domingo, 15 de diciembre de 2013

¡Uf! Por Javier Cercas


 Entiendo que en estos momentos estén ustedes desesperados. Entiendo que ahora mismo estén buscando afanosamente por su casa una pistola. Entiendo, incluso, que su desesperación les lleve a tomar la decisión brutal de no leer esta columna. Lo entiendo. Pero recapaciten: piensen que nunca en toda su vida se han comprado una pistola, razón por la cual no es probable que encuentren una en su casa; piensen que también es mi primera semana de trabajo y que, si nadie lee esta columna, los del periódico me echan; y piensen que, si se paran a reflexionar un momento, volver al trabajo es un alivio: lo duro fue marcharse de vacaciones.

No lo digo para consolarles: lo digo porque es verdad.
Me lo van a contar a mí. Como casi todos los hombres, yo también detesto la playa; como casi todas las mujeres, mi mujer la adora. Sin embargo, dado que la mitad de mis novias anteriores me abandonaron por esa discrepancia de gustos, durante los primeros años de matrimonio conseguí ocultarle el hecho a mi mujer. Cuando lo descubrió, me amenazó con separarse si no acudía al psicoanalista, convencida de que yo padecía un trauma infantil de niño rico (nunca fui un niño rico, por supuesto, pero eso también conseguí ocultárselo a mi mujer, porque la otra mitad de mis novias anteriores me abandonaron cuando descubrieron que yo no era el heredero de una inmensa fortuna). La visita al psicoanalista no sirvió para nada: en cuanto le conté que siempre había soñado con matar a mi madre y tirarme a mi padre, a él se le escapó la risa, de modo que no me quedó más remedio que dar por terminada la terapia. Así que, como tengo una personalidad muy fuerte, cada año veraneamos en la playa. El trayecto hasta el pueblo junto al mar suele ser muy grato, aunque siempre tomo la precaución de llevar en el coche un pastel de cumpleaños, en previsión de que fecha tan señalada me sorprenda en medio de un atasco. Luego, durante los dos primeros días en el pueblo, me desgañito proclamando ante quien quiera escucharlo mi felicidad por estar empezando por fin a disfrutar, en compañía de mi familia, de un mes de merecido descanso, pero al tercer día la realidad se impone: incapaz de pasarme todo el día sin hacer absolutamente nada, como si yo fuera un personaje de Bergman, la depresión me tumba en la cama en medio de horribles tormentos psicológicos, enfermo de culpa por no estar trabajando, por no saber pasarme el día sin hacer absolutamente nada, por no saber disfrutar de la compañía de la familia y por no saber disfrutar de un mes de merecido descanso. Pero la depresión pasa y todo se estabiliza. Es entonces cuando hay que afrontar el peligro. No me refiero a las insolaciones, ni a esos perritos tan simpáticos que siembran la arena de zurullos pestilentes, ni a la salmonelosis asesina que acecha debajo de cada ensaladilla, ni siquiera al suplicio de estar rodeado por todas partes de una maravillosa legión de tetas y culos desnudos, mientras uno suda tinta ungiendo que el espectáculo no le afecta en lo más mínimo y se retuerce las manos para no aplaudir. No: no me refiero a eso; me refiero a los verdaderos peligros. Por ejemplo: su hijo. Si le da la perra de que quiere montarse en una moto acuática y un joven de apariencia inofensiva se ofrece a darle un paseo en ella, por nada del mundo lo permita: el joven puede pertenecer a una banda de delincuentes que secuestra a niños, cruza con ellos el Mediterráneo y los vende como esclavos en cualquier playa del Peloponeso. Otro ejemplo: su mujer. Si le da por colocar su toalla cada mañana junto a la de un tipo de piel bronceada, musculatura de atleta, tanga ínfimo, sonrisa de anuncio y conversación de intelectual, prepárese: le veo durante el resto del año pasando los días de turbio en turbio, haciendo abdominales en el gimnasio y tomando rayos UVA, y las noches de claro en claro viendo Cuéntame qué te pasó y leyendo libros sobre la guerra civil para poder conversar luego con su mujer acerca de la alarmante falta de memoria histórica que aqueja a este país. Y, por favor, ni se les ocurra pensar que, si en vez de pasarlas en la playa, pasan sus vacaciones de viaje, o en la montaña, o simplemente en su casa, la cosa mejora. Ni hablar. ¿Se han preguntado alguna vez por qué razón, según todas las estadísticas, el momento en que más matrimonios se rompen y más violencia doméstica se da es precisamente durante las vacaciones?

Así que, si han logrado sobrevivir a éstas sin mayores estragos, regocíjense. La normalidad ha vuelto: vuelve el trabajo feliz, el trato a sus horas con la familia, las mujeres tranquilizadoramente vestidas, el odio reconfortante a los colegas; vuelve, en fin, la nunca bien ponderada rutina de siempre. Insisto: no lo digo por consolarles. Pero tampoco se lo vayan a tomar a la tremenda: si en el curso del año les ataca en algún momento el pánico a las próximas vacaciones, ni se les ocurra comprar una pistola. Recuerden que los domingos tienen que seguir leyendo esta columna.

El Pais Semanal nº1406 Domingo 7 de septiembre de 2003

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