miércoles, 13 de julio de 2022

Un emblema Javier Cercas




JAVIER CERCAS

22 MAY 2005

No hay nada más difícil de ver que lo que a todas horas tenemos ante las narices. Precisamente porque a todas horas lo tenemos ahí, nos acostumbramos a ello, y enseguida se vuelve invisible (no sabemos verlo, no tenemos el coraje o el deseo de verlo), lo cual constituye una verdadera catástrofe, porque no suele haber nada más revelador, ni que con mayor exactitud nos defina, que lo que a todas horas tenemos ante las narices. Aunque tampoco cabe descartar la posibilidad de que eso que tenemos ahí a todas horas y sin embargo no vemos pase a formar parte de nosotros, de nuestra mentalidad o nuestra forma de ver el mundo o estar en él, igual que los alimentos que ingerimos pasan a formar parte de nuestro organismo. Pero basta de abstracciones; pongamos un ejemplo: el mío, que es -lo repito una vez más, con permiso de Unamuno- el que más cerca me pilla. ¿Qué es lo que tengo ahora mismo ante las narices? Una pared. En la pared hay un póster que reproduce una fotografía. No es un póster de Franz Kafka, que sería lo lógico, lo sensato y lo útil tratándose del despacho de un plumífero, porque así podría rezarle tres padrenuestros cada mañana al escritor checo, antes de sentarme al ordenador, y uno por lo menos cada vez que levantase la vista del teclado, a fin de que me concediese el milagro de escribir una frase veraz. No: nada de eso. Se trata de un póster del Gordo y el Flaco, de solteros Stan Laurel y Oliver Hardy. Es posible que a las jóvenes generaciones -incluso a las jóvenes generaciones de cinéfilos- el Gordo y el Flaco les resulten tan familiares como el rey Nabucodonosor, pero yo todavía recuerdo haberlos visto a diario en la tele de un único canal de mi infancia: el Flaco Laurel, siempre alelado y llorón y ausente y metepatas; el Gordo Oliver, vanidoso y autosuficiente y cargándose siempre de razón con que recriminarle a su compañero las catástrofes que permanentemente provoca o le atribuye. El póster lleva años ante mis narices, por lo menos ocho horas al día. No sé qué hace ahí. No sé quién lo puso ahí (alguien debió de ponerlo, porque a mí no se me habría ocurrido nunca). No sé quién me lo regaló (alguien debió de regalármelo, porque no recuerdo haber comprado nunca un póster). Seguramente no hay nada que haya mirado tantas veces y durante tanto tiempo en los últimos años como ese póster. Dice Millás en su último libro, Todo son preguntas, que lo que nos desconcierta en las fotografías de prensa es que nos leen. Hace años que este póster que reproduce una fotografía me lee. Nos lee. ¿Qué es lo que lee?

Me esfuerzo en mirar el póster como si lo viese por primera vez. El Gordo y el Flaco están de pie sobre una viga estrechísima de hierro o acero, en un edificio en construcción, aferrados desesperadamente el uno al otro: bajo ellos se abre un precipicio de vértigo; tras ellos, la perspectiva huidiza de una encrucijada de calles de una ciudad cualquiera de los Estados Unidos en los años treinta o cuarenta, recorrida por tranvías y coches y gente que parece mirar atónita esa escena imposible. Pero no es una escena imposible. El Gordo y el Flaco están ahí, increíblemente, con sus eternos trajes un poco desastrados y sus eternos bombines gemelos y su corbata y su pajarita eternas. Están, lo repito, aferrados el uno al otro, como si ese acto de fraternidad absurda fuera a salvarlos, cuando en realidad sabemos que ésa es la manera más fácil de que caigan los dos al vacío. El Flaco llora y probablemente gime (tiene la boca cerrada); el Gordo llora y probablemente grita (tiene la boca abierta). Ahora bien, ¿qué demonios hacen ahí arriba esos dos fantoches? ¿Cómo han llegado a ese lugar demente? ¿Cómo van a salir de ahí con vida? Mirando el póster comprendemos que se van a caer, que no se van a salvar, que no pueden no caerse (el hecho de estar agarrados el uno al otro va a precipitar la caída); pero también sabemos, o más bien esperamos, que, aunque no podamos atender sus súplicas de ayuda, gracias a algún milagro imprevisible van a salvarse y a seguir con su vida absurda y trágica y feliz de siempre. Mirándolos nos reímos a carcajadas con una risa aterrada. Mirándolos comprendemos que a Kafka (e incluso a Unamuno, que tenía como Kafka un sentido del humor trágico que han olvidado los que se han olvidado de leerlo) le encantaría este póster y que quizá habría visto en él, a la primera, algo que yo sólo creo entrever ahora, después de mirarlo durante años, después de esforzarme en mirarlo como si lo viera por primera vez: consciente de que esa foto lo leía, se habría visto a sí mismo -nos habría visto a todos- de pie ahí arriba, sin saber cómo había llegado hasta allí ni cómo iba a salir de allí, sabiéndose un pobre hombre que sólo daba risa y sólo sentía pánico, llorando y gimiendo y gritando, aferrado a cualquier otro absurdo fantoche como él -aunque fuera el rey Nabucodonosor-, suplicando que alguien lo salvase y sabiendo también que nadie iba a salvarlo y esperando, sin embargo, y contra toda esperanza, que un milagro lo salvase y pudiese seguir llevando su vida feliz y trágica y absurda. Nos habría visto (o al menos eso es lo que ahora imagino) como nos veríamos todos si supiéramos ver, si tuviéramos el coraje insensato y heroico y necesario de ver lo que a todas horas tenemos ante las narices.

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