martes, 9 de enero de 2018

La grandeza de lo mínimo Por Javier Cercas


El protagonista de '1984', la parábola de George Orwell, tiene un trabajo atroz que realiza en una polvorienta covachuela del Ministerio de la Verdad: colabora en la confección de un "Informe transitorio" destinado a completar una edición del Diccionario de neolengua, aunque ni siquiera él parece saber con exactitud sobre qué está informando. "Era algo que tenía que ver con la pregunta de si las comas se deberían colocar dentro o fuera de los paréntesis". El detalle subraya hasta el delirio la opinión que el arte de la puntuación le merece al común de los mortales: se trata de una minucia inútil y exasperantemente anodina que sólo sirve para torturar a protagonistas de pesadillas kafkianas. No hay duda de que la escuela española comparte ese veredicto: la prueba es que consagra horas y horas a enseñarles a los niños la comparativamente sencilla ortografía del castellano y apenas dedica tiempo a enseñarles a puntuar un texto, en parte (es de suponer) porque los mismos maestros no saben puntuarlo y nadie se ha molestado en mostrarles la importancia de esa operación. La importancia, sin embargo, es grande, por la sencilla razón de que a menudo la puntuación de una frase es su sentido: puntuarla de una manera u otra equivale a darle uno u otro sentido. Así de simple. Así de trascendental. Cuentan que al emperador Carlos V le dieron a firmar una sentencia de muerte que rezaba: "Perdón imposible, que cumpla su condena". El emperador leyó la sentencia y, víctima de un súbito acceso de magnanimidad, antes de firmarla la corrigió: "Perdón, imposible que cumpla su condena". El movimiento de una coma salvó la vida de un hombre. Tomo la anécdota de un libro que a su vez toma de ella su título, Perdón imposible, en el que José Antonio Millán realiza una reflexión útil, sensata y divertida sobre el arte de la puntuación. Otro ejemplo aducido por Millán. En 1984, el periodista Néstor Lujan escribía en un artículo para La Vanguardia a propósito de las devastaciones de la Revolución Francesa: "En una zona de la Vendée tan sólo, el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". No obstante, la frase finalmente publicada decía lo siguiente: "En una zona de la Vendée, tan sólo el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". El desplazamiento accidental de una coma provocó que Lujan pasara de ser un hombre compasivo que lamenta la destrucción ocasionada por la violencia a ser un sádico que lamenta que la violencia no fuera todavía mayor de lo que fue.

Minucias, dirán ustedes. No digo que no: al fin y al cabo, cada uno tiene sus obsesiones de chiflado, y una de las mías es la puntuación, una obsesión nacida de la certeza de que la puntuación es el sentido y el sentido es la sintaxis y la sintaxis es la sindéresis y la sindéresis el termómetro de la decencia; es decir: de la certeza de que quien sabe poner bien un punto y coma no puede ser un completo bellaco. Claro que sobre las minucias hay mucho que decir. Lichtemberg, por ejemplo, decía que la tendencia humana a interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. Y es verdad: padecemos el vicio incorregible de no pensar más que en los grandes asuntos, pero muchas de las mejores cosas que le han ocurrido a la humanidad se las debemos a chiflados que se han dedicado a fijarse en minucias tales como una manzana cayéndose de un árbol. El filólogo es el chiflado de la sintaxis; el científico, de las comas; el artista, de la sindéresis. Su labor es minuciosa, oscura, a veces polvorienta y exasperante, pero casi nunca anodina; a ella le debemos grandes cosas. Lo más importante que ha ocurrido en este año de celebración del cuarto centenario del Quijote es la publicación de la edición del Quijote de Francisco Rico. Acaso víctima de un acceso imperial de celos o de gremialismo, un relevante novelista ha tratado de ironizar, no sé si con mucho éxito, a cuenta del hecho de que se haya empezado a conocer la edición de Rico como el Quijote de Rico. Pero la realidad que hubiera debido conocer el novelista antes de ensayar su gracia dudosa es que es tan justo hablar del Quijote de Rico como del de Riquer, del de Rodríguez Marín o del de cualquier otro de los filólogos que editaron el Quijote; la razón es simple: a juzgar por los manuscritos que nos han llegado de Cervantes, éste -como la mayoría de sus contemporáneos- no usaba la coma, ni el punto y coma, ni los dos puntos, ni siquiera dividía sus textos en párrafos, de manera que es al filólogo que edita su texto a quien le compete la responsabilidad de colocar comas, puntos y comas y dos puntos, así como la de distribuir el texto en párrafos. Lo cual significa que es el editor quien tiene la misión de interpretar para nosotros el texto de Cervantes. Dicho con más claridad: cuando leemos el Quijote estamos en realidad leyendo la interpretación del editor del Quijote. Es decir: estamos leyendo también al editor del Quijote. Así de simple. Así de trascendental. Para esta ignorancia del novelista gracioso si que es imposible el perdón. Como mucho, y si la misericordia alcanza, podría conmutársele la pena por un castigo de muchos años de estudio en el Ministerio de la Verdad, dedicados a averiguar si el punto y coma se coloca antes o después del paréntesis. •


El Pais Semanal Nº 1.491. Domingo 24 de abril de 2005

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