sábado, 16 de junio de 2012

DIARIO ACCIDENTAL DE UN DIRECTOR ASESINADO







Habíamos perdido un xilófono en la aduana de Madrid y un músico histérico rondaba por las oficinas, explicando a todos los que querían oír, que no eran muchos, una teoría estética profunda; teníamos una rotura en la red de cañerias de los bares que daban al rio Piles, una secretaria estaba histérica porque en nuestras oficinas nadie respetaba las reglas del papel reciclado; un escritor inglés cancelaba en el último minuto porque su esposa había sufrido un ataque cardíaco, y teníamos una mesa redonda volando, un periodista danés se quejaba de nuestro reumático fax, el tendido eléctrico tenía una baja de tensión en la zona final y una cosa llamada "tronco" funcionaba a medias, con lo cual el feriante propietario quería meterle un navajazo a alguien. Revisé las notas en la agenda. Tenía tres entrevistas con periodistas franceses y un académico griego y había logrado comprometerme para la comida con tres grupos diferentes. Un largo entrenamiento en el don de la ubicuidad me permitía sortear el asunto comiendo sopa con unos, truchas con otros y arroz con leche con los terceros si lograba sentarlos en el mismo restaurante, piso por medio.

Bostecé queriendo comerme la atmósfera húmeda de Gijón, que entraba en la oficina.



-Señor director, ¿ya habló usted con el satélite?- me preguntó una dulce anciana propietaria de un puesto de algodón de azucar. Las apariencias engañaban. La dulce ancianita había tratado de sacarle los ojos al dueño de una churrería por cuestión de ubicación en el recinto. Lo del satélite era una historia mejor aún. Una vez se me ocurrió comentar en voz alta que para tener pronósticos del tiempo con 72 horas me comunicaba con Heathrow. La leyenda de que hablaba con "el satélite" comenzó a circular entre el personal. Lo que me inquietaba últimamente es que algunos pensaban que hablaba con "el satélite" para decirles qué tiempo queríamos, no para preguntarlo.

- Tendremos cielo cubierto, pero sin lluvia, según el satélite- dije muy serio-. Lo mejor, para que nadie vaya a la playa y todos vengan pa´acá.

La anciana confirmó la sabiduría de mis augurios y me besó.

Son los momentos en los que no cambiaría nada en el mundo por dirigir un festival tan loco como éste. Bonilla, mi asistente personal, de fiera clava, bigote y apariencia stanilista me recordó que teníamos que preparar la operación de pintada de un mural con un centenar de niños saharauis para la tarde. Y como quien no quiere la cosa, dijo:

- Tienes en la puerta esperándote 50 negros, coño.

Bonilla es lo más lejano a lo políticamente correcto que hay sobre el planeta, de tal manera que los 50 negros podrían ser los delegados del sindicato metalúrgico de Mieres que querían hacer algún acto reivindicativo en la Semana Negra, mis amigos comiqueros argentinos, o un grupo de baile folclórico andaluz, lo mismo daba.

-Jefe, ¿tú francés?

-No, colega, yo mexicano.

-Hablar francés.

- No, hablar español, italiano, o inglés, francés, no.

-Nosotros, Senegal, un metro.

Parecía claro que no quería comparar su estatura con mi metro sesenta y ocho, sino que querían un metro para cada uno en el recinto para vender artesanías. Pero el espacio del festival estaba saturado y teníamos una invasión de vendedores ilegales venidos de medio planeta. Los miré y me miraban. Si les decía que no, no iba a poder mirarme en el espejo los restantes dias de mi vida. Si les decía que sí, fomentaba la entrada de vendedores ilegales, los del mercadillo de artesanías de 200 metros me iban a matar, la policía nacional me iba a linchar por fomentar la presencia de extranjeros ilegales en el festival, había que encontrar una forma de cubrir la zona por si llovía a pesar de mis relaciones con el satélite...

- Vale, un metro para cada uno. ¿Donde?- me pregunté a mi mismo.

Y comenzaron a hablar al mismo tiempo, señalando al rio, la puerta de nuestras oficinas, la carpa de los encuentros literarios, el puente que teníamos que mantener despejado para permitir el flujo de las multitudes- Tras dos horas de árduas negociaciones pacté cederles un centenar de metros al otro lado del río. Eso era el principio de la historia. A lo largo de las primeras horas de la tarde comenzaron a aparecer vendedores de globos gitanos, grupos de música folk andina y un vendedor de gominolas que quería colocar su tenderete frente a una de nuestras mejores exposiciones de fotoperiodismo. Los 50 metros de los senegaleses se habían convertido en 200, y cantaban mientras levantaban tenderetes, aparecían estatuas de jirafas talladas en madera y mujeres vestidas con colores verdes y rosas brillantes. El rumor de que el director del festival era "pan comido" corría por el ambiente.

II

La charla de Jerome Charyn había sido brillante, había deslizado la idea de que sólo la novela negra podría encontrar la clave de las ciudades múltiples que se sobreponen en clave de violencia al final del milenio. Salía frotándome las manos de la carpa del encuentro cuando el director del teatro me tomó del brazo, arrastró y dijo:

-Te toca morirte.


III

El francotirador colocado en lo alto del puente disparó. Aparecieron actores vestidos de policias que contestaron el fuego, sonó un segundo disparo, me llevé la mano al pecho y un condón lleno de sangre de pollo saltó manchando la camisa, me dejé caer al suelo.

Alguien, sin ningún respeto por las jerarquías me enchufó en las narices una máscara de oxigeno, y alguien con menos respeto aún estuvo a punto de hacerme vomitar una fabada con un masaje al corazón. Curiosamente, el absurdo de la situación, la distancia de los ojos cerrados, el pegoste de sangre de pollo circulando por la camisa, los gritos, me producen una situación de distanciamiento.

Y de repente la muerte estaba allí, no un juego, nada de teatro, la sensación de que ibas, de que se había acabado el paso por la tierra, de que uno se muere así, a lo tonto.

Los camilleros empujaban a velocidad fórmula uno entre la multitud y a través de los ojos cerrados adivinaba las caras entre sorprendidas, complices, asustadas o gozosas del personal.

Depositaron la camilla al lado de la ambulancia y por el rabillo del ojo contemplé el circulo de miradas bloqueadas por camilleros y actores. El senegalés, salido de la nada, me susurró al oido:

-Jefe, si das metro más...

Sonrío discretamente, el muerto vuelve a la vida.

-Mamá, el muerto se está riendo, no se vale- dice un niño. 


Texto: Paco Ignacio Taibo II Ilustración: Javier Olivares

El Pais 10 de julio de 1998

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