domingo, 5 de junio de 2011

HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE FAMAS (1962) Julio Cortázar


Grandísimo cronopio

Por Juan Luis Cebrián

Cuando salió a la luz, hace ahora cuarenta años, Historias de cronopios y de famas, Julio Cortázar era ya un autor admirado y elogiado por la crítica gracias a sus primeros libros de cuentos y también a su relato Los Premios, pero todavía no había publicado Rayuela, la novela que le dio fama universal y le instaló en el centro de aquel formidable despertar de la literatura latinoamericana que mereció el nombre de boom. Cortázar, argentino aunque nacido en Bruselas, hacía años que vivía en París trabajando como profesor, crítico y traductor, después de haber sido periodista en Buenos Aires. Publicó allí, de joven, algún libro de poemas y un extraño manuscrito bajo el nombre de Los Reyes, pero se trata en realidad de un escritor tardío, y cuando Rayuela vio la luz, un año después que los cronopios, estaba próximo a cumplir la cincuentena. Los círculos literarios en los que se movía habían tenido ya ocasión de elogiar, para esas fechas, su versión en español de las obras de Poe, que figura en todas la antologías como la mejor de las traducciones al castellano del autor estadounidense. Parecía, no obstante, como si el cosmopolitismo y la extensísima erudición literaria de Cortázar, un
porteño trasplantado al corazón de la cultura europea, expatriado casi hasta anímicamente de su condición de latino¬americano, amenazaran con alejarle de la sensibilidad y el aprecio de sus compatriotas lingüísticos. Sus juegos de palabras y de ideas utilizaban nuestro idioma como materia prima, pero bebían en las fuentes del dadaísmo esencial que se respiraba en los ambientes parisinos y del universal legado borgiano, todo ello pasado por la incontenible pasión que el escritor sentía por el jazz, todavía entonces de moda en las viejas caves existencialistas del barrio latino. O sea que Cortázar era todo menos un escritor castizo y aun si se le podía relacionar con el elitismo intelectual de Borges o Bioy Casares, y con el concepto surrealista o ultrarrealista de la ficción literaria, sus orígenes y su destino, su entero comportamiento, le hacían entroncar mejor con la reciente tradición centroeuropea que con la de los grandes narradores del sur de América.
Historias de cronopios y de famas fue el primer libro de Julio Cortázar que cayó en mis manos, gracias a las recomendaciones de Rafael Conte, verdadero descubridor del boom en nuestro país, cuando la crítica literaria todavía se hacía mayormente a base de reproducir los diálogos de los fuegos de campamento. Lo leí en una de las primeras ediciones realizadas por Minotauro en Buenos Aires, en la que se introducía el índice con una sorprendente frase, anunciadora del talante y la intención de las páginas que encabezaba: «Este libro contiene el surtido siguiente...» y daba paso al índice general. Luego he visto desaparecer el aviso en versiones más tardías —entre ellas las de la obra completa realizada por Alfaguara que se ha utilizado para esta nueva edición— y pienso
que se debe no sólo a un descuido, sino a la incomprensión de hasta qué punto el guiño y la broma son importantes en la obra de este afrancesado porteño. Una vez que empecé a husmear en el surtido anunciado me topé, al comienzo de la lectura, con las Instrucciones para subir a una escalera y quedé absolutamente prendado del texto; después, al iniciarme en el capítulo de ocupaciones raras, la Pérdida y recuperación del pelo me dejó tan boquiabierto y extasiado que empecé a perdonarle a Cortázar la impaciencia producida por el inadmisible hecho de que sólo al final del volumen comenzáramos a enterarnos de las peripecias de los cronopios, las famas y las esperanzas. Dichos relatos, desde luego, suponen el culmen de esa pequeña sinfonía de placeres de la mente en que consiste el libro: un homenaje absoluto a la inteligencia, la ironía y hasta el sarcasmo, un melancólico relato de nuestra existencia de siempre, a base de clasificar al ser humano como en un catálogo de entomología aplicada. Conozco, eso sí, a más de un lector desesperado por no haber podido encontrar una descripción ajustada y concreta de las categorías que dan título al libro, pero sin duda el mundo de las definiciones se aviene mal con el universo de fantasmas, revelaciones y ensueños que Cortázar es capaz de suscitar. Al final, nadie es capaz de mostrarse indiferente ante listado tan corto, y tan complejo a la vez, como el que propone, y casi nadie puede sucumbir a la tentación de desear ser un cronopio, aun sin saber muy bien en qué consiste.
Quienes sugirieron, en su tiempo, que ésta era una obra menor del gran artista, encumbrado luego por sus novelas y sus libros de miscelánea que algunos quieren emparentar con el que hoy comentamos, no supieron percibir hasta qué punto el insondable mundo poético y creativo de Cortázar residía en estas breves historias capaces de mezclar la realidad cotidiana con la más onírica de las contemplaciones. Uno acaba sucumbiendo al impacto formidable que causa, por ejemplo, la primera de las frases de sus brevísimas Instrucciones para dar cuerda a un reloj («Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo»), avisándonos quizá de lo inútil y perecedera que resulta nuestra manía de medir las horas. Como Kafka, como Proust, como muy pocos, Cortázar fue capaz de crear un mundo a la vez propio y universal que se descubre a cada paso, en cada línea, en cada soplo literario legado por él. Es un escritor de la intimidad y del desasosiego, al que sólo es capaz de combatir a base de humor y de irónica sabiduría.
Conocí a Julio Cortázar en Madrid pocos años antes de su muerte por sida, debida a que recibió en Francia una transfusión de sangre contaminada. Vino a cenar a mi casa en compañía de su mujer Carol, que padeció igual destino, y de Javier y Natalia Pradera. Hablamos de sus obsesiones literarias, de la actualidad política y de la manera casi fortuita en que ordenó y desordenó los capítulos de Rayuela, una obra que puede y debe leerse por lo menos de dos maneras diferentes. Comentamos sobre lo singular de su anatomía, que le prestaba un aire de juventud casi infantil, y él mismo me explicó que padecía una enfermedad por la que el mentón y las manos le crecían de manera constante. Era algo doloroso y que le hacía sufrir mucho. Detrás de su mirada estrábica y su sonrisa de sátiro benévolo descubrí el corazón de un hombre bueno y la cultura de un enciclopedista de nuestros días. ¡Total!, le dije, eres un grandísimo cronopio. Quienes lean este libro sabrán por qué.

Copyright 2002, Juan Luis Cebrián

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