lunes, 18 de julio de 2022

Una ciudad propia Javier Cercas





JAVIER CERCAS

17 JUL 2005

Hace unas semanas viajé a Moscú y batí un récord mundial: en sólo cuatro días me robaron dos veces. Nunca me habían robado, así que pronto llegué a la conclusión de que me hallaba bajo el influjo de un maleficio; también me acordé de Pablo Neruda -quien aseguraba que una de las condiciones necesarias para sentir como propia una ciudad ajena es que te roben en ella-, y no pude evitar sentir como propia la ajena ciudad de Moscú.

Todo empezó en el aeropuerto de Sheremétievo, mientras mis anfitriones -Tatiana Pigariova y Víctor Andresco- me conducían por la carretera de Leningrado hacia el hotel Rusia, en el centro de la ciudad, frente al Kremlin y la catedral de San Basilio, donde iba a alojarme. Con el cerebro saturado de historias sobre la mafia rusa, les pregunté si Moscú es una ciudad segura. "Claro", se rieron al unísono. "Es la ciudad más segura de Europa". A la mañana siguiente me robaron por primera vez. Fue en el cementerio de Novodiévichi, adonde Tatiana -autora de un libro indispensable para cualquiera que visite la ciudad: Autobiografía de Moscú- me llevó para contarme la historia de Rusia a través de la historia de los hombres ilustres que están enterrados allí, una historia tan absorbente que ni siquiera me di cuenta de que un ratero me metía la mano en la chaqueta y se llevaba mi cartera. De golpe me vi sin dinero, sin tarjetas de crédito, sin documentos; de golpe me sentí feliz. Al cabo de dos días volvieron a atracarme. En esta ocasión no se trató de una simple sustracción: se trató de una obra maestra del arte del robo. Todo ocurrió a una velocidad de vértigo. Bajaba yo desde la plaza Roja hacia el hotel Rusia con esa cara de atontados que se nos pone cuando somos felices en una ciudad extraña; delante de mí caminaba un hombre; más adelante, otro. A este último, de improviso, se le cayó al suelo algo: era un fajo exagerado de dólares. El hombre que iba ante mí recogió el fajo, llamó al otro hombre; éste se dio la vuelta y, descompuesto y sudoroso, volvió sobre sus pasos, cogió el fajo, nos dio las gracias a los dos -como si yo también le hubiera devuelto su dinero- y siguió su camino. Ahí está, pensé; pensé que una cantidad de dinero así, en efectivo, sólo podía llevarla encima un mafioso; pensé que al tipo le aguardaba don Vito Corleone, y que, si aparecía sin el dinero, don Vito le iba a convertir en hamburguesas; comprendí el tamaño de su gratitud. En ese momento, el tipo volvió a darse la vuelta, volvió otra vez hacia nosotros y, más descompuesto y más sudoroso que antes, nos gritó en inglés que le faltaba dinero. Sin duda imaginando que en cualquier momento el mafioso podía sacar un arma, el hombre que le había devuelto el dinero le entregó su cartera, para que se cerciorara de que no le había robado; por mi parte, yo le entregué el fajo de billetes que llevaba encima, producto de un sablazo infligido a mis anfitriones. Cuando hubo comprobado que no le habíamos quitado su dinero, el mafioso nos devolvió la cartera y el dinero y se marchó, y mi compañero y yo nos separamos después de comentar entre risas la desgracia del mafioso. Horas más tarde advertí que me faltaban casi todos los billetes del fajo que le había entregado al mafioso y comprendí que los dos hombres estaban conchabados en el timo; pensé que éste había sido un prodigio de sincronización y puesta en escena sólo atribuible a dos grandes actores en paro del teatro Bolshói; pensé que se habían ganado con creces el botín y, a solas, en la habitación del hotel, me puse a aplaudir.

Eso no fue todo. Omito que en mis cuatro días moscovitas corrí un serio riesgo de perecer cuando un taxista improvisado -un jovencito imberbe que conducía ebrio y sin permiso de circulación un coche antediluviano- a punto estuvo de embestir una ambulancia conmigo como pasajero; también omito que en el taxi de vuelta a Sheremétievo, el último día de mi estancia en la ciudad, tuve la certeza absoluta de que el taxista me estaba secuestrando cuando se desvió de la carretera de Leningrado y, para evitar el atasco matutino, se internó por una estrecha carretera de montaña excavada de baches y asfixiada entre bosques frondosos. No omito que fue en el aeropuerto donde lo entendí todo. Allí, entristecido por el final del viaje, leí en Autobiografía de Moscú que el hotel Rusia, gigantesco adalid de los hoteles soviéticos, es un lugar maldito: desde 1967, año en que fue inaugurado, se han declarado en él cuatro incendios, en uno de los cuales murieron 42 personas; la incurable superstición de los moscovitas atribuye este rosario de catástrofes -que en 1997 llevaron a los propietarios a distribuir iconos por todas las dependencias del hotel- al hecho de que bajo los cimientos de éste desapareció un barrio entero del Moscú medieval, en el que se hallaba la iglesia de Nicolás Mojado, santo protector contra el fuego… Así que mientras esperaba el avión de vuelta a casa di gracias al cielo por no haber provocado ningún incendio, y me acordé de Neruda, y pensé que el maleficio del hotel Rusia se había trocado para mí en un beneficio, porque había convertido Moscú -la ciudad más extrema y chiflada de Europa, y una de las más hermosas- en una casa para siempre.


El Pais Semanal nº 1.503. Domingo 17 de julio de 2005

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