000 años de convivencia de formatos en su nuevo ensayo.

“Me preocupa que la iniciativa digital la lleven corporaciones para las que el libro es una parte mínima de sus intereses”, afirma el historiador venezolano.
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 17 ENE 2014


Aboubakar Yaro, jefe de conservación de la Biblioteca de Djenne (Malí), delante de algunos manuscritos sobre madera del Corán. / JOE PENNEY (REUTERS)

"Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. En 2004 Fernando Báez (San Félix, Venezuela, 1963) publicó un ensayo que se abría con esa cita de Heinrich Heine, y su figura quedó asociada para siempre con la del estudioso de la quema, censura y mutilación de escritos y bibliotecas. Aquel volumen que ahora cumple una década, Historia universal de la destrucción de libros (Destino) se abría y cerraba en Mesopotamia. Se abría en la región de Sumer, al sur de Irak, hace aproximadamente 5.300 años y se cerraba en Bagdad en 2003 durante el saqueo de la Biblioteca Nacional iraquí que siguió a la ocupación estadounidense. La ONU envió allí a Fernando Báez para que comprobara el resultado del pillaje y su informe no le hizo la menor gracia al Gobierno de Estados Unidos.

En la librería Rafael Alberti de Madrid, Báez cuenta que desde aquel momento se encuentra con problemas de tanto en tanto cuando viaja. Esta vez el “problema” fueron las 17 horas que pasó retenido en el aeropuerto de Barajas respondiendo preguntas sobre su trabajo —muy volcado ahora en la lucha contra la censura y el espionaje masivo— y releyendo — “parece de película mala, ¿verdad?”— 1984, de Orwell.

El historiador venía de El Cairo, donde vive desde hace cuatro años y donde ha escrito su nueva obra, Los primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico (Fórcola), un ensayo que él quiere ver como la cara optimista del que lo consagró mundialmente: “Si en el de la destrucción conté una versión pesimista, en este quería explicar que el libro es una tecnología de la memoria que evoluciona muy lentamente, algo especialmente útil ahora que hay tanta prisa con el libro electrónico”. El resultado es tanto un tratado de historia como un relato de viajes. Los viajes le llevaron de Biblos a Pekín y de Tombuctú a Damasco. La historia, a comprobar que todas las épocas padecen lo que él llama el síndrome de Trithemius, una suerte de “ortodoxia de la nostalgia” que lleva a recelar de cualquier cambio que afecte al formato de los libros. Evocado por Álex de la Iglesia en El día de la bestia, Johannes Trithemius fue un monje que —además de inventar la esteganografía, “precedente de la criptografía que permite que Snowden ande por el mundo con un montón de documentos encriptados”— en la segunda mitad del siglo XV hizo una encendida defensa del manuscrito frente a la imprenta, que empezaba a arrancar en Europa. Según Trithemius, el invento de Gutenberg estaba condenado al fracaso. “El libro impreso”, escribió, “está hecho de papel, y como papel que es desaparecerá rápidamente. Pero el escriba que escribe con pergaminos hará que el texto dure”. Según el monje, añade Báez, “estaba demostrado que la escritura manuscrita es la que produce una lectura más plácida y garantiza un mayor respeto y cuidado en la edición de los textos. Justo lo que se dice ahora a favor del papel y en contra el libro digital, ¿no?”.

 

Fernado Báez, en la librería madrileña Rafael Alberti © Álvaro García / EL PAÍS

Según el historiador venezolano, mirar al pasado permite comprobar que la evolución de los formatos es muy lenta y que unos y otros pueden convivir durante siglos: “La escritura empezó en torno al año 5.000 antes de Cristo en tablillas de arcilla, pero esas tablillas se mantuvieron hasta el siglo I después de Cristo. ¡Estamos hablando de cuatro milenios de continuidad de un formato! Por otro lado, el papiro es casi simultáneo a la escritura en arcilla y todavía se usó en los códices: los había de pergamino, pero también de papiro. Y hablamos del siglo IV después de Cristo. El síndrome de Trithemius debería quedar atrás, pero también las prisas de los apóstoles del libro electrónico”.
Contra esas prisas Báez subraya el espejismo que supone extender al mundo entero la realidad de Occidente: “Hay una brecha digital enorme. La globalización termina cuando me bajo del avión en el aeropuerto de Bamako. Allí las únicas tabletas son las que llevan los turistas”. Además, insiste, no hay que perder de vista la idea de que el libro es sagrado para algunas religiones, algo que genera indirectamente un interés que va más allá del contenido y se convierte en fetichismo por el objeto: “Los celulares no son sagrados ni las neveras ni los coches, pero el libro lo es para muchos pueblos, por más que nos cueste entenderlo como occidentales laicos; 4.000 millones de creyentes en un planeta que tiene 7.700 millones de habitantes son una mayoría y no una minoría. En Pakistán hay un lugar para almacenar los Coranes arruinados de tanto usarlos y en la sinagoga de El Cairo hay una especie de cementerio de libros porque la gente cree que tirar una Biblia trae mala suerte. Libros sagrados aparte, no hay que olvidar la influencia social de títulos como El origen de las especies, el Manifiesto comunista o La cabaña del tío Tom. Cambiaron el mundo”.
A todo ello, dice, hay que añadir que la “aportación digital” está todavía por ir más allá del mero almacenamiento de títulos. “Dónde meter tanto libro ha sido un problema desde siempre. Ya Séneca se quejaba de que tenía 1.000 volúmenes en su biblioteca. Mientras en una tablilla caben 200 caracteres cuneiformes, con cinco petabytes —Megaupload, la web de descargas, llegó a almacenar 25 petabytes de archivos— puede descargarse todo lo que se ha escrito en la historia de la humanidad. Es un paso de gigante, cierto, pero la aparición de la imprenta impulsó tres elementos clave: la difusión de la ciencia, la reforma protestante y el redescubrimiento de los clásicos en el Renacimiento. ¿Ha hecho algo comparable la edición digital? Todavía no. Es muy pronto”. ¿La autoedición? “Por ahora parece más una estrategia de captación de clientes que de creación de lectores a largo plazo, que es lo importante”.

"La cuestión es si el libro digital consigue más y mejores lectores.
Hoy por hoy, lo dudo"
Fernando Báez dice que la esperanza con la que él mismo recibió al principio la relación entre Internet y el libro se ha ido tiñendo de desconfianza. “La cuestión es si el libro electrónico consigue más y mejores lectores. Hoy por hoy, lo dudo”. Más dudas: “El enorme predominio digital anglosajón en un planeta en el que hay desequilibrios muy poderosos. También me preocupa que la iniciativa sobre dispositivos, formatos y precios la lleven grandes corporaciones para las que la edición es una parte mínima de sus intereses. Por un lado hacen entretenimiento, por otro perfumes, armas, lo que sea. Sus propósitos son muy distintos de los del editor y del librero tradicionales. Y lo peor: todo se hace sin legislaciones actualizadas, a la espera, recurriendo al famoso ‘que inventen ellos…’. Deberíamos participar más en todo lo que tiene que ver con el libro digital, no se puede dejar en unas pocas manos. ¿Podrá mi hijo heredar mi biblioteca? ¿Podrán los formatos actuales leerse en el futuro o pasará como con tantos programas informáticos? ¿Está garantizada la privacidad de la lectura? Esas son mis dudas. Se puede hacer el perfil de un lector a partir de los libros que descarga, de las páginas que lee, de las frases que subraya, y eso que, por supuesto, nos parece magnífico para hacer estadísticas de lectura ya sabemos cómo puede acabar”.
Según el historiador, no hay que “magnificar ni degradar” el libro digital. Le molesta, eso sí, que se imponga el discurso de la urgencia: “La transición va a ser más lenta de lo que dicen algunos. La identidad de los pueblos se basa en la memoria y el libro, repito, es una tecnología de la memoria que se ha ido perfeccionando con los siglos y con la contribución de muchas culturas. Tendremos que ver los efectos del libro digital no en la élite, sino a nivel popular. Es temprano para hacer exaltaciones extremas”.

Los primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el mundo electrónico. Fernando Báez. Fórcola. Madrid, 2013. 622 páginas. 29,50 euros




Tecnología de papel


Por Alberto Manguel

SOMOS DISTRAÍDOS: SOLO vemos lo que es nuevo o lo que tememos pueda desaparecer. Lo cotidiano, lo familiar, no lo notamos. Nos acostumbramos a aquello que más usamos y no reparamos en ello. Es así que gracias quizás a la tecnología electrónica nos hemos dado cuenta de la importancia del libro. La aparición de textos virtuales, fugaces y multitudinarios, nos ha hecho pensar por fin en esos objetos de papel y tinta que jalonan tan necesaria y discretamente nuestra vida. No de otra manera sucedió con los manuscritos después de la invención de la imprenta. En las primeras décadas después de Gutenberg, entre los bestsellers más populares estaban los manuales de caligrafía y las colecciones epistolares para servir de modelo a los que casi por primera vez se daban cuenta de que sabían manejar una pluma.

Hoy miles de libros sobre el libro atiborran nuestras bibliotecas concretas y virtuales. Hay un dibujo de Sempé que ilustra el fenómeno: un hombre contempla la vitrina de una librería en la que se exponen docenas de volúmenes con títulos como El fin del libro, No leeremos más, El ocaso de lo impreso. Lo cierto es que la muerte anunciada del libro no ha ocurrido y probablemente no ocurra nunca. Ciertos expertos tecnológicos llamados futurólogos que, empleados por las grandes industrias de la electrónica, alientan la creación de bibliotecas que deliberadamente excluyen libros impresos, quieren convencernos de que tecnologías diversas (el manuscrito, la imprenta, la electrónica) no pueden compartir un mismo anaquel, y que por lo tanto debemos elegir. ¿Por qué? En el transcurso de nuestras historias, los seres humanos hemos inventado unos pocos objetos perfectos, como la soga, la rueda, el cuchillo, que esencialmente no pueden ser mejorados. Entre estos se encuentra el libro, y no necesitamos resignarnos a perderlo.

Fernando Báez, notable historiador y opositor de la censura bibliotecaria, ha decidido ofrecer a los prematuros nostalgiosos un docto tomo de más de seiscientas páginas, que narra minuciosamente los diversos primeros capítulos de la historia del libro. En Mesopotamia, India, China, Japón, el mundo árabe, el mundo judío, la Europa cristiana, la América precolombina, Báez sabiamente persigue los rastros de las primeras encarnaciones librescas, desde las tablillas de arcilla a los quipus incas, desde los rollos de papiro a los multitudinarios conos budistas. Su investigación se detiene en los umbrales de la era de Gutenberg; quizás en un próximo tomo se decida a explorar fantasmagórica cartografía del libro en nuestra época.

Báez no es tan solo un investigador académico. Decidido a hallar respuestas a ciertas preguntas bibliófllas —¿cómo son las preservadas bibliotecas del desierto de Malí?, ¿por qué Biblos da su nombre al libro y a la Biblia?, ¿qué formas puede tomar un texto supuestamente invariable como el Corán?, ¿cómo sobreviven los libros en medio de catástrofes guerreras?—, Báez viajó a Líbano para conocer la cuna del alfabeto; subió a las sísmicas montañas Chiltan, en Pakistán, para visitar la comunidad islámica de Quetta; entró en Irak para ver un Corán escrito con la sangre de Sadam Husein; oyó en Pekín que la imprenta (el papel, la tinta, la tipografía móvil) son inventos chinos; visitó las bibliotecas de Tombuctú donde, según su guía, "fue salvada la cultura de Occidente". Su propósito, Báez confiesa, "más que de explorar la travesía del conocimiento" ha sido el de "redescubrir el itinerario del libro desde Oriente a Occidente". En este entretenido y sabio volumen, Báez ha querido escribir "la crónica casi perdida de cómo antes de la imprenta transcurrieron 5.000 años durante los cuales el libro fue hecho a mano", dice Báez, "como parte de una poderosa tradición para salvar a la humanidad del olvido de su propio pasado".


A través de la historia de este instrumento contra el olvido, Báez logra contarnos no solo el pasado tecnológico de nuestras comunicaciones sino también el de nuestras ideas, ya que un instrumento y su uso reflejan necesariamente la filosofía de su utilizador. Quien maneja una tablilla de arcilla no piensa en el texto que grabará (o leerá) en ella de la misma manera que aquel que inscribe en tinta letras sobre un pergamino, y el escriba que copia (o lee) un texto en un rollo de papiro no juzga ese texto como aquel que hace surgir frases en una pantalla. Esta es una verdad que todo lector intuitivamente conoce.

Un relato medieval citado por Báez, Vida de Adán y Eva, ilustra perfectamente esta distinción esencial. Eva, sabiendo que va a morir, pide a su hijo Set que escriba su vida en "tablas de piedra y tablas de barro bruñido", para que "cuando el Señor juzgue a vuestra raza por el agua, las tablas de barro se disolverán, pero las tablas de piedra resistirán. En cambio, cuando el Señor juzgue a vuestra raza por el fuego, las tablas de piedra se disolverán, pero las tablas de barro bruñido se cocerán y permanecerán". Sea este el epitafio de censores y futurólogos. •

El Pais Babelia 18.01.14

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