domingo, 26 de julio de 2020

QUERIDO LIBRO, TE ESCRIBO POR ANTONIO TABUCCHI


Hace dos veranos, a propuesta de un semanario, participé junto a U. Eco, G. Pontiggia y G. Riotta en la composición de un relato colectivo publicado por entregas. La trama, que Eco hacía partir de una maldición faraónica, fue complicándose progresivamente con una extraña secta de fanáticos (parecida a la tenebrosa organización criminal Spectra de las películas de James Bond) que intentaba apoderarse del mundo arrebatando la escritura a los hombres. Naturalmente, dimos al relato un final feliz, pero por debajo se adivinaba un problema que a todos nos preocupaba: la desaparición del libro. De manera jovial, nos planteamos una cuestión que hoy puede parecer de gran actualidad, pero que es tan antigua como el mundo: el dualismo (y el conflicto) oralidad/escritura. El mito pertenece a la oralidad. La voz es el factor fundamental de la creación. En el principio fue el verbo. Dios no escribe, habla. Es su voz la que graba en la piedra las leyes que Moisés recogerá. Cristo habla, pero carece de biblioteca, al igual que Sócrates o Buda. Todos ellos predican y sus palabras serán recogidas por sus discípulos, algunos de los cuales, como Platón, expresan incluso su desprecio por la escritura. En el curso de los siglos, en efecto, a la voz se le ha atribuido una fuerza misteriosa; no hay más que pensar en el mito de Orfeo o en el misticismo de los distintos santos.

Hoy en día se oye decir que las nuevas tecnologías (internet, CD-Rom, etcétera) podrían provocar la  desaparición del libro, inaugurando una  civilización distinta. Sin embargo, el propio U. Eco ha afirmado recientemente a este respecto  que,  al igual que otros instrumentos, como las tijeras, el martillo, el cuchillo, la cuchara o la bicicleta, que desde su invención no han podido ser mejorados, el libro sigue siendo la forma más manejable y cómoda de transportar la información.  Por mucho que se esté de acuerdo con él, no puede dejar de observarse que en nuestros días el trato que recibe el libro peca de presunción y arrogancia, al magnificarse la eficacia de los medios de comunicación más modernos, y que las instituciones culturales otorgan a la televisión una posición de privilegio (como si le hiciera falta), en detrimento de la letra impresa. Y, sin embargo, nuestra civilización, desde finales de la Prehistoria hasta hoy, ha ido edificándose sobre la escritura: en tablas de arcilla, en papiros, en tablillas de cera, en papel, en libros. Por eso todas las grandes culturas sintieron siempre respeto, admiración y devoción por los libros. Ello no excluye, naturalmente, cierta dimensión lúdica, que forma parte intrínseca del arte de narrar, ni las pasiones que pueden provocar !os libros. En ellos se encierran los más variados sentimientos. Indignación, pero también paciencia; disciplina, pero también cierta forma de desorden que puede entenderse como liberación. Y también epicureismo, estoicismo, la observación de la vida que pasa, el sentido del tiempo, el amor que nunca conoceremos, los sueños, los deseos, la aceptación de la propia infelicidad, la voluntad de luchar contra ella, nuestras contradicciones: en resumidas cuentas, nuestra manera de ser hombres. Y todo viene de los libros. Porque gracias a ellos sabemos reconocernos como en un espejo, somos capaces de descifrarnos, podemos leer lo que fuimos y en lo que nos hemos convertido. Sin los libros no seríamos más que ignaras criaturas desnudas que se verían a sí mismas de manera del todo inmanente y para las que la vida constituiría un mero registro de comidas y descansos sin fisonomía alguna. Quizá con todo lo dicho no haya contribuido en exceso a aclarar el problema de la futura muerte del libro. Tal vez, más sencillamente, sólo haya pretendido parafrasear la canción de Lucio Dalla: "Querido libro, te escribo / así me distraigo (o me consuelo) un rato".

Traducción de Carlos Gumpert


El Pais Semanal

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