sábado, 16 de diciembre de 2023

Sucedáneos Por Javier Cercas

Palos de ciego


ILUSTRACION DE MONTSE BERNAL


Dice Marcel Proust que un aspirante a escritor que frecuenta a un escritor consagrado con la esperanza de contagiarse de su talento es como un enfermo que sale cada noche a cenar con su médico con la esperanza de curarse de su enfermedad. Proust habla por experiencia, pero hace veinte años, cuando aspiraba a ser escritor y hasta fingía que lo era, yo aún no había leído a Proust -lo intenté, pero cada vez que lo hacía me entraba sueño-, así que al llegar por primera vez a París, como no conocía a ningún escritor consagrado, lo primero que hice fue presentarme en Shakespeare and Company, una librería americana situada en la Rue de la Bûcherie, frente a la Notre Dame, justo al otro lado del Sena. ¿Raro? En ab-soluto. Porque durante los años veinte y treinta esa librería fue el catalizador de un puñado de escritores formidables que, armados de un talento descomunal y una ambición inaudita, cambiaron para siempre el curso de la literatura -y por tanto del mundo- en el siglo pasado, convirtiéndose así en el espejo ineludible en que se mira cualquier aspirante a escritor.

El alma de la librería se llamaba Sylvia Beach, una americana valiente, laboriosa, sacrificada e inteligente que protegió a decenas de escritores y artistas, convirtió su local en el centro de la mejor literatura internacional de entreguerras y concibió y ejecutó la tarea insensata de publicar la novela más rigurosa e irreverente de que haya noticia, Ulysses, de James Joyce, para lo cual hubo de luchar contra viento y marea, buscando suscriptores, escribiendo cientos de cartas, contratando mecanógrafos y corrigiendo pruebas, además de hacerse cargo de las muchas necesidades de la familia del escritor, que se comportó con ella como la mayor sanguijuela de la historia de la literatura y premió su devoción cambiándola en cuanto pudo por la primera mecenas que prometió pagarle mejor que ella. Claro que no todo el mundo fue tan ingrato como aquel irlandés dipsomaníaco y genial, sino que casi todos los grandes escritores que la frecuentaron (Ezra Pound y T. S. Eliot y Scott Fitzgerald y Gertrud Stein y Paul Valéry y Samuel Beckett) la recordaron siempre con afecto, y a finales de los años cincuenta, cuando evocaba su feliz juventud parisina desde la decepción suicida de su vejez, Ernest Hemingway escribió: "No he conocido a nadie que fuera más amable conmigo". De forma que no es extraño que años antes, exactamente el sábado 26 de agosto de 1944, al día siguiente de que los alemanes rindieran París, lo primero que hiciera Hemingway en la euforia de la liberación fuera llegarse hasta el número 12 de la Rue de l'Odeon, levantar en brazos a Sylvia y darle varias vueltas en el aire mientras la besaba y la gente llenaba la calle y las ventanas aplaudiendo. Para entonces, sin embargo, Shakespeare and Company ya no existía: había cerrado sus puertas en diciembre de 1941, cuando un oficial nazi había amenazado a Sylvia con confiscar todos sus libros si no le vendía el único ejemplar que poseía de Finnegans Wake, el último libro de Joyce. Sylvia padeció la cárcel, y al terminar la guerra algunos amigos trataron de convencerla para que abriera de nuevo la librería, pero ya no le alcanzaron las fuerzas. Murió en París, en octubre de 1962, poco más de un año después de que Hemingway se quitara la vida en su casa de Ketchum, Idaho.

Pero yo no sabía nada de esto cuando entre por primera vez en Shakespeare and Company; ni siquiera sabía que aquélla no era exactamente la librería de Sylvia, sino sólo un remedo o sucedáneo de la original, de manera que, mientras recorría sus rincones destartalados y oía hablar en inglés, en el piso de arriba, a unos jóvenes de mi edad que en seguida se ponían a escribir en unas mesas desvencijadas que suponía idénticas a las de la librería de Sylvia, yo estaba seguro de recorrer los lugares que cincuenta años atrás recorrían Joyce y Pound y Eliot, y de que me estaba contagiando del tamaño descomunal de su ambición y su talento. No era así: yo también hablo por experiencia. O eso es lo que pienso ahora, en esta mañana helada de enero en que casi por costumbre busco el abrigo de la librería. Lo pienso ahora, veinte años después, cuando ya he leído a Proust y sé que nada bueno se contagia y que hay que tener mucho cuidado con lo que se finge ser, porque es lo que casi siempre se acaba siendo. Lo pienso mientras subo las escaleras que conducen al piso de arriba y oigo unas voces americanas y juveniles, idénticas a las que alborotaban la librería la primera vez que estuve en ella, y entonces me pregunto qué habrá sido de ellos, qué habrá sido de aquellos veinteañeros que hace veinte años iban a cambiar la literatura -y por tanto el mundo, me pregunto cuándo habrán comprendido que todo no es sino remedo y sucedáneo y que nunca podrían ser ni Joyce ni Pound ni Eliot, porque a lo máximo que podían aspirar es a ser ellos mismos. Entonces pienso otra vez en Sylvia, en Sylvia Beach, y, para no preguntarme qué ha sido de mí, me pregunto qué habrá sido de ellos. •

EL PAIS SEMANAL

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