sábado, 3 de diciembre de 2022

La travesía de leer por Maruja Torres

ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS AGREDA

PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

Por Maruja Torres

Nunca he visto París como lo vi, o, mejor dicho, lo sentí, la primera vez, en mi juventud. Del mismo modo, aunque nunca he dejado de leer, con esa ansia incontrolada que tenemos los autodidactos, siempre temerosos de no saber llenar los agujeros negros de nuestra incultura; aunque nunca he dejado de leer, pasando de un género a otro, de un autor a otro, aceptando consejos, mendigando recomendaciones para nuevos descubrimientos; aunque nunca he dejado de leer libros desde que a los ocho o nueve años abrí un volumen que contenía una versión reducida de Oliver Twist..., jamás he recuperado el temblor extraordinario que me poseyó durante mis lecturas de adolescente ni la pasión incomparable de compartir con otros mis hallazgos, de vibrar junto a un amigo o amiga, hermanos elegidos para saborear el deleite de lecturas deslumbrantes. No he vuelto a hablar de libros hasta el amanecer, sentada en un banco, en una plaza pública, ajena al paso de las horas, a la humedad y al aire, absorta en la doble enajenación de perseguir, al mismo tiempo, el misterio de la existencia y los afanes de otros por explicárnoslo a través de la literatura.

Aquellas travesías arrebatadas, cuajadas de voces ajenas, se amansaron con los años hasta convertirse en placer: la serena aceptación de la consciencia y la belleza como compañeras de un camino que sólo contiene certezas sobre la incertidumbre.

Pero la vida otorga extraños regalos. A mí me ha obsequiado, desde hace unas semanas, con un insomnio del que no deseo salir, porque, por primera vez, en lugar de impacientarme, de hacer que me debata en la esterilidad del cansancio mal asumido, me ha devuelto de lleno a aquella vorágine iniciática de la lectura sentida desde la médula. Tomé el primer libro para ver si conseguía conciliar el sueño, y poco a poco me deslicé hacia el interior del libro mismo, y detesté que la luz del día irrumpiera en mi dormitorio para devolverme a mis obligaciones; pero no, cual solía ocurrir, porque me hallaba demasiado fatigada para entregarme a la

acción. No, esta vez odié, sigo odiando la llegada del día y de lo cotidiano porque me arranca de la lectura. Y cumplo con las acciones que me son requeridas con el pensamiento puesto en la vigilia de la noche que viene, de la noche que espera, de mis libros elegidos y desperdigados en mi cama, arracimados en torno a las almohadas, mezclados con las sábanas como los animales de peluche de una niña. He vuelto a leer como si los libros acabaran de inventarse.

Quizá el secreto de todo, incluido el de la insospechada prolongación del insomnio, se encuentre en el verbo que acabo de conjugar en el párrafo anterior: he vuelto. Porque, meses atrás, cuando andaba yo analizando el tema de la culpa para una posible futura novela, alguien me recomendó que volviera a leer Lord Jim. Joseph Conrad fue una de mis lecturas preferidas, aunque no exhaustivas, de los años primeros. Tenía de él y de las obras suyas que pasaron por mis manos un recuerdo inevitablemente ligado al exotismo y la aventura, un olor a brea y, de fondo, un oscuro murmullo de fronda selvática. Le había leído cuando yo misma me disponía a partir hacia el destino que se ofrecía vagamente a mi juventud, y no había sabido ver en sus páginas más que aquello que se identificaba con mis propias inquietudes: la necesidad de zarpar. En este segundo encuentro hallé a otro Conrad, el de mi madurez, que leo desde el conocimiento de que el viaje fue circular y me condujo a la única orilla, aquella que ninguno de nosotros abandona, aunque mientras cree hacerlo, mientras se busca, uno se va tornando hondo.

Así que las noches insomnes me han devuelto a Victoria, a El negro del 'Narcissus', a El corazón de las tinieblas, a El agente secreto, y me han obligado a abrir por primera vez Romance, y las narraciones cortas, y los escritos de Conrad sobre vida y literatura, y las obras que creó con Ford Madox Ford... Entre tanto, de día, actúo y ni siquiera sueño, salvo cuando dispongo de un rato para visitar, que voy de una librería a otra, eso sí. •



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