miércoles, 28 de diciembre de 2022

El regalo de Hoboken al mundo por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


E N LA COLUMNA necrológica que escribió cuando falleció La Voz, el maestro Vicent sostenía que “millones” de personas debían su existencia a Frank Sinatra. Quizás —venía a decir— sus respectivos millones de progenitores no se habrían amado con la suficiente intensidad fecundadora si aquella voz de “terciopelo raído” no hubiera excitado su libido. Quiero pensar que en mi caso pudo ser también así. Mi madre ha sido siempre una moderna, de manera que en su momento debió de ser lo más parecido (versión España años cuarenta) a una de aquellas bobby soxer que vibraban con las canciones de Sinatra y no se cansaban de ver Levando anclas, el estupendo musical de George Sidney. En Hoboken, la ciudad donde el cantante nació y desde la que se obtienen las mejores vistas de Manhattan (conviene acudir al atardecer, cuando el reflejo de la luz sobre el Hudson transforma los rascacielos en abstractos volúmenes de Morandi), existe un parque dedicado a su recuerdo en el que se proclama orgullosamente: In Memory of Francis Albert Sinatra, Hoboken’s Gift to the World. A mí el tipo siempre me cayó bien. Sí, ya sé: sus vínculos con la Mafia, su machismo visceral, sus negocios dudosos, su compromiso con las políticas reaccionarias de los setenta, su reputación de “chico malo” y no siempre simpático, su cocaína. Pero durante la mayor parte de su vida estuvo con los demócratas: hizo campaña por Roosevelt cuando eso era importante, se acercó a la izquierda (a la de verdad) en los cuarenta, apoyó a Kennedy. Y no puedo olvidar que, cuando estuvo por primera vez en España (en el rodaje de Orgullo y pasión, 1957), se despidió del país dejando escrito en la ventana de su habitación una contundente sentencia de perspicacia wittgensteiniana: “Franco es una rata”. Y, sobre todo, ahí siguen sus canciones. A mí me gustan más las jazzy —con Count Basie, por ejemplo, o con Antonio Carlos Jobim—, pero también llevo under my skin incluso las que antes me parecían empalagosamente sentimentales. Acerca de ese artista singular y de cómo se planteaba su trabajo trata El sonido de Sinatra (Alba), de Charles L. Granata, un estupendo volumen ilustrado en el que se pasa revista a más de cincuenta años de la trayectoria profesional del que quizás ha sido el más grande intérprete de música popular norteamericana. El regalo de Hoboken al mundo. Y al que tal vez (tengo que preguntarle a mi madre) yo también deba la vida.

Joyceana

EL MARTES ME regalé, como Joyce manda, sandwiches de gorgonzola y una botella de burdeos para celebrar una vez más la nada épica jornada dublinesa de Leopold Bloom. Recordé que hasta hace quince años la ciudad que vio nacer a uno de sus hijos literarios más ilustres (tiene muchos otros: Swift, Goldsmith, Stoker, Wilde, Yeats, Shaw, Synge, O’Casey, Beckett...) no se preocupaba demasiado de su memoria, lo que quizás no hubiera sorprendido a quien siempre se encontró más cómodo en el exilio. Fue cuando las autoridades del ramo se cayeron del guindo y descubrieron que Joyce podía convertir- se en un icono turístico cuando comenzaron a surgir en diversos rincones de la ciudad recordatorios de su peripecia vital. Y ya se sabe que, como descubrió el obispo Berkeley —un dublinés de adopción—, esse est percipi (ser es ser percibido). El centenario (en 2004) del Bloomsday convirtió Dublín en una sobresaturada Meca cuyos peregrinos —una abigarrada mezcla políglota de devotos y curiosos— recorrían obedientemente las estaciones del vía crucis joyceano prescritas en los folletos turísticos. Ahora to- do ha cambiado: los forofos pueden recurrir a la versión oral (en inglés) de Ulises (22 cedés publicados por Naxos) y convertirla en una especie de hilo musical que les acompañe en sus tareas domésticas. Y los que aspiren a nota cuentan ahora con la versión (abreviada en 4 cedés) de Finnegans Wake que acaba de publicar el mismo sello; supongo que Julián Ríos ya habrá encargado su ejemplar. En todo caso, les recuerdo a mis improbables lectores (especialmente a los todavía más improbables que aún no hayan leído Ulises) que en este momento somos uno de los países que cuenta con más traducciones de esa novela fundacional: además de la catalana de Joaquim Mallofré, están disponibles las castellanas de Salas Subirats, José María Valverde y la conjunta de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas. De modo que no hagan caso a quienes les digan que es un bodrio (probablemente no la han leído) y déjense capturar por su torrente de modernidad, imaginación e inteligencia narrativa. Claro que no les voy a decir que se lee como La mano de Fátima. Afortunadamente.




Ilustración de Max.


Despedida

EL FINAL DE la feria me pilló encerrado en un armario (Millás me enseñó a amarlos) con un hilo de nailon atado a los genitales y a la garganta, de manera que no pude acudir a la clausura. Antes había leído el atinado comentario de Borja Hermoso en el que se preguntaba si los periódicos no se habían pasado tres pueblos cubriendo generosa- mente, y durante diecisiete días seguidos, lo que —incluso en boca de sus organizadores— no era sino un mercado local (“de venta pura y dura”), en el que los aspectos culturales eran objetivo secundario. Otra cosa sería si, por ejemplo, la feria-mercado estuviera acompañada de un programa cultural diseñado con ambición, y cuyos patrocinios y financiaciones se recabaran con tiempo. Vender libros es estupendo, desde luego, igual que dar la oportunidad para ese buscado encuentro de público y autores, pero también lo es vender otras cosas muy nobles a las que los periódicos no dedican tanta tinta tantos días seguidos. Lo que me hace sospechar que, a veces, la información sobre la feria funciona como antes lo hacían las resurrecciones estivales del monstruo del lago Ness. Incluso en su aspecto de certamen “de venta pura y dura” la feria no acaba de generar suficiente información de interés como para propiciar análisis y debates en los diarios. La que se refiere a cifras reales de ventas, ranking de títulos más vendidos, precios medios, fondo real disponible, etcétera, es casi inexistente o puramente conjetural, como efecto secundario de esa especie de absurdo pacto de silencio instituido para que nadie se sienta vejado. Ahora, para acallar las críticas, nos revelan que este año las ventas han sido superiores a las del año pasado, lo que también es estupendo. Pero en el llamado “balance de la Feria del Libro de Madrid” sólo se nos proporcionan, a modo de limosna, los escasos datos de un “muestreo” realizado por la comisión organizadora: increíble. En fin, esperemos que para el año que viene los responsables tomen nota. Y los periódicos también. Mientras tanto, una vez desatado y fuera del armario, continúo con la lectura de la estupenda —y devastadora— novela de Ivy Compton-Burnett Una casa y su dueño, que mi adorada editora Silvia Querini acaba de rescatar para Lumen (en 1964 se publicó con diferente traducción en Plaza & Janés). No se la pierdan: está en las buenas librerías (aunque no hayan tenido caseta en la feria). 



El Pais. Babelia nº 917. Sábado 20 de junio de 2009


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