domingo, 26 de julio de 2020

DÍAS SIN LIBROS POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA



Me iba a la playa cada tarde a esa hora en que la luz ya no es tan fuerte y las sombras van alargándose sobre la arena, cuando hasta las huellas de pasos empiezan a contener un fondo de sombra, como ese resto de agua que queda en el molde profundo de las pisadas cuando se camina sobre arena húmeda. Era una playa que no parecía de este bárbaro país de litorales arrasados: una playa larguísima, casi despoblada, con muy pocos edificios, casas blancas que la distancia y la calima desvanecían. A la izquierda, hacia el sureste, la playa termina en una ladera escarpada donde se levantan villas blancas cobijadas por roquedales y espesuras del viento de levante: una mañana subí a la cima de esa colina y vi al otro lado una playa más larga todavía y un paisaje de feracidades y brumas como de trópico soñado. A la derecha, muy lejos, por donde el disco inmenso y rojo del sol baja cada tarde con una sobrecogedora lentitud de divinidad egipcia, hay una línea litoral azulada que de noche se puebla de un parpadeo de luces. Alguien me señala mar adentro con el brazo extendido: esas otras luces que tiemblan hacia el sur son ya las de Tánger, esa costa invisible y tan próxima es la orilla de la inmensidad de África.

En las cunetas de la carretera, a todo lo largo del camino que lleva hasta la cima del monte contra el que rompe el mar, he visto unas plantas de un verde muy brillante, de flores amarillas, de espinas defensivas muy largas y agudas: me explican que esa planta, cuyo nombre no sé, viene del otro lado, es una planta que crece en el desierto y cuyas semillas viajan hasta aquí en el viento. También me cuentan que en octubre y noviembre el cielo y las arboledas y los cables eléctricos y los aleros de las casas de toda esta región se llenan de los millones de pájaros que vienen a congregarse desde toda Europa antes de emprender la gran travesía invernal hacia África.

Me iba a la playa cada tarde con mi equipo precario de bañista, la toalla, la crema solar y el libro, como cualquiera de los denostados veraneantes que hacen más o menos lo mismo por esos días. No solía haber mucha gente, y en cualquier caso la amplitud del espacio disminuía y alejaba las presencias humanas. Caminaba uno un poco, miraba hacia atrás y ya parecía estar muy lejos del punto de partida. Conforme avanzaba el atardecer y la luz se hacía más dorada y densa sobre la arena, el espacio iba recobrando una soledad de comienzo del día y de comienzo del mundo, una sugestión de eternidad ritmada por los golpes de las olas y el flujo de las mareas.

Me tumbaba, dispuesto a leer, pero lo cierto es que no leía, que a las dos o tres líneas cerraba el libro, aunque era uno que me gusta mucho y me es muy querido, la mayor parte de las veces ni siquiera llegaba a abrirlo, se quedaba olvidado en la arena, o en la toalla, las hojas agitadas y humedecidas por el aire del mar, amarillentas en seguida por la fuerza del sol. Cualquier cosa me atraía más que la lectura: empezaba un capítulo y los ojos se me iban desde las letras hacia los granos de la arena, en los cuales empezaba a distinguir, tan sólo en un puñado, una variedad de signos más inagotables que los de cualquier biblioteca: fragmentos infinitesimales de roca, de conchas pulverizadas, guijarros diminutos, planos y pulidos como monedas muy antiguas, pequeñas caracolas, conchas con acanaladuras y volutas de una gracia suprema, de una armonía más pura que la de un capitel griego.

Me iba a la orilla y examinaba la vegetación mullida y musgosa que cubre las anchas rocas planas sobre las que se deshacía con demorada regularidad la gasa limpia y fría de la espuma. Observaba los cambios en la tonalidad del mar, la dirección de los vientos, la textura fresca y húmeda del poniente, el filo seco del temido levante, que levanta remolinos e hinca en la piel con minuciosidad de rápidas agujas los granos de la arena. Para quien vive rodeado de palabras escritas, habitado, alimentado por ellas, también a veces intoxicado y aturdido, no leer es de pronto una hermosa manera de abrir los ojos al mundo con un asombro y una curiosidad de griego presocrático. Instintivamente tiende uno a la vanidad de creer que las cosas existen en la medida en que son percibidas o imaginadas por nosotros. Pero en la playa de Zahara de los Atunes, según se quedaba vacía a la caída de la tarde, yo me daba cuenta, con un libro cerrado en las manos, que mi presencia era tan irrelevante para la plenitud del mundo como la de uno cualquiera de los fragmentos ínfimos de roca o de concha que se me escapaban entre los dedos.

El Pais Semanal

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