martes, 19 de febrero de 2013

Dos notas sobre "Moby Dick"


César Aira El escritor argentino reflexiona sobre la extinción del monstruo, último ejemplar de una especie agonizante, en el 150° aniversario de la publicación de MobyDick, la obra maestra de Hermán Melville. Aira propone también varias interpretaciones de la primera frase de la novela, "Call me Ishmael", que a su juicio obligarían a cambiar la forma de interpretar el resto de la narración.






Ilustración de Fernando Vicente

Moby Dick, la ballena blanca, es, quién podría dudarlo, un monstruo, es decir una especie que consiste de un solo individuo. Cuando hay monstruo, es infalible que haya un cazador obsesionado con él: su sombra, su gemelo humano, su némesis. La muerte del monstruo es la extinción de su especie, y Moby Dick, la novela, es el relato de una extinción.

Por ser único, el monstruo no puede reproducirse, pero compensa su soledad con una diabólica capacidad de reproducirse en un medio ajeno a la naturaleza, como imagen o signo o miniatura. Nadie que lo haya visto, así sea una sola vez, podrá olvidarlo, ni resistirá a la tentación de contarlo o pintarlo. Por eso los niños aman a los monstruos: porque con ellos se hacen los mejores juguetes. La fascinación que ejercen los dinosaurios sobre la infancia deriva de un perfeccionamiento formidable e irrepetible de este mecanismo. Los dinosaurios cubrían el mundo, eran una pintoresca sociedad organizada y jerarquizada, y se extinguieron: al escapar a los ciclos de la reproducción sustancial multiplicaron su potencia de reproducción formal.

Hay que llegar a adulto para percibir toda la melancolía del monstruo. Nos hemos acostumbrado a las respectivas ideas de la muerte de los individuos y la extinción de las especies, pero cuando se dan conjugadas no hay consuelo. Y sin embargo, siempre hay consuelo; porque el adulto puede llevar un paso más allá su propia evolución y hacerse artista; entonces vuelve a amar al monstruo, que es su personaje favorito, el único en el que puede desplegar todo el vigor y la riqueza de la imagen. Él mismo se vuelve monstruo, en una fecunda identificación, y su poder de reproducción se desplaza a los mundos imaginarios. Entonces, hasta la melancolía deja de ser una tarea pesimista y se exalta a inspiración, o al menos a instrumento de trabajo.

La extinción es una intervención de la historia en la naturaleza. De pronto se revela lo único, en el momento en que muere: el proceso es análogo al de la literatura, que pretende crear una particularidad absoluta sin anular el curso de las repeticiones y reproducciones que constituyen la vida, por afuera de la obra, destacándola por contraste. El escritor es un especialista en monstruos, y toda gran obra literaria está bañada en la atmósfera de melancolía de una extinción inminente.

Ortega y Gasset nunca fue tan lúcido como cuando dijo: "El mundo está compuesto de monstruos y de idiotas". Lo cual es una buena definición de Moby Dick, y de toda la obra de Melville. Pero de la realidad de su monstruo más logrado tenemos motivos para dudar. Aun dentro del sistema de la novela, ¿existe Moby Dick? La gran ballena blanca funciona como un objeto obsesional, y constituye por reflejo a Ahab, no menos único que ella. La existencia de Moby Dick, su existencia "real" cuando asoma a la superficie de la novela, es una existencia segunda, confirmatoria de su leyenda. Como tal, no puede sobrevivir sino en la aniquilación, a la que arrastra a quien hizo de ella su único objeto de pensamiento, su mejor idea. Ahab vive pendiente de que su pensamiento se haga realidad, y lo único que sabe es que sucederá cuando menos lo espere.

Para sostener este suspenso, Melville desplegó la escena sobre el plano misterioso del mar, superficie y volumen a la vez. Al mar van los hombres (o iban), según lo explican las primeras páginas del libro, cuando el sinsentido de la vida se les hace insoportable. El mar es la máquina monstruificadora por excelencia, pues a ella van sólo hombres, sin mujeres: en el mar los hombres se apartan de la especie y se condenan a ser individuos por toda la eternidad. En su gran espejo opaco y amenazante, la reproducción se vuelve sobre sí misma y se interna en el terreno de lo imaginario, rumbo a la alucinación.

Igual que el mar, la novela oculta, y revela, formas extrañas. Al menos una novela como ésta. Sucede que las novelas muy extensas no se releen con frecuencia. Si son clásicos, como lo es Moby Dick, se los lee en la juventud, y después se los recuerda, y el olvido los enriquece infatigablemente. Los accidentes de la memoria engendran toda clase de quimeras. A veces nos lanzamos a releer uno de esos libros larguísimos sólo para encontrar ese detalle extraño, misterioso, sugerente, que ha vuelto sin cesar a nuestro pensamiento durante veinte o treinta años. Típicamente, no lo encontramos, porque no existía. Típicamente, nos resistimos a creerlo. El mecanismo es análogo al de Ahab lanzándose al mar en busca de su ballena blanca.

Moby Dick, la novela, también quedó como un género con un solo individuo. Muchos han lamentado (lo hizo Alberto Girri en un hermoso poema) que ese magnífico ejemplo de libertad, de una novela abierta a todos los temas y registros, no haya sido aprovechado por los novelistas que vinieron después. Pero quizá ése es el destino, el melancólico destino de monstruo, de toda verdadera obra de arte.

La primera frase de Moby Dick:
"Call me Ishmael", es el "había una vez" de la novela moderna. La tradición popular la ha hecho célebre co-mo modelo de comienzo elocuente, insuperable y sobre todo inimitable. Un buen testimonio de su fama está en la tira Charlie Brown, de Charles Schulz: en cierto momento al perrito Snoopy se le ocurría escribir una novela; después de mucho trabajar, con la máquina de escribir sobre el techo de su casilla, llegaba a un primer borrador, y se lo daba a leer a Lucy, la amiga hipercrítica de Carlitos; ella se lo devolvía con un elogio de compromiso y un reparo serio: el comienzo era flojo, se necesitaba algo más fuerte... El perrito ponía una hoja de papel en la máquina, pensaba un rato, y recomenzaba: "Call me Snoopy".
Ese comienzo es un perenne problema para traductores. Hay quienes han dicho que esa frase sola les dio más trabajo que todo el resto, que no es poco. Enrique Pezzoni, en la muy elaborada traducción que hizo en la década de 1960 para el Fondo Nacional de las Artes Argentino, optó por una formulación curiosa: "Pueden ustedes llamarme Ismael". Cuando le pregunté el motivo de esa elección, me dijo que después de haber probado cien alternativas, todas insatisfactorias, se había quedado con ésta sólo porque era un endecasílabo de gaita galaica.
La dificultad está en saber qué quiere decir la pequeña frase. Es de esos casos en los que no hay contexto para decidir, y a la vez hay demasiado contexto. Una posibilidad sería que el narrador prefiere no revelar su identidad, y por ello propone un nombre cualquiera, para hacer más cómoda la conversación. Salvo que no se trata de una conversación, sino de un relato contado por una sola voz; entonces la cortesía estaría dirigida a la imaginación de los lectores, que dispondrían de un nombre clave para cuando se cuenten a sí mismos la historia, o se la cuenten a otro. Como si En busca del tiempo perdido empezara: "Podéis llamarme Marcel", o mejor: "Digamos que me llamo Marcel". En esta misma línea, pero dando una vuelta de tuerca, podría pensarse que la enunciación la asume el mismo Melville, y pide que lo llamen Ismael porque va a usar, por motivos técnicos, la primera persona...
Se me ocurre otra solución, tan obvia en realidad que me sorprendería que no la haya propuesto alguien ya: "Podéis tutearme" (o "puedes tutearme", porque otra ambigüedad irresoluble es la del singular o plural del interlocutor). El idioma inglés, al no conjugar los verbos y con un único pronombre para la segunda persona, no tiene niveles distintos para la familiaridad y el respeto, carencia que suple con la discriminación de nombres y apellidos. Cuando alguien se dirige a un interlocutor mayor en edad o más importante, le dice "Mr. Melville...". Si éste prefiere abolir esa distancia, propone: "Call me Herman", como nosotros decimos "puedes tutearme". Claro que hay que tener algún derecho para decirlo, de modo que si lo dice Ismael puede significar que es un anciano, o que llegó a presidente del directorio de una empresa naviera. Pero al decirlo nos advierte que por el momento renuncia a toda superioridad y se postula como el muchacho que fue en el momento en que sucedió la aventura. Lo cual tendría consecuencias en la interpretación de toda la novela: no se trata de una de esas aventuras del mar que leen los niños, sino del cuento de un niño, la historia de una inocencia que se extinguió, tal como pueden leerla los adultos.

El Pais Babelia 12.05.2001



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