jueves, 7 de junio de 2012

Borges en acción (Un homenaje narrativo) por Carlos Fuentes



Regreso a menudo a un barrio de la ciudad de México donde existe una avenida que parece seguir las curvas de una vieja pista de carreras, ahora un jardín de senderos que se bifurcan y que, desde mi infancia, ha sido el más misterioso parque de la ciudad: el parque de la colonia Hi­pódromo, un jardín circular de anchos paseos donde aún se pueden escuchar los rumores de cascos fantasmales, pero también los de pies leja­nos que se apresuran sobre caminos húmedos y sombríos que parecen conducir de un apartado lugar a otro.

Acaso ésta sea una sensación nutrida por el re­cuerdo de la migración europea a las habitaciones deterioradamente elegantes de la colonia Hipó­dromo, hacinadas en estilos que van de la belle époque parisiense al art nouveau barcelonés, a los cuarentas humphreybogart, a Las Vegas contempo­ráneo.

Muchos fugitivos judíos de la Europa hitleria­na que vinieron a México se instalaron primero en esta parte de la ciudad (más tarde volvieron a emigrar, a Polanco). El cosmopolitismo un tanto estropeado del barrio es acentuado por un café Viena donde se puede (o se podía) consumir sa­cher torte y café con schlag. Hay muchos delica­tessen kosher, cervecerías alemanas y una libre­ría internacional donde se puede (o se podía) leer el último número de Die Zeit o comprar una edición de bolsillo de Einaudi con un título de Italo Calvino o, si fuese necesario, de Italo Svevo.

El antiguo hipódromo ha sido anexado por una avenida circular y sinuosa: Amsterdam, llena de árboles viejos y hermosos que parecen sobrevivir al pernicioso asalto del smog, como si hubiesen sido pintados en un paisaje holandés, y residen­cias pequeñas y apretadas las unas contra las otras, como si se abrazaran para no caer de cabe­za a un inexistente canal.

Fue allí, caminando del café a la librería hace unos años, donde vi por primera vez al ciego. Lo vi: caminaba ayudándose con un bastón blanco, y esto, por supuesto, lo delató, ya que su paso no podía ser más seguro. Salió de la librería y señaló en una cierta dirección con el bastón. Miré sus ojos. Me mesmerizaron: este hombre, literalmen­te, parecía estar mirando hacia adentro de sí, como si esto fuese lo único importante en materia de vista, y mirar hacia afuera, un asunto totalmen­te frívolo. Sus ojos me asustaron debido a su pro­fundidad interior, y sin embargo eran ojos ama­bles debido a su abandono inocente en una calle citadina.

No pude impedirme. Le seguí, seguí su cabeza descubierta y su melena blanca agitada por los vientos aztecas, donde los huesos pulverizados de Moctezuma y Cortés forman parte de nuestro coti­diano asma nacional. Pero cuando el ciego entró en la avenida de Amsterdam no pude evitar el sen­timiento de que algo más allá de la vista —interna o externa— lo conducía hacia su lugar de cita. Ha­bía un temblor creciente en sus manos y su cabe­llera se movía con algo más que el simple movi­miento. Empecé a sentir un frío intempestivo, de­seé una bufanda y el ciego se levantó las solapas.

Un niño que no tendría más de 10 años dormía junto a un árbol en el camellón de la avenida. Vi que el viejo se dirigía rectamente a él. Era uno de los niños infinitamente tristes que uno encuentra durmiendo o llorando en las calles de México; su destino es crecer y tragar fuego en intersecciones concurridas durante la perpetua rush hour urbana a cambio de unas cuantas monedas.

Me interpuse entre el viejo ciego y el niño dor­mido.

Él se detuvo. Pero no me vio; estoy seguro de ello.

Husmeó, sintió, gruñó como una dócil bestia. Entonces cambió de rumbo y el niño continuó durmiendo.

El ciego caminó de prisa hasta detenerse frente a una pequeña casa de estuco, pero en el estilo ho­landés, con altos techos de dos aguas y celosías de madera cerradas firmemente sobre los emploma­dos de las ventanas.

El minucioso arquitecto holandés de esta casita a lo Hansel y Gretel había tallado, por supuesto, dos corazones en la madera y ahora vi al viejo acercarse a ellos como si pudiese ver dentro de la casa, como podía ver (de ello estoy cierto) dentro de sí mismo. Iba a darle la espalda; si no estaba ciego, era un hombre ordinario, un voyeur quizá, paseándose con un bastón blanco para disfrazar su vicio.

Entonces el viejo extendió un brazo hacia mí. Seguramente había escuchado mis pasos, como suele suceder con los ciegos, porque al detenerme me dijo:

—No, no se detenga, venga y ayúdeme. Dígame qué cosa ve. Por favor.

¿Cómo iba a rechazar su súplica? Como lo dije ya, el hombre parecía sumamente inocente, aun pueril, mirando ciegamente al mundo, y sólo peli­groso —cuán peligroso, me faltaba descubrirlo aún— cuando miraba dentro de sí. Me necesitaba a mi para mirar más allá de esos corazones holan­deses y decirle, un poco en contra de mi voluntad, que había allí una chimenea encendida —¿estába­mos en la ciudad de México en mayo?— y luego, y luego, un gran sillón, una poltrona vieja, ¿quién está sentado allí?, alguien que nos da la espalda, le dije al ciego; no, ahora muestra una mano, una mano pálida y huesuda, hay un libro en esa mano, un pequeño volumen empastado, un libro que ¡lo ha arrojado al fuego!, exclamé.

El ciego se convirtió en una verdadera furia al escuchar esto: me tomó de las solapas, casi me ahogó, gritó: "No le permita hacer eso, no le per­mita quemar el libro, quemará al mundo, nos que­mará a mí y a usted también, nos matará", gritó con una agonía tal que me obligó a golpear con fuerza contra la puerta de la casa, sólo para en­contrarme con que la puerta se abría, crujiendo débilmente al sentir el peso de mis puños.

Había un pequeño vestíbulo, oloroso a moho y paraguas olvidados, luego la sala, luego mi mano rescatando el volumen y el ciego detrás de mí, sin aliento, murmurando palabras antiguas que yo no podía entender, y frente a nosotros, asombrado, sentado en su poltrona y envuelto en sus ropas eclesiásticas de terciopelo intensamente rojo, su cabeza cubierta por un casquete con dos orejas de tela colgando como las de un perro basset, un hombre de facciones infinitamente delicadas, su larga y delgada nariz, sus labios rectos y descarna­dos, su profunda mirada, a la vez alegre, desilusio­nada, asombrada, clemente, mirándonos con fije­za, y sus palabras:
Cierren la puerta, por favor. Detesto las co­rrientes de aire.
Pero el ciego no le hizo caso; se abalanzó sobre mis manos oliendo las páginas quemadas. Tocó el libro rescatado, tocó sus márgenes ligeramente chamuscados y se volvió contra el elegante caba­llero sentado frente al fuego.
¡Necio! ¿Por qué hiciste esto?
Míralo por ti mismo —contestó nuestro invo­luntario anfitrión—. El libro está en blanco. Es un libro ciego, ¿qué, no ves? No hay palabras en él. ¿Es tan sólo un hermoso cuaderno de dibujo? Yo no soy un dibujante. Bastantes retratos me han hecho. ¿Podría acaso competir con Holbein en di­bujarme a mí mismo o en dibujarte a ti?
Nos miró sin respeto, detestándonos irónica­mente.
Pero ¿por qué destruir el libro? —dije impul­sivamente.
Porque, mi amigo, yo creo que toda la sabidu­ría del mundo está contenida en 32 volúmenes —contestó el hombre delgado y espiritual—. Cuando se viaja tanto como yo, de mi Rotterdam nativo a Basilea, a Roma, a París, a Hertfordshire, es preciso ser muy selectivo por lo que hace a lectu­ras. Yo he refinado mis apetitos literarios hasta limitarlos a 32 volúmenes. No existe nada más que valga la pena saber. ¿Para qué viajar con exceso de equipaje? ¿Cuál es el uso de un libro vacío, un libro de páginas en blanco, sin escritura alguna, invisible?
El viejo, simplemente, hojeó con tristeza el vo­lumen quemado. Pero, al hacerlo, el libro, por un momento, pareció agarrar fuego otra vez. No: simplemente, milagrosamente, lo que ocurrió es que, al correr el aire por esas páginas, aparecieronpalabras en una de ellas, la primera página. Y esas palabras eran un título. El ciego dijo en voz alta, deteniéndose en esa página inicial: El Aleph.
Y procedió a contarnos la siguiente historia, mientras el caballero vestido a la usanza del siglo XVI acercaba sus manos temblorosas al fuego y yo empecé a sentirme tan frío como él:
"Hace muchos años Buenos Aires se estaba de­rritiendo en el calor del verano cuando yo visité una casa a la cual me ataban ciertas razones. Aho­ra la ocupaba un conocido mío, Carlos Argentino Daneri, que se llamaba a sí mismo poeta. Su auda­cia era tal que llegó a blasonar su primer volumen de versos con una fajilla que proclamaba Daneri, rival de Borges. Dejen que les diga: no creo que yo publique jamás un libro que diga Borges, rival de Daneri. Esto servirá para indicarles con qué falta de simpatía personal llegué a la casa de la calle de Garay; pero, también, qué poderosas eran mis ra­zones personales para ir allí a pesar de quien ac­tualmente ocupaba la casa".
"Carlos Argentino Daneri, como la mayoría de los latinoamericanos, pudo ser Colón o Quijote. Quijote descubre mundos nuevos. Colón los descri­be. Apenas hube entrado a la casa de Garay por razones totalmente ajenas a su desagradable pre­sencia, que Daneri, mi putativo rival literario, me asaltó con una descripción del poema en el que trabajaba. No pasó más de un minuto sin que yo me diera cuenta de que este hombre no era un poeta, sino un agrimensor; estaba enamorado del espacio, simplemente porque abundaba; el espa­cio, para él, era exacto, milimétrico y realista".
"Daneri se proponía versificar toda la redondez del planeta: en 1941, cuando lo visité, ya había despachado unas hectáreas del Estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las princi­pales casas de comercio de la parroquia de la Con­cepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Al­vear en la calle del Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no le­jos del acreditado acuario de Brighton".
"No pude soportar esto; aún mi pasión por en­trar a la casa de la calle de Garay, mi memoria de la mujer que allí murió una candente mañana de fe­brero (recordad, mis amigos del Norte, que el vera­no austral sucede durante vuestros meses de invier­no) después de una imperiosa agonía que no se re­bajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo. Esta memoria mía no podía tolerar el asalto de Daneri a la inteligencia literaria: ¡de manera que éste era mi rival, no sólo en cuestión literaria, sino también, quién sabe (los caminos de la carne son tan misteriosos como los caminos del Señor), para obtener el afecto de su prima hermana, ah cousin, cousine, carnes contiguas, ah tentación, tentación, tu nombre es incesto, ah, también los imaginé uni­dos en la carne en tanto que yo sólo había sido su platónico, solitario pretendiente!: hui, dando un portazo contra la nariz de Daneri, quien me imagi­nó consumido por la envidia literaria ante sus mi­nuciosas descripciones del hinterland australiano (¡qué redundancia!) y de sus ridículas sustituciones de azules por azulinos, azulencos y hasta azulillos —bah, qué más daba, que pensara lo que quisie­ra—. Hui de la casa de Garay citándome en silen­cio a Hamlet: 'Oh Dios, podría estar encerrado en una nuez y considerarme rey del infinito espacio".
"Un rey del infinito espacio: Beatriz Viterbo, mi solitario amor, había muerto en 1929; para 1941, su primo estaba describiendo una refinería mexi­cana como si fuera la torre proustiana de Martin­ville; pero pocos días después, el propio Carlos Argentino, más ansioso que enojado, me telefo­nea: iba a perder su casa —isu casa, la casa de Beatriz, el pícaro se atrevió a llamarla suya, suya, zuya, quizá zuya!—, ¡la vieja casa iba a ser demoli­da por sus vecinos y propietarios, Zunino y Zun­gri, para ampliar una confitería".

"Debo admitir que compartí su angustia. Bea­triz había muerto: ahora ambos íbamos a perder el espacio donde una vez Beatriz se sentó, con un pequinés en el regazo, sonriendo, la mano en el mentón... Pero el temible Daneri no estaba pen­sando en la prima Beatriz: temía perder algo, dijo con su voz agitada, el aleph en el sótano, debajo del comedor, lo descubrió allí de niño, era suyo, suyo, zuyo, no podía terminar sin él su poema: era el lugar donde están, sin confundirse, todos los lu­gares del orbe, vistos desde todos los ángulos...".
"Colgué y corrí a ver al enloquecido Daneri. Su locura me llenó de maligna felicidad, pero en ella reconocí, por contraste, lo que buscaba: la prima Beatriz era una mujer, una niña, de una clarivi­dencia casi implacable, pero había en ella negli­gencias, distracciones, desdenes y verdaderas crueldades. Tenía la locura del genio y del dolor; su primo, solamente la locura de la vanidad y la orgullosa estupidez. Podía sentir desprecio hacia la locura de él y amor hacia la locura de ella, pero lo que me hizo correr a su casa —está bien, suya, zuya, zí— fue el presentimiento de que el lugar de encuentro de la locura y de este extravagante aleph, este lugar de todos los lugares, se llamaba la muerte y que de ella se encontraba excluido el idiota Daneri porque, eterno adolescente, creía que jamás moriría, en tanto que ella, ella estaba muerta, de tal suerte que ella podía estar, debía estar, en un lugar donde él no la pudiese ver, pero yo, que la amaba, sí".
"Yo podría verla porque yo la amaba".
"Me apresuro. Daneri me recibió después de hacerme esperar un largo rato en la sala, me con­dujo al sótano, tomó una bolsa de lona y la acomo­dó a guisa de almohada, me ordenó que me recos­tara en un sitio preciso y a oscuras y así vería al aleph. Pero si no lo veía, me dijo, mi incapacidad no invalidaría su experiencia, lo cual, por cierto, él había traspuesto a su épico poema descriptivo de la tierra. Pero añadió con burla que desde allí yo podría 'entablar un diálogo con todas las imáge­nes de Beatriz".
"De manera que me había visto mientras espe­raba en la sala a que me recibiera. Me había visto besando el retrato de Beatriz en la sala, murmu­rando palabras imbéciles de amor, 'Beatriz, Bea­triz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges...".
"Ahora yo estaba solo, en la oscuridad, frente a una ceguera llamada el aleph y temiendo que Da­neri, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme apenas concluyese esa comedia. Había caído en su trampa, había, ha­bía... Había encontrado mi propia desesperación como escritor. Vi el aleph. Pero lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que puedo transcribir es sucesivo, porque el lenguaje lo es. Vi un diámetro de dos a tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño, cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas... Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las mu­chedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmedia­tos escrutándose en mí como en un espejo...; vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua...; vi todas las hormigas que hay en la tie­rra...; vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, preci­sas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argenti­no...; vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo; vi la circulación de mi oscura sangre...".
"Me detuve. No la vi a ella como la recordaba. Me levanté. Carlos Argentino me esperaba en lo alto de la escalera. Ansioso, me preguntó: `¿Lo vis­te todo bien?'. 'No', le contesté. 'No. No vi nada'. De manera que él no estaba loco. De manera que él no era admirable. De manera que él no me mató. De manera que él la había poseído y yo no".
"Salí de la casa, y sólo entonces, en la calle, vi lo que el aleph me negó: la imagen espectral —pues no pudo ser cierta, sino apenas la reverberación de mis ojos deslumbrados en la noche ardiente—de una mujer alta, frágil, muy ligeramente inclina­da; había en su andar una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis...".
El narrador invidente se detuvo un instante y luego añadió:
"Había visto cuanto negaba los laboriosos es­fuerzos de Daneri y viéndolo entendí que también él, estúpido como era, era un escritor que debía confrontar las estaciones del descontento tratan­do de arrancar el lenguaje del orden de la sucesión para trasladarlo al orden de la simultaneidad, donde es posible contemplar la propia creación como una pintura. Pero Daneri no sabía cómo aplicar esto a su propia escritura de libro de teléfo­no, alfabética, consultable como las páginas ama­rillas y, como ellas, ilegibles".
"Así que regresé a casa con tristeza, pero deci­dido a derivar la lección del aleph".
"Aquí está. Siempre la traigo conmigo, pues es mi propia Biblia. Es una sencilla taxinomia: una clasificación que es una selección, que es una re­presentación. Carlos Argentino fue derrotado por el espacio. Yo quería derrotar el espacio. De ma­nera que escribí: 'En las remotas páginas de cierta enciclopedia china está escrito que los animales se dividen en: a) pertenecientes al emperador; b) em­balsamados; e) amaestrados; d) lechones; e) sire­nas; j) fabulosos; g) perros sueltos; h) incluidos en esta clasificación; i) que se agitan como locos; j) innumerables; k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello; 1) etcétera; m) que acaban de romper el jarrón; n) que de lejos parecen moscas".
Mientras el ciego que llamaba al narrador de su historia Borges siguió su enumeración, o, p, q, etcé­tera, yo, que en él había fijado mi mirada, me pre­guntaba dónde terminaría, e incluso si terminaría del todo, como si la enfermedad de Carlos Argen­tino lo hubiese contagiado: la manía por la exten­sión disfrazada ahora de enumeración.
No había observado lo que el hombre del cas­quete me pidió ahora que notara en el hogar en­cendido frente a él. Cambié mi mirada hipnótica del ciego que tan patéticamente evocaba el acto de ver al mundo al hombre sereno que tiraba de mi saco y, sin decir palabra, me pedía mirar hacia la chimenea. De nuevo se formaban letras en el fue­go, una U, luego una Q, seguida de una B, ahora de una A y finalmente de una R, UQBAR; éste fue el nombre que pasó luminoso por la punta de las llamas, UQBAR, UQBAR, cuando el lector, re­pentinamente, cesó su enumeración y dijo:
—El espacio no es sino un signo que nos remite a un significado y un significado que nos vuelve a remitir a un signo: la Tierra y el Aleph. Una vez que esta significancia ha sido entendida en toda su in-significancia, el escritor permite que florezca una orquídea envenenada entre la tierra y el aleph: la historia personal de Beatriz Viterbo. Y la histo­ria es tiempo.
Permaneció callado durante un momento y lue­go dijo:
—Hemos dejado al mundo atrás.
Ello ocurrió cuando el hombre vestido de rojo tomó mi mano y las paredes que nos rodeaban de­saparecieron, y el ciego junto con ellas, quedando sólo el cotorro viejo holandés y yo tomados de las manos y rodeados por un nombre que también se había vuelto invisible, UQBAR, un nombre en busca de un espacio.
El caballero sereno, a quien yo empezaba a ver como un sereno loco, sacó su propio librito de en­tre sus ropajes —él y yo, ustedes me entienden, suspendidos allí, en un mundo de vidrio, sin fron­teras— y capturó la palabra invisible UQBAR en su libro. Miré de reojo el título en el lomo: Moriae encomium. Pero las páginas del libro estaban tan vacías como las del volumen que este mismo hom­bre quiso quemar y que el ciego me instó 1 salvar: El elogio de la locura. Ese título encontró el espacio de un libro y alrededor de nosotros comenzó a crecer un paisaje, como si éste pudiese ser un nue­vo espacio naciendo poco a poco para reemplazar los íntimos insomnios de piedra del aleph, para re­emplazar el nombre UQBAR movedizo como el humo dentro de las páginas del Elogio de la locura.
Mas qué íbamos a pensar este loco sereno y yo —les pregunto humildemente esta noche— de un lugar que latía como una bomba de tiempo, pues nada más podíamos escuchar aquí, nada se veía, nada se olía, sólo se escuchaba el tic toc y nada —nada— como origen del sonido.
Y sin embargo, mientras mirábamos sobrecogi­dos por la sensación de flotar en el puro vacío, an­clados sólo en las medidas del sonido, las cosas empezaron a existir, las cosas empezaron a ser.
El hombre a mi lado comenzó a temblar violen­tamente, luego quiso besarme en los labios; yo di un paso atrás (¿hacia dónde?, no había de qué agarrarse) con una mueca de asco heterosexual y comprensivo temor a la mononucleosis; quizá este hombre se imaginaba en Inglaterra, pues en ver­dad decía:
No, no, no me juzgue mal; mi primer entu­siasmo, sabe usted, fue Inglaterra, ir de Holanda a Inglaterra: viajar, siempre viajé mucho, pero sólo en Inglaterra mi entusiasmo de estar allí era salu­dado con besos. Los ingleses te saludan con besos, te dicen adiós con besos, todo allí está lleno de besos: bienvenido, besitos Erasmo, adiós, besitos Erasmo, kiss-kiss ... Pero ahora estamos llegando, mi amigo, a un país, un país está apareciendo... ¡Mire!
Lo dijo como si en verdad un mundo estuviese naciendo, respondiendo a la frase de partida, bas­tante intimidante, del ciego:
Hemos dejado al mundo atrás.
Pero yo no podía ver de nuevo al mundo. Miré al hombre llamado Erasmo, quien a su vez miraba fijamente al vacío; pero al hacerlo, un objeto, y luego otro, aparecieron: primero una cazuela gi­gantesca, y acto seguido un par de zapatillas gas­tadas; luego un medallón con el rostro de una mu­jer y, poco a poco, los contornos de un muro, pero sólo el objeto, ven ustedes, el objeto solo, pero no el espacio que debió rodearlo y sostenerlo.
Yo hice lo mismo, pero nada ocurrió. Yo no te­nía el poder de invocar mágicamente, mirando el espacio, objetos salidos de la nada. Derrotado por mi incompetencia, me dejé caer en una especie de memoria reconfortante: recordé. Recordé una mu­ñeca china llamada Li Po que mi tía soltera llama­da Mila había tenido siempre encima de un almo­hadón de su cama en la vieja casa familiar de Ve­racruz: y al recordar esto, Li Po, la muñeca china, reapareció de nuevo en su cama, rodeada de enor­mes cojines afestonados con listones azules y fun­das de crochet; yo había recordado y le pregunté a mi compañero en el valle del mundo de Uqbar, que desaparecía velozmente:
Dime la verdad: ¿sólo estás recordando estas cosas?
Me miró sin sorpresa y me contestó: sí, sólo es­toy recordando.
Lo demás era sólo ese latir omnipresente que ahora, mientras él y yo recordábamos ciertos ob­jetos, comenzó a describir movimientos visibles, tictoc, movimientos circulares inseguros de sí mis­mos y disparándose en espirales, boomboom, un pulso del instante, pero también un jalón peor que el de la gravedad hacia un punto de retorno, una vasta puerta invisible abriéndose sobre un tiempo pasado que nos decía, por su propia fuerza de atracción, que también podíamos forzar una aper­tura sobre el tiempo futuro, bang whimper, whimper bang.
El tiempo era una aduana invisible, construida en el centro del presente.
El hombre Erasmo hojeó velozmente su libro: ahora las letras estaban todas allí, de vuelta en el libro, pero eran ilegibles porque estaban yuxta­puestas, capas de escritura descansando sobre ca­pas precedentes, un palimsesto que parecía crecer de la misma manera que crece el tiempo: recor­dando y deseando.
Las cosas que veíamos sólo estaban allí porque las recordábamos, ni siquiera porque las deseába­mos. Pero el ojo de Erasmo se posó en una pala­bra dentro de esa jungla de palabras de su fabrica­ción: su escritura más todas las lecturas a las que su escritura había sido sometida, reunidas todas al cabo en una sola palabra, y la señaló con un dedo solitario y la dijo en voz alta: TLON, T/L/O/ N. Me aseguró que él nunca había escrito o leído esa palabra antes, nunca, y permaneció sin hablar durante un tiempo que a mí me pareció muy largo.
Simplemente estamos duplicando las cosas —dijo al cabo—. La única cosa nueva en este libro es el nombre del tiempo desde el cual estamos mi­rando el otro lugar, UQBAR. Esto debe ser TLON, porque estamos buscando a UQBAR, que no tiene espacio, desde otro país que tampoco lo tiene. Pero mira alrededor: no hay espacio aquí, pero sí hay todo lo que hace posible al espacio: una realidad temporal y puramente serial. El espa­cio no existe en el tiempo puro, donde estamos no­sotros, mi amigo. Pero los objetos del espacio sí existen, porque los mantiene la memoria, que es un hecho temporal.
Todo esto me pareció muy interesante y yo ha­bría aceptado la teoría con la cual Erasmo racio­nalizaba nuestra situación si en ese momento cada objeto en este tiempo (de acuerdo: el tiempo sin espacio que decidimos llamar TLON) no se hubiese convertido en tres cosas, cada cosa otras tres, me entienden, ante nuestra propia vista, cuando el ciego pasó enfrente de nosotros, apresu­rado, como el conejo de Alicia, y nosotros lo se­guimos con idéntica premura, dejando de lado una nevisca y una lluvia de rosas y un río caliente y un bosque desnudo hasta entrar en una biblioteca, sí, una biblioteca que simplemente era un espejo, o un espejo, quizá, que parecía una biblioteca y en esta conjunción de ambos —espejo y biblioteca—vimos los dos mundos precedentes, UQBAR y TLON, reproducidos constantemente mediante imágenes y palabras en un diálogo silencioso.
Bienvenidos. Han llegado a Orbis Tertius —murmuró el ciego con un gesto inseguro de la mano, como si hojease las páginas de un libro en el aire—. Desde aquí pueden ustedes ver lo que no pudieron ver mientras estaban allí.
Esto, sencillamente, no era cierto: no vimos nada. Pero entendimos que Orbis Tertius no era, por este motivo, TLON o UQBAR: simplemente, los escondía.
Esto es lo que el ciego no sabía, pero nosotros sí. Y si esto era cierto, entonces UQBAR también escondía a TLON y Orbis Tertius, y TLON escon­día a Orbis Tertius y a UQBAR. ¿Cómo pudo esca­par este hecho a la atención del poeta ciego? Eras­mo se lo explicó metódicamente y el invidente le contestó:
Tienes razón. Pero en los otros dos países na­die pensó en unir un espejo y una biblioteca, de tal manera que sólo desde aquí podemos percibir la existencia reproductiva de los otros dos mundos mediante las imágenes y las palabras.
Nos ofreció un té sumamente débil, destilado de viejas hojas de libros y calentado tibiamente con el vapor moribundo de los reflejos de la luna sobre un vidrio mientras nos hablaba de tierras involu­cradas, tierras mutuamente imbricadas, nuevos mundos que podrían existir tanto en el tiempo como en el lenguaje, aunque no en el espacio. Estos Mundos Nuevos sólo pueden ser mantenidos me­diante la forma original de la imaginación, o sea, el mito. Sólo el mito, nos aseguró, permite la circula­ción verbal y temporal de los mundos involucra­dos, pues estos mundos —su voz se volvió más pálida que el té a medida que se alejaba nueva­mente de nosotros hacia un jardín detrás de la bi­blioteca-espejo— nunca nos dicen su nombre ver­dadero, de la misma manera que este jardín —el ciego desapareció en una oscuridad impenetrable— no es exactamente lo que parece ser...
—¡Esto ya lo sé! —exclamó con cierto enojo Erasmo cuando el ciego desapareció—. Vaya, si yo prácticamente inventé la teoría de la ilusión de las apariencias. Estaba tan preocupado en descu­brir la ironía detrás de los dogmas de la fe o de la razón: todo debía ser dual, varios, diferente, y ahora llega este advenedizo y...
En su irritación, Erasmo estaba hojeando de nuevo su volumen del Elogio de la locura, un volu­men de tacto lujoso, con su empastado de cabriti­llo y su impresión pesada, casi en relieve, como si el latín, ahora, sólo pudiese ser tocado para ser leído, como el sistema Braille para los ciegos: en­tonces sus ojos estaban llenos, ya no de maravilla, sino de irritación al ver que, una vez más, las pági­nas de su libro aparecieron vacías, totalmente blancas, sin la cicatriz siquiera de una letra ante­rior, mientras hojeaba las páginas rápidamente, como si fuesen barajas.
Estábamos en el centro de un jardín. Habíamos seguido los pasos del ciego, sin sentirlo o sin que­rerlo, mientras conversábamos. Era un jardín de senderos que se bifurcan: un verdadero laberinto.
¿Qué se puede hacer en un laberinto? Permane­cer inmóvil o tratar de salir. No sabíamos qué ha­cer. Inicié un poco de conversación plana, como, oiga, don Erasmo, ¿estoy en lo correcto al deducir que esa triple tierra que acabamos de abandonar es imposible en el espacio pero más que posible en el tiempo y el lenguaje?
¿Cuáles tres tierras?, preguntó Erasmo, girando sobre sus talones, irritado por nuestra falta de orientación. Yo no podía contestarle porque yo tampoco podía recordar ya. Había olvidado. Hice un esfuerzo. Antes de... antes del... nosotros... él y yo... un fuego en el sótano... una mujer inclina­da, elegante... ¿muerta, de verdad?... huesos, una fotografía... No, desde luego estábamos perdidos en el jardín de los senderos que se bifurcan y aquí es donde nuestra historia empezó.
Antes no había ocurrido nada, reí nerviosamen­te y el orgulloso Erasmo se encogió de hombros: nada. Esta idea nos aterró y corrimos a lo largo del espacio del laberinto, mientras que las páginas de otro libro, éste escrito en caracteres chinos, ya­cían como hojas muertas a nuestros pies, en ver­dad como las pistas de la búsqueda de tesoros de nuestra infancia, y Erasmo y yo nos apresuramos a encontrar la salida del laberinto de cercos y ro­sales, más opresivos porque el cielo de Magritte, sin nubes, abría sus ventanas muy arriba de nues­tras cabezas, que si hubiésemos sido capturados en las mazmorras circulares de un grabado del Pi­ranesi.
En los rincones abruptos del laberinto, debo de­cir ahora, pudimos distinguir escenas bien conoci­das de la historia del Nuevo Mundo: Colón de­sembarca, Vespucio nombra, Cortés conquista, Pizarro asesina, Almagro mina el desierto, Bolívar ara el mar, Moctezuma lapidado, Las Casas de­nuncia, Atahualpa muere, Tupac Amaru se rebela, Aleijadinho esculpe, sor Juana escribe, todo lo vi­mos, y todo nos vio, escudriñándonos desde monstruosas flores con rostros, á la Cocteau, has­ta regresar a la escena original, Colón desembarca dentro de la cápsula espinosa de una rosa y yo miré, deteniéndome, jadeando, a Erasmo, como si quisiera recriminarle a él y a sus socios literarios por haber inventado el mito de la edad de oro en el Nuevo Mundo, abandonándonos luego a nuestra violencia épica, pero sin rama dorada en nuestras manos, sino una cruz y una espada y nuestros ojos inyectados de sangre: perdidos en el laberinto de la edad de oro, la selva de la utopía.
Pero como el detective en La carta robada, de Poe, el caballero de Rotterdam que ahora vivía en la avenida de Amsterdam, tan falto de aire como yo después de esta correría, hizo lo único que, ob­viamente, podía hacer: recogió una de las hojas que, presumiblemente, el escritor ciego había ido
regando a su zaga, y en ella el políglota holandés leyó y tradujo en voz alta para mi beneficio:
"Leyó con precisión dos versiones del mismo capítulo épico".
El holandés, que obviamente sufría de una cier­ta fijación oral, besó repetidas veces esta página, me miró con simpatía, sí, pero también con algo semejante a una compasión que yo no reclamaba con urgencia, y me dijo:
Ven, amigo mío del Nuevo Mundo. No me acuses de nada. La historia no se cerró. La épica puede tener otra conclusión. Este escritor en fuga nos está ofreciendo dos, y ¿por qué no tres, seis, nueve, infinitas lecturas del mismo texto? ¿Ahora entiendes? No sólo un pasado único y fatal, pero tampoco un solo radiante futuro utópico, no, sino los tiempos, infinitamente moldeables, pre-figura­bles, re-creables, pero, también, retroactivamente diversificables, de la libertad...
Bah, volví a encogerme de hombros, lleno de hubris hispano-azteca, este ciego debe ser argenti­no, pues constantemente está inventando lo que no tiene.
Erasmo me miró sin comprenderme.
Perdóname. No pretendo saber... pero...
—Quiero decir —y lo dije abruptamente— que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos.
¿Argentinos? —inquirió Erasmo—. ¿Y eso qué es?
—Sí, ya sabes, la riqueza infinita de vacas y tri­gales, pero la pobreza de la tradición inmediata. Puesto que no se tiene la arquitectura de Floren­cia, para no hablar de la de Oaxaca, hay que cons­truirse un...
TLON... UQBAR... Orbis Tertius —murmu­
ró muy despacio el holandés y me cortó la respira­ción, arrojándome de regreso al recuerdo, hacién­dome sentir que los nombres son los príncipes del arte de la memoria. Pero insistí, sin arredrarme:
—Puesto que no se tiene a Dante ni la lírica ná­huatl y Oxford y la Sorbona quedan muy lejos, hay que construirse...
La Biblioteca de Babel —dijo como en un trance el holandés, continuando de esta mane­ra—: Borgia, Borja, Burgos, ¿cómo diablos dijo que se llamaba? ¿Dónde he leído antes ese nom­bre? ¿Dónde fue oscuramente mencionado, mero paréntesis bibliográfico, dónde? ¿Dónde? —repi­tió, y se detuvo.
Se detuvo porque en este preciso instante se abrió frente a nosotros una rejecilla, derrotando la fatal monotonía del laberinto y abriendo un espa­cio tan vasto que parecía el retrato mismo del ho­rizonte: era igualmente monstruoso.
—Estamos en la pampa —le informé a mi ami­go holandés, con la ventaja de mis mapas escola­res mexicanos en la memoria—. Hemos salido del laberinto.
Ya lo había deducido —dijo Erasmo, miran­do con tristeza hacia la llanura ilimitada que re­pentinamente se convirtió en un cuadro vertigino­so de guerra que nos envolvió temiblemente con su proximidad amenazante de sangre y tripas ver­tidas: un hombre cayó desde un caballo en nues­tros brazos y el holandés y yo, envueltos en el ru­mor de cascos de caballos y estallidos ácidos de artillería y brillantes duelos a la luz de los sables, abrazamos al oficial caído que murmuró sin fuerzas:
Soy un cobarde. No me dejen morir. Por fa­vor, necesito una segunda oportunidad para de­mostrar mi valentía en esta batalla.
—Continúa —dije idiotamente—, sí, la batalla continúa.
—Se repetirá —me observó, su frente congela­da de sangre y odio, y se volteó hacia el extraño holandés envuelto en capas de terciopelo—. Cuenten lo que ocurrió. Díganles que esta vez Pe­dro Damián fue valiente.
No habló más. Su silencio fue tal que no pudi­mos opinar si estaba muerto o vivo. El campo de batalla huyó de nosotros: su fervor destructivo se movió hacia el Oeste, llevándose el ancho hori­zonte, y sólo quedó un pequeño rancho en ruinas punteando su aislamiento, junto con la soledad del ombú.
Hacia la choza cargamos el cuerpo inerte. Un gaucho viejo abrió la puerta de la tapera llena de humo. Nos miró como si no estuviésemos allí. Sólo tenía ojos para el hombre que se llamó a sí mismo Pedro Damián. Le pedimos al gaucho que nos ayudara.
—Está tan pesado, tan inerte. ¿Está vivo o muerto?
Pónganlo allí nomás —dijo el gaucho, seña­lando hacia una estera sobre el piso de tierra. Nos invitó a beber un mate que se estaba cociendo en el fuego afuera y regresó a la tapera. Erasmo y yo, como seres civilizados, bebimos tranquilamente nuestro té y, considerando el destino de este Pe­dro Damián, nos preguntamos si, en efecto, los ac­tos son nuestros únicos símbolos. No, dijo el hu­manista holandés, quizá no lo son. ¿Están cons­cientes Aquiles o Héctor de ser símbolos? ¡Por su­puesto que no!, exclamó retóricamente, como si se dirigiese a una clase de estudiantes poco brillan­tes. Pero en ese momento nuestra cortesía fue des­truida por un grito terrible desde dentro del ran­chito arruinado.
Corrimos adentro. Allí estaba el gaucho, mante­niendo un cuchillo en alto, en seguida clavándolo una y otra vez en el cuerpo, que gritaba y se retor­cía, del hombre que habíamos salvado, Pedro Da­mián, todo ello seguido de una ocurrencia atroz: el largo cuchillo del hombre asesinado, al sucumbir éste, continuó luchando por su cuenta contra la navaja del gaucho, quien al cabo la soltó y sólo continuó el acto de asesinar a su víctima, las mis­mas acciones pero con manos vacías, aunque apretadas, pues sólo los cuchillos combatían aho­ra entre sí, como si se hubiesen odiado desde que fueron forjados, antes de que el gaucho conociese siquiera a su víctima Pedro Damián, a quien aho­ra se dirigió, temeroso acaso de que siguiese vivo, quizá temeroso del odio sangriento de los dos cu­chillos autónomos, gritando, haciendo caso omiso de nuestra presencia:
—¡Maté una vez a mi padre! ¿Por qué tuvieron que venir aquí y obligarme a repetir lo que ya hice hace 40 años? Malditos sean, ni siquiera los co­nozco, ¡malditos! ¿Por qué me dieron una segunda oportunidad? ¡Yo, Tadeo Isidoro Cruz, los maldi­go, quienquiera que sean!
Entonces, al caer los dos cuchillos centelleantes sobre el polvo de la pampa, el hombre que se lla­maba Tadeo Isidoro Cruz, como si ya no se pro­pusiera decir otra cosa hasta que él también mu­riese, se sentó junto al fuego moribundo de su ta-pera y repitió sin fin:
—Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que un hombre sabe para siempre quién es.
Sabe quién es... sabe quién es...
Quién es...
Lo miramos intensamente mirando el fuego de la choza sentado en una silla que era sólo una ca­lavera de toro, mientras los muros, imperceptible­mente, ganaban en espesura, se reintegraban en un sótano reconocible donde las paredes dejaban de ser transparentes y reaparecían simplemente porque ahora las mirábamos de vuelta, como si siempre hubiesen estado allí. La ilusión se hizo fuerte en nuestros espíritus. Erasmo tomó mi mano y yo, para entonces profundamente sospe­choso de sus intenciones, la retiré de su posesión; pero me equivoqué: Erasmo no pensaba en mí, y el fuego insano de su mirada sólo reflejaba su deses­perada búsqueda del volumen in-octavo del Elogio de la locura.
Al hallarlo, lo apretó contra su pecho con una especie de alabanza erótica:
—Éste es mi espacio —dijo con hambre, rien­do—, por lo menos el espacio de un libro.
Intenté, sin convicción, unirme a su alegría. Pero ahora, en este sótano, enfrentábamos la figu­ra astrosa de un hombre, emaciado y miserable, con cabellera y barba luengas, semejante al conde de Montecristo después de una estancia de 10 años en el castillo de If. Yacía en el sótano, incons­ciente de nuestra presencia, sin una vela, sin un libro, gruñendo de cuando en cuando, tocando li­geramente las cosas, detenido, en verdad, en la postura de Adán recibiendo la vida, en la capilla Sixtina, de las manos de Yavé.
Pero no fue Dios, sino una extraña Diosa quien finalmente descendió los peldaños del sótano, portando una cazuela de lechuga desmayada y un platillo de agua: un platillo, no un vaso, ni siquiera una taza.
El prisionero —¿qué otra cosa podía ser?— se la bebió en cuatro patas, en seguida tomó la lechu­ga entre sus... ¿sus patas?, y la devoró.
La mujer había descendido, frágil y ligeramente inclinada. Se sentó frente al hombre y comió un gran pastel azucarado. Le dijo al hombre pos­trado:
—Georgie, todavía no podés salir. El dictador sigue en el poder. Debés ser paciente. Diez años no son nada, ¿me entendés?
El negó vigorosamente.
No, Jorge, no... Pedro... no Georgie... Sal­vadores... Pedro Salvadores es mi nombre... tú lo sabes... ¿por qué insistes...?
Calma, Georgie Boy, calma, tanta oscuridad puede volver loco a un hombre, lo sé. Pero decime, ¿preferirías una noche súbita y un cuchillo buscan­do tu garganta?
—No, no —dijo él—. Aunque a veces sueño con eso, a veces sí.
Yo no sé en qué cosas soñás, little boy Geor­ge. Pero todo ocurre en este sótano, no lo vayas a olvidar.
—¿Puedo...? —dijo el hombre, extendiendo la mano.
—No —contestó ella—, no, ya no. S os un co­barde, lo sé —ahora sonrió cruelmente—. Yo no te obligo a estar aquí encerrado. Tú tenés mie­do, recordalo, tú tenés miedo de salir de aquí.
¿Miedo? —repitió él—. No, no puedo verte. Está tan oscuro. No puedo verte otra vez. Qui­siera...
Nosotros sí que la vimos mientras subía, incli­nada, por la escalera, cantando Karma-Kamaleón: sí que la vimos, negligente, distraída, desdeñosa, bella, con ese rasgo de crueldad mezclada con cla­rividencia.
Beatriz —logró decir el ciego cuando la puer­ta del sótano se cerró condenándolo, una vez más, al sueño oscuro del que nunca podría escapar: sí, todo lo que soñara ocurriría desde ahora en este sótano. Al principio pudo haber sido un hombre perseguido, un hombre en peligro; más tarde, aho­ra que lo vimos, era más como un animal pacífico en su madriguera, o quizá, aún, una especie de... de deidad opaca.
Erasmo y yo ascendimos fuera del sótano y nos hallamos de vuelta en el reconfortante salón ho­landés donde el fuego de la chimenea agonizaba. Él se frotó las manos y se dirigió a su pequeño anaquel de 32 libros. Escogió uno de ellos, lo aca­rició y lo abrió, asintiendo con la cabeza.
Sí. Sabes, mi amigo, ese jardín de senderos que se bifurcan está mencionado en este libro. Pero el nombre del libro —mira aquí— o el nom­bre del jardín nunca son mencionados. ¿Sabes por qué?
Sí —contesté—. Ambos estaban en otra parte.
No, no en otra parte. Eran otra cosa. ¿Qué?
Resentí este examen y decidí no contestarle. Su eterna actitud inquisitiva, su curiosidad disfraza­da de vocación superior: este académico del chis­me, el hombre renacentista y su afiebrado huma­nismo, Erasmo de Rotterdam, ¡cómo no!
No lo sé, y, francamente, me importa una pu­ritita...
Levantó su mano fina, de huesos largos, su mano Holbein, transparente y de venas que pare­cían de cera y de tinta: la mano de Erasmo, pidién­dome que aguardara y escuchara:
Dime, ¿dónde nos perdimos'de verdad? ¿En el laberinto o en la pampa?
La pregunta me sorprendió:
—Caramba, pues pensándolo bien, en la pam­pa. En el laberinto —dudé un poco— esperaba es­tar perdido. Pero tienes razón, era tan simétrico, con sus ángulos rectos y su diseño voluntarioso: se trataba de que nos perdiéramos.
—De tal modo que no nos perdimos —dijo el holandés—. El laberinto es previsible. Pero la pampa no. Porque la línea recta es el verdadero laberinto.
—Quieres decir, Erasmo, que cuanto hemos visto significa otra cosa: el laberinto es simple, la línea recta es el verdadero misterio...
—Y el nombre verdadero del jardín, del Edén, de El Dorado, es el Tiempo —me interrumpió Erasmo—: no se vayan impacientemente sin en­tender esto, ustedes sobre todo, ustedes del Nue­vo Mundo: poseen ustedes algo más que una fata­lidad épica; poseen una oportunidad mítica. Ven, mira este libro, otro de mis pequeños tesoros...
El libro que me ofreció estaba forrado de vellu­da piel de vaca, como una edición de Don Segundo Sombra que mi padre poseía cuando yo era muy joven. Pero ésta no era la celebrada novela de Güiraldes. Era nada menos que Don Quijote, sólo que en vez del esperado nombre autorial —Miguel de Cervantes Saavedra— o, como una broma, el de uno de los múltiples subautores y hasta plagia­rios —Cide Hamete Benengeli, Avellaneda—, leí un nombre para mí desconocido: Pierre Menard.
Las huesudas manos del holandés abrieron el libro:
"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...".
¡Pero éste es el libro de Cervantes! —ex­clamé.


No —dijo Erasmo—, el texto es el mismo. pero la intención es distinta.
¿Cuál es la intención? —dije con impaciencia —Confrontar el misterioso deber de reconstrui literalmente una obra espontánea —dijo Erasmo.
No entiendo —respondí socráticamente. Erasmo no suspiró. De hecho se mostraba su mamente serio y pertinaz.
Nunca sabremos si cuanto hemos visto e cierto —dijo entonces—. Pero si lo es, entonce este hombre de Buenos Aires, este Jorge Luis Ba rroquez, o Borgheese, o lo que sea, a quien la mu jer Beatriz Viterbo (si de verdad es ella) rehusó e nombre Pedro Salvadores y en seguida el lector a cual pudo mencionar simplemente porque se sa- bía leído por él, también podrían ser concebido como el autor de todo lo que ha sido jamás escritc
"Su nombre —Burgos-Menard-Cervantes-Sai vadores— es sólo un accidente", afirmó vigorosa mente el holandés. "La suma de todos los espacio sólo puede ser leída por un hombre que es mucho hombres, pero sólo pudo ser escrita por un escri tor que es todos los escritores y su obra, en conso. nancía con este principio, sólo puede ser una obre una vasta narrativa en la que el espacio ha sid visto y derrotado en y por el aleph de la literatura: un Tiempo sin fin, multiforme y multicultural, qu asume todo su Espacio".
"Míralo, míralo", continuó Erasmo, y yo pens que iba a regresar a su chimenea, pero sólo acari ció los libros con los largos dedos, no deseab cancelar el espacio físico en favor del espacio finte lectual, sino permitir que éste abriese sus puerta a la historia y al tiempo: admitir a lo que ocurri en el espacio, venció al espacio como mera exter sión pero le otorgó, en cambio, el triunfo de la ir tención, pues el espacio sólo es memorable cuan do en él ocurre el tiempo.
Dio un grito sofocado y me urgió aprovechar n oportunidad, nuestra oportunidad: una segund oportunidad para nuestra terrible historia, un oportunidad para refabricar el tiempo, admitiend sus surtidores policulturales; oh qué gran oport nidad nos ha dado este Borgia o Borja o Georg Burke o Boy George o como se llame, no satisfe cho con nuestra modernidad o con nuestro pass do o con la promesa de nuestro futuro, a menaque incluyan toda la riqueza de nuestro presente cultural, y el presente de todos nuestros pasados: nuestra modernidad es todo lo que hemos sido, todo.
Ésta es nuestra segunda historia y Burgos o Borja o Berkeley ha escrito su introducción. De­bemos re-escribir nuestro Corán, nuestro Zohar y nuestra Cábala; también debemos reescribir nues­tro Bill of Righths y nuestro Código Napoleón. Debemos vivirlos y para ello, antes, al mismo tiempo, más tarde, no importa, debemos reasimi­lar nuestros viejos mitos, nuestras épicas y utopías renacentistas, nuestra hambre colonial del barro­co y nuestra desolada —lo miré, desapareciendo de nuevo en la cueva de su tiempo— nuestra deso­lada ironía erasmiana.
Así fue: ahora él había muerto para mí, estaba de regreso en la cueva, habiendo escapado de ella; esta casa de la avenida de Amsterdam no era sino una cueva a la cual él regresaba para decirle a to­dos —lo recordé ahora, delgado y argumentativo, un auténtico metiche de la verdad—, diciéndole a todos los que permanecieron aquí que el mundo de afuera estaba hecho de realidades, no de sombras.
No quise ver lo que ellas le hicieron. Las escu­ché —escuché a las sombras, al alejarme lenta­mente— gritándole que mentía, que las sombras eran lo único que existía. Y él, de lejos, murmuró: "Están locos y capturados para siempre en el error".
Miré hacia atrás sólo una vez más. Erasmo es­taba sepultado en la oscuridad de su caverna. Pero Borges se balanceaba sobre una cuerda floja, vestido de harapos, mas con una sombrilla multi­color detenida en alto y el libro abierto en la otra mano.
Abandoné la oscuridad repentina de la casa ho­landesa y volví a pisar la banqueta de la avenida de Amsterdam y a enfrentar la resolana, los olo­res, tortillas quemadas, gasolina quemada, ráfa­gas de hueso muerto portado por el smog, ropave­jeros, dulces, pirulíes, afiladores, claxons insultan­tes, tantararantán, los árboles moribundos de la ciudad de México y un niño que continuaba dor­mido, soñando, quizá, al pie de un árbol.
Sentí compasión al verlo. ¿Debería despertarle,regalarle algunos cientos de pesos, invitarle a comer­se un pastel en el bonito café vienés de la esquina?
Sin embargo, antes de decidirme, temblé por un instante en medio de las ruinas circulares de mi ciudad. Pensé en Borges y por ello pensé: ¿qué tal si este niño no está durmiendo, sino que es soña­do? ¿Qué tal si el niño no es sino el hijo de un hom­bre que lo soñó: un fantasma que desconoce su nombre? ¿No sería espantoso si el niño desperta­ra, su sueño interrumpido por mi filantropía necia, toma, toma unos cuantos pesos, cómete un pastel de chocolate, niño, sólo para descubrir que no era un niño, sino la proyección del sueño del otro?
Vi al ciego caer de su cuerda floja en el instante en que el niño despertase.
Vi al viejo filósofo capturado para siempre en la oscuridad de su cueva —de su sótano— de su aleph —de su libro— si el niño despertaba.
El cuentista y el filósofo: los dos, en la vigilia del niño, quedarían condenados a la conciencia de que ellos también, aterrados y humillados, no eran hombres, sino la proyección de un sueño ajeno: ellos, Borges y Erasmo, nada sino sueños de un niño mexicano soñado por ellos, dormido junto a un árbol en la avenida de Amsterdam.
Temí lo que ahora sabía: un mundo perfecto, un mundo necesario, es como un sueño. Una vez que ocurre, una vez que es dicho o escrito, nada puede añadírsele y lo que describe desaparece para siem­pre: el palacio, el desierto, el espejo, la biblioteca, el compás, pasan. Cuando son idénticos a su pala­bra desaparecen para siempre. Sueñan para siem­pre: mueren para siempre. Jamás debemos encon­trar la identificación exacta de las palabras con las cosas; un misterio, un divorcio, una disonancia son necesarios para que se vuelva a escribir un poema a fin de cerrar la separación un poco más, pero sin alcanzar jamás la unión perfecta.
Decidí despertar al niño.
Lo sacudí del hombro, soñando ya con café y pasteles.
Pero cuando el niño despertó, deseé no haberlo hecho.
Al abrirse sus ojos, yo deseé, en verdad, haber dejado las cosas por la paz.
Yo se lo juro a ustedes: nunca intenté despertar­me a mí mismo y ver lo que ahora estoy viendo.

Carlos Fuentes publicado para el Pais en el verano de 1992

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