jueves, 28 de julio de 2011

Apología de la estupidez por Javier Cercas


Ya sé que no se lo van a creer, pero el Premio Darwin existe. Se concede cada año, a través de Internet, a aquellas personas cuya estupidez terminal les ha llegado a eliminarse involuntariamente de este valle de lágrimas, contribuyendo así al bienestar general y la mejora de la especie. Por supuesto, dado que los ganadores siempre han fallecido, el premio nunca ha podido entregarse. Uno de los últimos galardonados fue Abraham Mosley, un paciente de garganta de 64 años de edad que intentó encender un cigarrillo en un hospital de Florida y consiguió prender fuego a la venda que le rodeaba la garganta y a su pijama; como le habían extirpado las cuerdas vocales, no pudo pedir ayuda y murió quemado vivo en su cama. Otro de los galardonados fue el líder de una secta cristiana de Los Ángeles, quien todos los días intentaba seguir a rajatabla el ejemplo de Jesucristo y caminar sobre el agua, hasta que murió inesperadamente el 24 de noviembre de 1999, cuando resbaló con una pastilla de jabón mientras practicaba en su bañera.
El Premio Darwin es un premio a la estupidez, así que todos somos candidatos a él; no resulta muy halagador reconocerlo, desde luego -sobre todo para columnistas, tertulianos y demás ralea, que tenemos la autoestima muy alta-, entre otras cosas porque estamos convencidos de que la estupidez, como la muerte, es una cosa que siempre aflige a los otros. Es más: como dice Matthijs van Boxsel, "ninguna persona es lo suficientemente inteligente como para comprender su propia estupidez". Lo dice en la Enciclopedia de la estupidez, un ensayo algo caótico, pero divertido y original, que acaba de publicar la editorial Síntesis, un ensayo en el que las pocas personas sensatas que andan por ahí verán confirmada la incómoda sospecha que desde hace tiempo les asalta: que todos somos estúpidos. Van Boxtel es taxativo: el motor que mueve el mundo no es el amor (Dante), ni el sexo (Freud), ni el dinero (Marx), sino la estupidez, hasta el punto de que la inteligencia y la cultura no son más que los vanos intentos que a lo largo del tiempo ha realizado la civilización para combatirla. Hay que reconocer que el argumento de Van Boxsel es convincente; también, que su libro es imposible: si todos somos estúpidos, si la estupidez es el motor y origen de todo y todo lo permea, entonces una enciclopedia completa de la estupidez tendría que tener el tamaño del mundo, porque debería contener todas y cada una de nuestras estupideces, que son por definición infinitas. Consciente del tamaño imposible de su empresa, Van Boxsel se limita a ofrecer una nutrida pero selecta antología de estupideces memorables; entre ellas: un estudio sobre el efecto que tienen los vientos de costado en las sumas aritméticas, un estudio sobre el peso específico de un beso, un estudio sobre la superficie de Dios, una estadística del cosquilleo, un estudio sobre la influencia de las colas de pez en las olas del mar... En fin: para aceptar que Van Boxsel tiene razón no hay más que recordar la cantidad descomunal de gente que ha muerto y sigue muriendo por estupideces palmarias relacionadas con los embelecos de la raza, la nación o la religión.
Pero ya les estoy oyendo: ¿seguro que todos somos estúpidos?¿También Dante, Freud y Marx?¿También el mismísimo Van Boxsel? "La estupidez no es mi fuerte", afirmó en 1895 Monsieur Teste. "Hay un estúpido dentro de mí", anotó quince años más tarde Paul Valéry en sus Cahiers; "debo aprovecharme de sus errores". Teste es una invención de Valéry, un personaje ideal: la encarnación épica de la inteligencia pura; Valéry, en cambio, es un hombre de carne y hueso, pero también una de las inteligencias mejor amuebladas del siglo XX, lo suficientemente amueblada como para comprender su propia estupidez. Por eso la frase de Valéry es mucho más útil y más realista (y por tanto más inteligente) que la de Teste: por poco halagador que resulte reconocerlo, lo único que un hombre de carne y hueso puede hacer en este valle de lágrimas es aprovechar su propia estupidez. Tal vez en eso consiste la inteligencia: lo mismo que sólo se puede llegar a la verdad a través del error, sólo se puede llegar a la inteligencia a través de la estupidez. Pero para eso hay que empezar por reconocerla, como Valéry, y no fingir que uno es Monsieur Teste, como hacemos todos los demás, en especial columnistas, tertulianos y demás ralea. Eso es exactamente lo que hicieron Dante, Marx y Freud, y también Van Boxsel; eso es exactamente lo que hace David Trueba, que encabeza su último libro, Tragarse la lengua y otros artículos de ocasión, con estas palabras inteligentes a más no poder de Sir Arthur Streeb-Greebling, quien, dicho sea entre paréntesis, estoy seguro de que con ellas ha contribuido al bienestar de la especie mucho más que el Premio Darwin: "He aprendido de mis errores. Estoy seguro de que puedo repetirlos".

No hay comentarios:

Publicar un comentario