jueves, 4 de mayo de 2017

Alejandría recobrada Por Antonio Muñoz Molina


Un reportaje melancólico de Terenci Moix sobre Alejandría me ha traído el recuerdo de aquella novela sobre la ciudad que me gustó tanto hace mucho tiempo, y que no he vuelto a leer, ni siquiera a hojear, tal vez en los últimos quince años, el Cuarteto de Lawrence Durrell. He comprobado que mi caso no es único: conozco a otras personas que también se apasionaron por esos cuatro volúmenes, que los recuerdan como una de las lecturas decisivas de sus vidas, pero que tampoco han vuelto a ellos en muchos años. Tal vez uno intuye que la emoción antigua no va a repetirse, y prefiere intuitivamente la tibia vaguedad del recuerdo a la lucidez fría de la decepción. Si uno de los hechizos más poderosos de la literatura es el de concedernos un acceso a la vez íntimo e imaginario a personas y a mundos que nos son inaccesibles en la vida real, el Cuarteto de Alejandría nos daba a muchos provincianos sin grandes perspectivas sentimentales o viajeras la sensación de compartir el cosmopolitismo, las vidas disolutas, las emociones sutiles y algo perversas, el brillo entre canalla y elitista de los personajes de Durrell. En vez de avanzar en línea recta, la novela giraba poliédricamente, de una perspectiva a otra, y esa maestría técnica nos ayudaba a comprender que la literatura narrativa podía ser un juego de referencias y resonancias musicales, y también que la vida, las vidas densas de aquellos hombres y mujeres dotados de un resplandor que nosotros no encontrábamos en la realidad, podía estar llena de misterios, de laberintos, de encrucijadas de azar y destino como los que trazaban las calles, los palacios, los paseos marítimos de aquella Alejandría que era sobre todo un mapamundi del deseo.

Amigos viajeros ya nos habían contado que esa ciudad ya ha desaparecido, y que en su lugar hay una agobiante metrópoli de atascos de tráfico y bloques de hormigón. Ahora resulta, según cuenta Terenci Moix, que la Alejandría de Durrell no es que se haya borrado del mundo, sino que nunca existió, y que los supervivientes de las clases cultivadas y ricas que vivían en la ciudad en los tiempos del Cuarteto aseguran que los retratos sociales que aparecen en la novela no tienen nada que ver con la realidad, porque Durrell nunca fue recibido por los poderosos, ni asistió a sus fiestas, ni los conoció con la suficiente cercanía como para escribir verazmente sobre ellos.

Lo mismo decían de Proust los aristócratas de su tiempo, y lo han confirmado después sus puntillosos biógrafos: los duques, condes y princesas del Faubourg Saint-Germain no se reconocían en sus trasuntos literarios, y los encontraban fantasiosos o pueriles, y los investigadores que dedican sus vidas a buscar las fuentes de información de Proust y a reconstruir arqueológicamente los modales, los vestuarios, los ritos de los salones de París a principios de siglo aseguran que los pormenores tan precisos, casi tan sofocantes, de En busca del tiempo perdido tienen muy poco que ver con la realidad. Es curioso que dentro de esa misma novela un personaje aristocrático haga el mismo reproche a los aristócratas de las novelas de Balzac.

¿Habrá que desconfiar siempre de la literatura? A los paisanos sureños de William Faulkner les molestaba mucho que el Sur retratado tan poderosamente en sus novelas se confundiera con el de la realidad: les parecía demasiado cruel y sombrío, y quizá encontraban más noble, más edificante, el Sur romántico y embustero de Lo que el viento se llevó. A Faulkner, la gente entre la que vivía y sobre la que escribía nunca se lo tomó en serio: lo veían tan absurdo, tan extravagante, como veían a Proust los duques de París y tal vez a Durrell los banqueros coptos y los diplomáticos de sangre azul de los salones de Alejandría en los que llegaría a ser, como máximo, un sospechoso advenedizo. Si las duquesas de 1900 no eran como las de Proust, si el Sur de Faulkner es un delirio resplandeciente y tenebroso de su imaginación, si la Alejandría de Durrell dejó de existir hace mucho tiempo y sus habitantes más atractivos y novelescos nunca se parecieron a los de Lawrence Durrell, si los espías británicos no son como los de John le Carré y los comisarios franceses no tienen nada que ver con el querido comisario Maigret, entonces, ¿qué aprendemos de la literatura, qué confianza podemos depositar en ella? Quizá nos cuenta verdades tan hondas que no ve ni reconoce quien se fija sólo en las apariencias, o quizá, al enamorarnos de lo que no existe, nos enseña el valor de lo que podría o debería existir, nos hace sentir la ausencia de lo que existió y se ha perdido para siempre, y sólo sobrevive en un nombre tan luminoso como el de Alejandría. •

El Pais Semanal nº1.276 Domingo 11 de marzo de 2001


No hay comentarios:

Publicar un comentario