jueves, 6 de abril de 2017

Los viajes Por Javier Cercas


 Hace unos meses estaba en Buenos Aires cuando me sentí mal. Estaba en la habitación de mi hotel, solo; estaba anocheciendo; llovía. Pensé sin extrañeza que llevaba muchos años soñando con visitar aquella ciudad esplendorosa y arruinada y que, ahora que por fin podía disfrutarla, sólo se me ocurría echar de menos mi casa. Un poco deprimido, cogí un libro (los Carnets de Camus), me tumbé en la cama, más o menos leí: "En todo viaje, por anhelado y placentero que sea, siempre hay un mal momento, un momento en que uno desea no haber emprendido siquiera el viaje. Naturalmente, tendemos a pensar que ése es el peor momento del viaje; la realidad es que es el mejor, porque sólo gracias a él podemos sacar algo en limpio, podemos aprender algo del viaje".

Por supuesto, no tengo ni idea de lo que aprendí en aquel viaje a Buenos Aires, si es que aprendí algo; a lo mejor aprendí que las ciudades esplendorosas se arruinan con mucha más facilidad de la que las ciudades arruinadas se vuelven esplendorosas. No lo sé. Lo que sí sé es que siempre he sido bastante sedentario, y que muy pocas veces he viajado por placer, no porque me haya sentido obligado a hacerlo. Quién sabe si la responsable de esta incapacidad no es una devoción tan precoz como exagerada por Phileas Fogg, aquel flemático caballero inglés a quien Julio Verne obligó a dar la vuelta al mundo en ochenta días, cuando él se burlaba a menudo de la falta de imaginación de quienes necesitan visitar países exóticos para vivir aventuras: a él le bastaban su butacón del Reform Club y un buen libro para dar la vuelta al día en ochenta mundos, que era la aventura más intensa que conocía, porque consiste en recorrer países que no figuran en los mapas, en colonizar lo desconocido y aprender sus dialectos. Así lo entendía también Jean Cocteau, quien, harto de colonizar lo desconocido y de aprender sus dialectos, decidió repetir el itinerario desmesurado de Phileas Fogg para escribir su Vuelta al mundo en 80 días; no lo hizo, sin embargo, por afán de aventura, sino para descansar recorriendo por fin países que sí figuran en los mapas: "¿No es acaso de justicia", escribe Cocteau, "que me tome algún descanso, que recorra la tierra firme y suba, como todo el mundo, en trenes y barcos?". Más timorato o menos taxativo que Fogg y Cocteau -para quienes los viajes no eran quizá sino un sucedáneo de los libros-, yo no digo que no sirva de nada andar por ahí, incluso si nunca llega el mal momento, el momento en el que deseamos no haber salido nunca de casa; la experiencia demuestra que casi siempre se aprende algo, aunque casi nunca sea lo que se esperaba. La primera vez que visité Italia yo tenía 14 años y viajaba camuflado entre un equipo de peligrosos descerebrados adolescentes que jugaban al balonmano; estaba en mi ambiente. Visité Venecia, Florencia, Pisa; visité museos, monumentos, palacios. Durante años he mentido como un bellaco, pero ha llegado la hora de reconocer la verdad: el único recuerdo imborrable que conservo de aquel viaje no fue ninguna de las maravillas pictóricas y arquitectónicas que contemplamos, sino una bailarina a cuyo strip-tease inmortal sólo logré sobrevivir después de pasarme seis meses enfermo de amor.

Sí, ya sé que los antiguos decían que hay dos formas de hacerse sabio, y que una de ellas es leer libros y la otra viajar. Pero los viajeros de hoy aseguran que la frase ya no sirve, por lo menos en lo que a viajar se refiere: viajar, lo que se llama viajar, ya no viaja casi nadie, porque el turismo se ha convertido en el sucedáneo del viaje. La precisión ya es un lugar común, pero no por eso es menos pertinente: después de todo, el turismo siempre tiene un destino infalible, mientras que el viaje nunca se sabe muy bien adonde lleva; en consecuencia, el turista sólo conoce lo que ya ha visto, mientras que el viajero ve incluso lo que nadie conoce. De ser esto así, vivir es hacer turismo: nuestro multitudinario destino de mortales es idéntico. Quizá por eso nos fascina el viaje: porque es lo contrario de la vida y nos permite abrigar la ilusión de que, aunque allí al fondo siempre aguarde la dama de la guadaña, hay una manera de esquivarla.

Puede que sea falso, pero hay quien cuenta que, después de que Ava Gardner le hubiera enseñado en la cama dialectos inverosímiles, Luis Miguel Dominguín estaba vistiéndose ante el espejo cuando la actriz le preguntó adonde iba. "¿Cómo que adonde", contestó el torero, perplejo. "A contárselo a los amigos". Digan lo que digan los antiguos y Camus, es idiota viajar -o leer, o hacer turismo- para hacerse sabio: uno viaja para distraerse, para ser otro y aliviarse así de la fatiga insondable de ser quien se es, para esquivar ilusoriamente a la dama de la guadaña. Quizá uno viaja por lo mismo que vive: para contárselo a los amigos; es decir: para escribir este artículo. •


El Pais Semanal


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