lunes, 25 de agosto de 2025

El destino final de las bibliotecas de escritor

Borges decía que ordenar una biblioteca era la forma más sutil de practicar la crítica literaria, lo que llevó a Felipe Benítez Reyes a escribir que hacer una mudanza es la forma más frutal de hace crítica literaria. De esa brutalidad necesaria se suelen aprovechar los libreros de viejo, críticos literarios ellos también, cuya táctica en ocasiones parece ser hundir prestigios con precios insignificantes o alzar a escritores menores con precios abusivos. Chamarileros de primera ediciones, obras dedicadas y desechos de tienta, gremio que carga con muchos tópicos, puede vanagloriarse de haber sido de los primeros en haber intuido la potencia mercantil de Internet: desde mediados de los noventa empezaron a multiplicar su clientela gracias a la red. Los tópicos acerca del polvo de sus zaquizamíes ya carecen de sentido: muchos de ellas han dejado de ser tiendas donde un cazador puede encontrar una gran pieza por poco precio, para convertirse en webs donde cada vez es más difícil cazar un mirlo blanco.

Vi en el catálogo de la librería barcelonesa El Astillero un libro mío, mi primer libro, Veinticinco años de éxito, publicado por una taberna sevillana en edición de 300 ejemplares, y dedicado por su autor a "importante escritor catalán". Lo compré: aunque no me hubiera picado la curiosidad por saber quién era el importante escritor catalán, que me picaba, lo hubiera comprado porque no tenía ningún ejemplar de ese libro, y el único que estaba a la venta en internet había sido tasado en 120 euros (ya digo que los libreros de viejo alzan a autores menores con sus precios inverosímiles: es una de las pocas cosas buenas que tiene ser un autor menor). Me llegó el libro, y allí estaba mi dedicatoria del 93 a Enrique Vila-Matas. Supuse que Vila-Matas había hecho brutal crítica literaria mudándose, y agradecí mucho que su mudanza y su crítica literaria brutal me permitiera recuperar un ejemplar de mi primer libro (nada que ver con el mosqueo que Paul Theroux cogió cuando un día encontró un libro suyo en una librería de Londres). Indagué en la página de El Astillero y, en efecto, se veía que Vila-Matas se había mudado: había decenas de libros dedicados a él, quizá porque el autor de Bartleby y Compañía no prevé que en Barcelona le vayan a abrir una Fundación, que es uno de los destinos posibles para la biblioteca de un escritor.

Cenizas literarias

Pero si hay un caso espectacular de venta de biblioteca de escritor, contado por el propio escritor, ése es el de Julio Ramón Ribeyro: tampoco confiaba en que le hicieran una Fundación, y entre ser celebrado en el futuro e intoxicarse en el presente, eligió lo segundo con muy buen tino. Cuenta en su espléndido relato autobiográfico "Sólo para fumadores" cómo en el París de los 60, sin dinero para procurarse los Gauloises que le ayudaban a cruzar cada jornada, no tuvo más remedio que ir llevando su biblioteca a los bouquinistas del Sena, sus adorados libros franceses, algunos de autores latinoamericanos dedicados. Todos ellos le decepcionaron. Primeras ediciones de poetas surrealistas, con los que pensaba que podía comprarse un estanco entero, apenas le dieron para un paquete de Players. Una primera edición de Balzac le alcanzó para comprarse dos paquetes de Lucky. Flaubert estaba mejor cotizado y pudo fumar una semana entera Gauloises gracias a sus libros. Pero aún le quedaba una humillación por sufrir al peruano: en su biblioteca sólo quedaban diez ejemplares de Los gallinazos sin pluma, su primer libro, impreso en humilde edición limeña por un amigo suyo. Los llevó al librero de viejo que mejor lo había tratado y el librero, al ver la tosca edición, le dijo: no, por aquí no paso, vaya a Gilbert, que compra libros al peso. Eso hizo. Pesaron los diez ejemplares y le dieron monedas suficientes para que se comprara un paquete de Gitanes. Su biblioteca, literalmente, se hizo humo. Busco en abebooks ahora y veo que hay sólo un ejemplar de Los gallinazos... a la venta: lo tiene un librero americano en 250 dólares. Dan para muchos cigarrillos.

Quizá por eso, el destino que muchos escritores prefieran para sus libros sea el de la Fundación. Es el que, por ejemplo, eligió para su biblioteca Caballero Bonald, custodiada ahora en la sede de la Fundación que lleva su nombre en Jerez de la Frontera.

¿Hangares con goteras?

Allí pueden acudir críticos y estudiosos de la generación del 50 para curiosear en las dedicatorias que sus compañeros de viaje estampaban en los ejemplares que regalaban a Pepe Caballero. Bonald fue secretario, durante largo tiempo, de Camilo José Cela, cuya inmensa biblioteca, una de las mejores de su época, saltó hace poco a las páginas de actualidad de los periódicos porque buena parte de ella, según los trabajadores de la Fundación Cela, se guardaba en cajas olvidadas en un hangar con goteras.

Insisto, ser columna vertebral de una Fundación parece ser el destino natural en España de las bibliotecas de los escritores que hayan tomado estas precauciones: vivir los suficiente como para inspirar una Fundación, y haber nacido en una villa no muy grande, porque los Ayuntamientos de las grandes ciudades no están para gaitas. Alguno de esos pueblos tienen a la Fundación del escritor patrio como fuente de ingreso, fomentando el turismo. En Moguer está la Fundación J.R.J, que conserva una pequeña parte de la biblioteca del poeta, biblioteca que pasó por varios avatares novelescos, pues fue robada, a punta de pistola, por eminentes intelectuales falangistas, encabezados por Félix Ros, en cuanto fue tomado Madrid. En Moguer los libros de la biblioteca de JRJ sólo hacen bonito, simbolistas franceses y volúmenes modernistas: forman parte de la decoración. El grueso de su biblioteca y archivo está en Río Piedras, en la Universidad de San Juan de Puerto Rico. Peor suerte le cupo a la biblioteca de Aleixandre, imaginen con qué volúmenes: no inspiró al Ayuntamiento de Madrid ninguna Fundación. Legada por el Nobel a Carlos Bousoño, cuando se trataba  de venderla al Centro de la Generación del 27 de Málaga familia de Aleixandre interpuso una demanda que la justicia acabó desestimando.

La biblioteca de J. M. Alfaro

El Centro de la Generación del 27, que dirige Mesa Toré, tiene, en efecto, como columna vertebral una espléndida biblioteca formada por varios imponentes fondos bibliográficos y una imprenta, la mítica Minerva donde Altaloguirre y Prados imprimieron las primeras cosas de muchos de sus compañeros de generación. La biblioteca del 27 se alimenta sobre todo de donaciones (sin ser exhaustivo, tienen los archivos de Pérez Clotet, Emilio Prado, Souvirón o Moreno Villa), pero también de compras efectuadas a los dueños de las bibliotecas: por ejemplo le compraron la extensa biblioteca y el no menos extenso archivo al poeta Francisco Giner de los Ríos con la condición de que no se integrara en la biblioteca del Centro hasta que le llegara la hora de la muerte. También se le compró el archivo María Teresa Rafael Alberti a Aitana Alberti, y el de Leopoldo Panera a sus herederos.

Sobre la biblioteca de éste último corrían en el Madrid de la movida excelentes anécdotas acerca de cómo Michi Panero iba desmigajando la biblioteca de su padre para pagarse sus cosas, poquito a poco; lo mismo que se decía que hacía el hijo de Giménez Caballero: el Rastro de aquellos años parecía, por lo que ofrecía, una librería del Cecil Court de la buena época en la que Cyrill Connolly escribió: "las dos palabras más detestables de cualquier idioma son segunda edición". También, según recuerda el coleccionista Marco Antonio Iglesias, se ponía a vender pocas cositas cada domingo un señor atildado de pelo blanco, que ofrecía, a precios altos, para que se supiera que sabía lo que vendía, cosas del 27 y el 98. Todas ellas tenían una sola en común: estaban dedicadas a José María Alfaro, escritor hoy olvidado. La de Alfaro era una excelente biblioteca porque le gustaba coleccionar, y tenía muchos amigos escritores que el tiempo ha revitalizado -Foxá, Sánchez Mazas, Ruano, Torrente...

No todas las bibliotecas de escritor, naturalmente, son buenas bibliotecas: algunas sólo resultan útiles como meros espejos del escritor que fue su propietario, y despedazadas en un rastro, no vale mucho si ese escritor, además, no tuvo demasiados amigos que le dedicaran sus libros. Pero nunca se sabe qué biblioteca será más valiosa en el futuro: hay bibliotecas que hoy mismo no valdrían demasiado en una subasta -supongamos, la de alguien de mi generación, que no compra primeras ediciones, pero es tan simpático que todos los escritores de la generación anterior y la posterior le envían sus libros dedicados pero que quizá dentro de 20 años multiplique su valor actual. Y es que los libreros de viejo, por muy independientes que se digan, cada vez siguen más las consignas de la actualidad, de donde una primera edición de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, publicada en 1998, ronde los 300 euros, mientras que una primera edición de La verdad sobre el caso Savolta, publicada en 1975, no llegue a los 50.

Cazadores de rastros

Los rastros, las almonedas, son bancos sin fondo. Quien más sabe de ello es Bonet y Trapiello, que van en singular en esta ocasión como Ortega y Gasset: aunque cada uno tenga su biblioteca, todos los que hablan de ellos como cazadores de el Rastro parece que se refieren a un solo personaje. Es una broma, claro. Trapiello ha escrito las páginas más hermosas sobre el lugar: sacadas de su Salón de Pasos Perdidos, podrían formar un volumen exento que tomara el testigo de la obra maestra de Gómez de la Serna. Bonet todavía encuentra cosas increíbles -La sombra de una princesa de Issac Muñoz, la plaquette futurista de Julius Evola- jugando con dos circunstancias: su enciclopédica información y la ignorancia del que sólo está vendiendo papel.

De rastros sabe también mucho José Carlos Cataño, que mantiene un blog sobre sus correrías de amanecida en los Encantes, Barcelona. La Universidad de Sevilla publica en estos días su libro De rastros y encantes, donde da buena cuenta de sus venturas y desventuras: es un libro delicioso. En cuanto al tema que nos concierne, bibliotecas de grandes escritores que se despedazan en las almonedas, cuenta que en efecto ha visto hace pocos domingos muchos libros dedicados a un importante autor barcelonés en el mercado de Sant Antoni, y que curiosamente ese mismo autor se pilló un cabreo de gran hombre cuando vio en una librería de viejo muchos de sus libros, dedicados por él, y vendidos por aquel al que se los dedicó. Cataño, me dice, ya no dedica libros a gente que no conoce: los manda con una tarjetita. Porque los críticos, naturalmente, son los que más a menudo hacen brutal crítica literaria llamando a un librero de viejo para que se lleven varias cajas de novedades al mes: ningún crítico vive en una casa tan grande como para acoger todo lo que los críticos reciben al año. Rafael Conte depositaba cajas y cajas de libros en las casetas de la Cuesta de Moyano, y allí podía ir uno a ver las dedicatorias halagadoras con que tantos narradores temerosos le doraban la píldora. Dice Cataño que en los Encantes una buena mañana dio con toda una biblioteca de libros de un crítico de La Vanguardia: podía entender que el crítico se hubiese deshecho de aquellos cientos de libros, lo que no era comprensible era que ensuciase cada tomo con su ex libris. ¿Quería que se supiera que aquellos libros habían merecido su desprecio? Puede ser. La verdad sea dicha, es fácil comprender a los críticos: uno, sin serlo, practica a veces esa modalidad de la crítica literaria que es la mudanza y se ve obligado a desprenderse de decenas de volúmenes. Quien sabe mucho de bibliotecas de autores importantes es Jesús Marchamalo, que se sumergió en la de Cortázar para desvelarnos a un lector minucioso que ensuciaba los libros con sus anotaciones.

Marchamalo publica en estos días Donde se guardan los libros, una serie de entrevistas a autores actuales cuyas bibliotecas visita. Ahí nos enteramos de que Vargas Llosa, que tiene la biblioteca dividida en varias ciudades, puntúa cada libro que lee del 1 al 20; que el infierno está par aGamoneda arriba, en un desván donde guarda los libros que no va a volver a abrir, y que para Pérez-Reverte el infierno está abajo, en un sótano donde quedan los libros que no le interesan y del que raramente escapa algún volumen (ahí tiene Los Detectives Salvajes de Bolaño, por ejemplo). Imposible no preguntarse, al ver las buenas fotos que ilustran el libro, cuáles de estas bibliotecas serán un día columna vertebral de una Fundación o srán expuestas al viento de los libreros. 

Pero acabar como ombligo de una Fundación o ser despedazada por los herederos no son los únicos destinos posibles para las bibliotecas de los escritores. En Estados Unidos, las Universidades suelen pelearse por conseguir que, mientras están vivos, los escritores les cedan los derechos sobre sus archivos y bibliotecas, a veces a cambio de un estipendio o incluso de un puesto: allí consideran que la escritura creativa puede ser una asignatura. En España no parece que muchas universidades estén aún por la labor de comunicarse con escritores provectos para preguntarles qué destino han pensado para sus bibliotecas, pero hay quien, como Francisco Rico, según Marchamalo, se están deshaciendo de una parte importante de su biblioteca para entregarla a la de su Universidad, imponiéndo una una condición: que no aparquen sus libros en una sala especial que lleve su nombre, sino que se integren en el fondo de la Biblioteca.

Secretas de estanterías

Lamentablemente que un escritor ceda su biblioteca a una Universidad, por muy americana que sea, no es garantía de haberle asegurado el futuro. Durante sus últimos años de docencia, Américo Castro, que después de la guerra dio clases en muchas universidades norteamericanas, quiso que el destino de su espléndida biblioteca fuese la Universidad de San Diego (California). Allí se quedaron, hasta que muchos de ellos sufrieron la mentecatez de un expurgo realizado por un analfabeto (bendito sea), que decidió liquidar los fondos de la biblioteca de Castro sacándolos en cajones para que quien pasara por allí se llevara lo que le apeteciese. Gracias al mentecato unos cuantos libreros de viejo hicieron su agosto: libros de Salinas, Guillen, Juan Ramón, Aleixandre, Alberti, Cernuda, dedicados, todos ellos con el ex libris de Américo Castro para hacer felices a coleccionistas de todo el mundo.

Andrés Trapiello

Confiesa Andrés Trapiello, avezado cazador de bibliotecas, que "cuando se vende un libro viejo suele ser porque ha muerto su dueño, porque necesita el dinero o porque ha muerto su dueño, porque necesita el dinero o porque ha dejado de gustarle o no le gusta lo suficiente como para seguir teniéndolo consigo. Así que cada libro viejo viene con una historia. Y todo es relativo: los libros, aunque se hayan pagado por ellos millones, no siempre están en las mejores manos. La rueda de la fortuna también rige para los libros, que un día están mejor y otros peor, según con quién. En mi caso, los viejos han sido la alegría en la casa del pobre, y ha durado mucho".

A él, por ejemplo, le hizo ilusión encontrar en el Rastro la primera edición de La Fontana de Oro, dedicada por Galdós a José María Pereda. "Pereda se quejó años después de que Galdós no le enviara los libros dedicados", explica. También se ha topado con obras suyas dedicadas, "mías y de todo el mundo. Y entonces pienso en lo que decía en la primera pregunta, pero me alegra saber que quizá su segunda vida sea mejor que la primera". De su biblioteca, en cambio, afirma no saber cuál será su destino, pero le gustaría que sus libros "acabaran en manos de gentes que los estimaran y cuidaran, y sólo en el supuesto de que fueran a leerlos. Nada de bibliófilos que tienen los libros en las paredes como esos trofeos de caza tan fúnebres".

¿Las bibliotecas de un coetáneo más valiosas en el futuro? "De las que conozco, la de Abelardo Linares y la de Bonet."

José Carlos Cataño

"Salvo la vez en que un sabio notario barcelonés legó su inmensa biblioteca a todo aquel que se interesara por sus libros, las bibliotecas las he ido encontrando troceadas. De eso hablo de De rastros y encantes. Yo sólo soy un modesto encontrador, y sé que no se encuentra lo que se busca, sino lo que nos despierta el deseo de encontrar algo algún día. Por lejano y curioso, recuerdo una Antología de haikais japoneses antiguos y modernos, un ejemplar dedicado, de los cien que se tiraron en Tokio en 1930, de Kasai Shizuo, que vivió en el Madrid de los años veinte".

A juicio de Cataño, "los hijos de los escritores que acaban saldando sus libros no suelen tener la culpa de su ignorancia, que es lo que suelen heredar. Peor me parecen la ignorancia y el desprecio de las instituciones, por no hablar de las viudas, viudos y albaceas que tratan de reescribir la trayectoria de un escritor. En mi caso me he encontrado en almonedas y librerías de viejo con libros míos dedicados menos veces de las deseables y menos los títulos que más me interesan para volver a regalar. Pero los milagros existen: hace poco me encontré, en un ejemplar dedicado a Vila-Matas, el original mecanográfico de una conferencia mía, "La mujer de Lot". Y confiesa sus dudas: si tuviera que señalar una biblioteca a saquear de un contemporánea, se debate "entre la de Juan Manuel Bonet y la de Trapiello"


Juan Bonilla


El Cultural 4-10 de noviembre de 2011




domingo, 13 de julio de 2025

LAS LIBRERíAS NÓMADAS

Una librería portátil, digna heredera de la tradición nómada de los vendedores de la Antigüedad.

Por Jorge Carrión

Todo lo que se mueve es poesía", escribió Nicanor Parra, "todo lo que no cambia de lugar es prosa".

Si la novela no es más que una etapa de pocos siglos en la milenaria historia de la narración, las librerías sedentarias son una anomalía moderna en una tradición sobre todo nómada y poética. Fueron viajeros quienes nutrieron de manuscritos la Biblioteca de Alejandría; traficantes de tinta y papel quienes empujaron ideas como ruedas por la Ruta de la Seda; colporteurs quienes se instalaron en posadas y en ferias para vender almanaques y volúmenes religiosos. Los grabados antiguos muestran a esos librescos vendedores ambulantes con baúles y mochilas a cuestas, auténticas estanterías movibles, hombres orquesta de la bibliotecomía y la documentación.

Es por eso lícito preguntarse si no estará sobrevalorado el fondo de una librería. Si en vez de infinitasy monumentales no deberían ser las librerías leves como aire duchampiano, ligeras y cercanas, transportables bibliotecas mínimas y en venta. Como los puestos del

Rastro madrileño o del Mercat de Sant Antoni, volúmenes con doble vida, en grandes cajas de madera y en tenderetes de quita y pon. Como esos días en que el escritor Mario Bellatin se sienta en un banco de un parque cualquiera de México DF, y mientras sus perros brincan él intercambia -por una botella de vino o un billete o incluso otro libro- uno de sus cien mil libros (autoeditados) de Mario Bellatin.

Una breve historia de las librerías portátiles de este cambio de siglo podría acabar con ese proyecto y comenzar en los años setenta, con la Ulysses de París. Regentada por la exploradora Catherine Domain, impulsó e impulsa todavía en Hendaya el Premio Pierre Loti de literatura de viajes. En su otra sede, la de verano.

Porque la librería tiene dos vidas, dos espacios anuales: en la isla de San Luis que rodea el Sena y en el casino frente a la playa norteña. Abundan las librerías sin sede de ladrillos: puro movimiento. Como esa furgoneta azul, Tell a Story, que vaga por Lisboa con su selección de literatura portuguesa, o el Penguin Book Truck, que recorre Estados Unidos. Autocaravanas, bicicletas, coches, camionetas y camiones intervenidos. O motos sin sidecar: el año pasado me cruce en Valencia con Heide, que recuerda su infancia alemana cuando lleva a domicilio en su moto los libros que le compran por Internet. Sidecar Libros, la llaman.

También hay bibliotecas ambulantes.

En Cartagena de Indias, Martín Murillo acarrea por las calles adoquinadas y las plazas caribeñas su Carreta Literaria. En la misma Colombia, Luis Soriano hace que la cultura llegue a las zonas más remotas gracias a Alfa y Beto, sus biblioburros. Y en el Sáhara, aparecen de pronto los bibliobuses de Bubisher, que proporcionan lectura a los refugiados saharauis. Y en Australia, The Footpath Library dispone de furgonetas librescas para acercar las historias a los vagabundos sin techo; mientras en São

Paulo es la bicicloteca la que cumple la misma función. Importan esos cordones umbilicales, esos kilómetros de lecturas que no detectan los GPS. Esas sintonías globales. Todos esos textos nómadas. Toda esa esperanza, en fin.


El Pais Semanal número 1.991 domingo 23 de noviembre de 2014



lunes, 7 de julio de 2025

La biblioteca de los fracasados

Montero Glez

SI HAY UN ESCRITOR que debe su éxito al prestigio de su fracaso, ese es Richard Brautigan. Norteamericano de la época psicodélica, autor de culto, escritor de historias donde igual salen detectives desastrosos que verrugas genitales o pastores que se parecen a Hitler, toda su obra tiene la acidez campera de un banjo tocado en tripi. Un código interno que se hace universal con su titulo mas reconocido. La pesca de la trucha en America. (Blackie Books), que empieza describiendo la cubierta de su propio libro donde hay una foto de la estatua de Benjamin Franklin, en Washington, semejante a una casa de muebles de piedra. Así arranca. Luego siguen las memorias de una infancia alfombrada con hojas de tebeos y donde los campos queman, culpa de un sol que es una moneda al fuego. Al final, el libro termina con el capítulo de la mayonesa. En su prefacio al citado capitulo, Brautigan escribe que, como expresión de una necesidad humana, siempre quiso escribir un libro que terminase con la palabra mayonesa.

La salsa del rechazo editorial manchó toda su vida. también toda su obra. Ocurrió antes y después de su éxito con La pesca de la trucha en América. La necesidad de compartir una historia es común a todos los humanos. Lo que pasa es que hay quien se lo toma tan en serio que se convierte en escritor. Brautigan fue uno. Su vida que rica en demonios que supo mantener a raya hasta que llegó un mal día, y se pegó un tiro frente a la ventana de su casa, de espaldas a una vida que nunca entendió. Cuando apretó el gatillo tenía muy claro que el fracaso era el lugar más seguro que había conocido allí donde nadie iba a intentar quitarle el puesto. El cadáver de Richard Brautigan fue encontrado semanas después, por casualidad o como se llame eso.

Años más tarde, uno de sus seguidores, el fotógrafo Todd Lockwood, llevó el imaginario Brautigan hasta una librería de Vermont. El resultado fue una biblioteca que sólo admite manuscritos rechazados, igual a la que aparece en su obra titulada El aborto. La realidad, siempre imitadora de la ficción, en este caso resultó atractiva. Para sujetar los manuscritos en las baldas se utilizaron tarros de mayonesa. Pero el detalle de la mayonesa no se quedó aquí y la misma clasificación de los manuscritos corresponde a un sistema bautizado de igual manera, donde aparecen temas universales como el amor, la política, la guerra y en ese plan, la biblioteca Brautigan pronto se iba a convertir en albergue de manuscritos rechazados. También en punto de llegada de peregrinos, seguidores de un santo laico con la mirada tierna y las pintas de hippy. La biblioteca de manuscritos rechazados será el fin de ruta.

Con todo, en esta parada y fonda, no acaba la peripecia. Un mal día toca recoger los manuscritos y desmontar la biblioteca. El fotógrato Todd Lockwood se encarga de ello y empaqueta la biblioteca Brautigan y la guarda en el sótano de su casa mientras encuentra un lugar donde hagan sitio. Al final, después de muchas vueltas, consigue alojarla en el Clark County Historical Museum en Vancouver.

Entonces ocurre lo que ocurre en todas las mudanzas, que se extravía uno de los manuscritos. Suele pasar. Se trata de un volumen de cuentos marcado con el numero #116 y que se clasificó por el Sistema Mayonesa dentro de la categoría dedicada al amor. Venía firmado por Beatic Kalver. Su titulo Love is love con la biblioteca Brautigan de por medio, un fracaso así, no merece ser olvidado.

Montero Glez es autor de Sed de champán (El Aleph).


Babelia núm. 1.180 Sábado 5 de julio de 2014



domingo, 6 de julio de 2025

El viaje alrededor

RELECTURAS Por Enrique Vila-Matas


A finales del siglo XVIII, después de un duelo, Xavier de Maistre fue confinado durante 42 días en Turín. De aquel encierro nace Viaje alrededor de una habitación, un mito literario de sombras borgianas, un recorrido por la inmovilidad

EL INVIERNO PASADO, iba caminando con paso rápido bajo los animados pórticos de la Vía Po de la ciudad de Turín. Hacía frío y buscaba refugiarme en algún café cuando al- guien me dijo que en una habitación de aquella vieja calle, en el invierno de 1794, Xavier de Maistre había escrito Viaje alrededor de mi habitación.

Encontré raro que existiera un lugar físico en el que se hubiera escrito un libro que siempre había considerado exclusivamente un viaje mental. Nunca imaginé que podía existir una habitación de verdad en Viaje alrededor de mi habitación. Y, además, había olvidado que había sido escrito en Turín. Hacía ya muchos años que había perdido mi ejemplar de la colección Austral (recuperado hace unos meses) y la obra del conde de Maistre era para mí más un título sugerente que una obra. Aquel día, me chocó enormemente que la habitación de Viaje alrededor de mi habitación pudiera convertirse en mi circunstancial refugio del frío. Era como si me invitaran a repetir el viaje del exterior al interior que en su momento realizó Xavier de Maistre cuando, por haberse batido en duelo, se vio castigado y confinado por las autoridades militares a permanecer cuarenta y dos días en la distinguida serenidad de aquel cuarto, hoy ya mítico en la historia de la literatura. Mítico, en parte, por Borges, que para estas cosas casi nunca falla. ¿O no nos ocurre con frecuencia que, al cruzar por un mito literario, descubrimos que ya pasó antes por allí la sombra borgiana y le dio un último toque de gracia?


 Una habitación en Piamonte, Turín (Italia). Foto: Alex Majoli / Magnum

En su cuento El Aleph, Borges hace que el libro del conde de Maistre aparezca de una forma lateral, pero suficiente, porque colabora en la comprensión del relato de esa experiencia mística (la revelación de una totalidad fantástica) que ofrece al lector dos modos de referir el asombro de ver más. Por un lado, Carlos Argentino Daneri, una especie de Dante venido a menos, ha estado utilizando el Aleph (pequeña esfera tornasolada que permite ver la simultaneidad del universo) para escribir un monstruoso poema en el que menciona, con patoso esnobismo francés, Voyage autour de ma chambre. Por otro lado, el personaje llamado Borges dice que, al ver el Aleph, temió que en el mundo no le quedara ya una sola cosa más capaz de sorprenderle tanto. Carlos Argentino y Borges parecen una copia de la Bestia y el Alma que, antes de la invención del psicoanálisis, creó el conde de Maistre para que combatieran a brazo partido en su cuarto turinés: “El gran arte de un hombre de genio es saber educar bien a su bestia para que pueda ir sola, mientras que el alma liberada de esta penosa relación, puede elevarse hasta el cielo”.

En el capítulo treinta y siete del libro de Xavier de Maistre encontramos precisamente un tímido Aleph que pudo preceder al de Borges: “Desde la última estrella situada más allá de la Vía Láctea, hasta los confines del Universo, hasta las puertas del caos, he aquí el vasto campo por donde paseo a lo largo y ancho, y con toda tranquilidad, pues carezco por igual de tiempo y de espacio”.

No lo dudemos más. Desde nuestro cuarto habitual, sin salir a calle alguna, nos ha sido dado el gran don (que tantas veces olvidamos) de ver la esfera que permite ver la simultaneidad del universo. Ese don contribuyeron a divulgarlo las páginas de ese pionero viaje alrededor de su cuarto que realizó Xavier de Maistre, nacido en Chambéry, y testigo de una época de grandes cambios para su patria saboyana, cambios que llevaron a este noble a ganarse la vida modestamente como pintor de paisajes en San Petersburgo. Xavier fue hermano menor del famoso y temido Joseph de Maistre, reaccionario sin fisuras. El crítico parisiense Sainte-Beuve, gran propagandista del Voyage autour de ma chambre, define a Xavier como un hermano menor contento de serlo y como un hombre, además, de gran ingenuidad y encanto: “El hombre más parecido moralmente a sus obras que imaginar quepa: ingenuo, sorprendido, dulcemente astuto y sonriente, sobre todo bondadoso, agradecido y sensible hasta las lágrimas con en su primer frescor; en definitiva, un autor que se parece tanto más a su libro por cuanto nunca pensó en ser un autor”.

No pensarse a sí mismo como autor le facilitó el éxito. Y quizás explique en parte la frescura y agilidad que el texto —en la estela shandy de su admirado Laurence Sterne y su celebrado Viaje sentimental— ha conservado. Se da la circunstancia de que este autor, que ignoraba serlo, estuvo en una sola ocasión en París, cuando ya tenía más de setenta años y quedó muy sorprendido al saber que allí era muy famoso y le adoraban. A los parisienses les había hechizado la originalidad de aquel viaje inmóvil y la ligereza cervantina del libro. Y él ni se había enterado. Había vivido años en Rusia sin saber que en Francia había producido estragos su viaje craneal. De hecho, le paraban por las calles de París y le preguntaba la gente de dónde había surgido aquel texto tan sorprendente. De un encierro, decía generalmente el conde, cabizbajo. Pero un día se le iluminó el rostro. El encierro le había conectado con el Universo entero, llegó a confesar.

Proust, Liz Themerson, Perec, Stevenson (la Bestia y el Alma del cuarto turinés se reflejan en Dr. Jekyll and Mr. Hyde) amaron los resultados literarios de aquella conexión con el espacio universal y parodia inteligente sobre la narrativa de viajes extraordinarios. Escribió el conde aquel libro —obra maestra de la levedad— a la manera de un relato autobiográfico en el que alguien, con la excusa, por ejemplo, de describir su escritorio, cuenta básicamente el asombro de ver más. No se sabía todavía por aquel entonces que todo viaje, por muy innovador que fuera, siempre creaba sus precursores. En el caso de Viaje alrededor, Lao Tse, fundador del moderno viaje interior, sería una de las primeras referencias: “Sin salir de la puerta se conoce el mundo / Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo. / Cuanto más lejos se sale, menos se aprende”.

Otro precursor sería el sorprendente Luciano de Samosata, que hace diecinueve siglos escribió que había llegado a la luna en un barco y había sido testigo de una guerra espacial entre el emperador de la luna y el del sol.

Que Viaje alrededor posee la misma levedad y frescura que estos dos clásicos se ve perfectamente cuando De Maistre nos dice que no hay nada mejor que seguir la pista a las ideas, “al modo del cazador que persigue la pieza sin seguir un determinado camino”. Parecía conocer el vaivén moderno entre automatización, parodia y renovación: “Por eso, cuando viajo por mi cuarto, difícilmente sigo una línea recta”. Le movía una poética del vaivén y una natural prevención por si su viaje inmóvil acababa también siendo parodiado. El resultado: una imitación del perpetuo movimiento de la mosca en la habitación, y toda clase de desplazamientos y pensamientos en zigzag. Y un legado no imaginado para el futuro. Sin poder ni sospecharlo, estaba preparando el terreno para que nuestro viaje contemporáneo fuera una sucesión infinita de odiseas de la Vía Po.

Imagino al innovador Xavier de Maistre en el momento mismo de terminar su libro y sentirse más que nunca doble, dividido entre la Bestia y el Alma. Un impulso misterioso le dice que necesita del aire y del cielo y decide dar por concluido el viaje: “Heme aquí preparado; mi puerta se abre; deambulo bajo los espaciosos pórticos de la Vía Po; mil fantasmas agradables revolotean ante mis ojos. Sí, aquí está este hotel, esta puerta, esta escalera, me estremezco de antemano”.

Desde mi cuarto le veo salir a la calle. ¿Es el final de su viaje lo que le estremece? ¿Cómo encaja el primer golpe de aire? Lo sepa o no, su parodia de los viajes va a significar un salto mental, un punto de vista inédito que permitirá a los lectores futuros, sin salir de casa, el asombro de ver las puertas del caos y la simultaneidad del universo. El asombro, en definitiva, de ver más. 

Viaje alrededor de mi habitación. Xavier de Maistre. Funambulista. Madrid, 2007. 176 páginas. 16,80 euros.

www.enriquevilamatas.com



       EL PAÍS BABELIA 02. 01. 2010 

domingo, 15 de junio de 2025

Born losers

Paul Newman en El buscavidas (1961) sunset boulevard/ corbis/ getty

El debut de Walter Tevis, El buscavidas, cuya adaptación al cine protagonizó Paul Newman, demostró la calidad de este outsider literario

Por Kiko Amat 

Si el canon literario fuese una cena de alto copete, Walter Tevis (1928-1984) sería el tipo a quien han colocado en una esquina de la mesa, en un taburete bajo, alejado de la conversación central; mientras Virginia Woolf se resiste a pasarle el vino. Ajeno al modernismo y al "juego con el lenguaje", Tevis escribía novelas realizadas con acción, situación y personajes; hablaba de los marginales, solitarios y born losers (él acuñó el término, de hecho); escribió varias obras de ciencia ficción, en un momento en que -según la crítica culoprieta- el género era basura bolsilibrera: para colmo, era razonablemente popular.

Su éxito fue también condena fáustica. Tevis vio cómo no solo una , sino dos, de sus novelas se adaptaban a filmes célebres -El buscavidas, protagonizada por Paul Newman, y El hombre que cayó a la Tierra, con David Bowie en el papel de alien linfático- pero cobrar de Hollywood le alejó aún más del podio artístico. Incluso el mundillo de la ciencia ficción opinaba que se había subido al carro (el repelente Isaac Asimov le acusó de haber "violado" la "segunda ley termodinámica", o algo así). Parecía destinado a ser siempre un outsider, el raro de cualquier club.

Por desagradable que fuese la alienación, el autor llevaba una vida preparándose para ella. Nació en San Francisco, y a los 11 años le ingresaron en el hospital por un reuma del corazón. Sus padres aprovecharon la postración del niño para mudarse a una granja en Kentucky (le dejaron atrás, por si no ha quedado claro). A los 12, una vez "curado" (seguía hecho una piltrafa), Tevis realizó en solitario el viaje a los Apalaches. al llegar a su destino, a modo de bienvenida, le metieron en una escuela rural llena de bigardos, donde fue apaleado "regularmente".

Como diría Flannery O´Connor, si uno sobrevive a la infancia tiene material para una carrera literaria entera. Y eso es lo que le sucedió a nuestro hombre. Para colmo, por si le faltaran trabas, durante media vida fue alcohólico "común" (la experiencia de otredad le sirvió, decía, para escribir sobre extraterrestres desarraigados y robots abatidos); decidió quedarse en Kentucky, alejado de la élite letraherida; y, quizás pero que todo ello, tras publicar sus dos primeras novelas, optó por dedicarse a la docencia a jornada completa ("La enseñanza se interpuso en mi camino", declaró, "dejaba todo mi entusiasmo en el aula"). Su siguiente obra (Sinsonte, 1980) tardaría 17 años en aparecer.

El buscavidas, su debut largo, es una de las grandes novelas de los años cincuenta, muy por encima de éxitos hipsters del mismo periodo (la endeble On the Road, sin ir más lejos), y suele ser arrinconada por las mismas razones por las que la celebramos sus fans: porque es tirante, comprensible y rabiosa; habla de billar (Tevis trabajó en un salón durante su juventud y adquirió cierta destreza en el deporte); y sus personajes hacen cosas, en lugar de monólogo-interiorizarlas.

Todos ustedes han visto, sin querer o queriendo, el filme homónimo, así que no considero necesario realizar la sinopsis. solo subrayaré que la historia de Fast Eddie Felson, el buscavidas que titula el libro, es (como no podría ser de otro modo) mucho mejor que su versión cinematográfica, y que naturalmente no va solo de billar, sino de oficio, y de conocerse a uno mismo, y luchar contra los propios miedos. Y también de que te guste mucho hacer algo; que te guste má que cualquier cosa del mundo, vamos.

El escritor superó el alcoholismo en 1980, se mudó a Nueva York, y el ocaso de su vida tomó forma de frenesí literario con tres novelas en dos años: Las huellas del sol, 1983; Gambito de dama, 1983, adaptada en exitosa serie de Netflix, y El color del dinero (secuela de El buscavidas), en 1984. Las tres son sobresalientes.



El buscavidas

Walter Tevis

Traducción de Juan Trejo

Impedimenta, 2025

236 páginas. 23,95 euros


El Pais. Babelia  núm. 1.751. Sábado 14 de junio de 2025

domingo, 8 de junio de 2025

El libro como fetiche vuelve a seducir al lector

Enriquecer el objeto de papel con valor añadido y una edición cuidada se abre paso ante el avance imparable del e-book

Por Virginia Collera

Los escritores de ciencia-ficción se atreven a imaginar el futuro, y a muchos de ellos -Issac Asimov, J. G. Ballard, Phillip K. Dick, H. G. Wells- el tiempo les ha dado la razón. Quizás porque él es uno de ellos o, simplemente, porque es un buen conocedor de Internet, a Neil Gaiman le piden, con relativa frecuencia, que haga predicciones de futuro. El año pasado, en el congreso Publishing for Digital Minds, una de las actividades de la Feria del Libro de Londres, le preguntaron por el porvenir de la edición. Entre otras muchas cosas, el británico manifestó: "Sospecho que una de las cosas que deberíamos hacer es libros más hermosos, más delicados, mejores. Deberíamos transformar los objetos en fetiches, dar a la gente una razón para comprar objetos, no solo contenido, si lo que queremos es venderles objetos".

Los Afronautas, de Cristina de Middel, es uno de los fotolibros autoeditados más celebrados de los últimos años.

Ese mismo año, en esa misma feria, paseando por los stands que ocupaban el centro de convenciones Olympia, Javier Celaya, socio fundador de la consultora editorial Dosdoce, ya atisbaba ese futuro que Gaiman apenas había terminado de esbozar: "Vi una vuelta a los orígenes del libro, al respeto máximo a la edición, al valor del libro como objeto, que era algo que habíamos perdido porque se había industrializado demasiado: las editoriales apretaban tanto los márgenes que habían empobrecido el objeto y, por tanto, la experiencia. La transformación digital va a hacer que vuelvan a tomarse en serio la edición en papel".

La cartera del cretino, de Kurt Vonnegut, o Sobrebeber, de Kingsley Amis, son títulos de la editorial Malpaso, que todavía no ha cumplido un año de existencia. Son ediciones en tapa dura, con sobrecubierta y con el canto tintado. Naranja y rojo respectivamente. Son obra de Pablo Martín, premio Nacional de Diseño 2013. "En la tormenta perfecta que vive el sector, con gente que piratea y la competencia del e-book, el libro tiene que estar bien editado, tenemos que aportar un valor añadido para que la lectura sea una experiencia especial", lustifica Malcolm Otero, director editorial de Malpaso. Sus libros presumen de otra innovación: si se compra un ejemplar, la editorial facilitará un código de descarga a quien lo solicite. "Es justo que quien compre el libro en papel tenga también su versión electrónica. Dicho esto, el porcentaje de gente que la pide es bajo".



La fiesta de la señora Dalloway perteneciente a la colección ilustrada de Virginia Woolf de Lumen.


En los últimos años, el futuro del libro de papel ha oscilado entre los que se lo negaban y los que lo defendían en una convivencia más o menos cordial con el e-book: en Estados Unidos, un estudio reciente de Pew Research ha concluido que cada vez se leen más libros electrónicos, pero el papel sigue siendo el formato más utilizado y, además, la mayoría de los que leen en soporte digital, también lo hace en formato físico. En España, el último barómetro elaborado por la Federación del Gremio de Editores arrojaba que, en 2012, un 11,7% de la población ya leía en formato digital, pero la incidencia de las descargas ilegales -el 84% de los contenidos consumidos es pirata, según la Coalición de Creadores e Industrias de Contenidos- emborrona cualquier intento de obtener una imagen real. Fue Arthur C. Clarke, otro autor de ciencia-ficción, quién afirmó que intentar predecir el futuro era "una ocupación desalentadora y peligrosa". Quizá también inevitable. Marta Borrell, directora creativa de Penguin Random House, es optimista. "Con la aparición del digital, el mundo del libro vive un renacer interesantísimo, atravesamos un momento muy especial", asegura. "Creo que hay una demanda de libros más cuidados, una nueva sensibilidad. El digital y el papel son complementarios, y las editoriales queremos llevar el contenido al mayor número de lectores, en el formato que sea, brindándoles la oportunidad de vivir distintas experiencias a distintos precios. En Lumen pueden leer a Virginia Woolf en digital, en rústica o en una edición ilustrada que, en cuanto abres el libro, te transporta a un lugar especial".

Esas ediciones de Un cuarto propio o La fiesta de la señora Dalloway están pensadas para perdurar. "Son casi de coleccionista, piezas que desearás tener", apunta Borrell. son objeto de regalo. Y esa, según Celaya, es una de las claves: "En España hay mucha tradición de compra de libros como obsequio, y para que estos puedan competir con otros objetos hay que darles un valor sensorial. El 33% de las ventas de las grandes cadenas de librerías son productos considerados no libros, y dentro de ese concepto entran estas obras más esmeradas".

El paisajista Jesús Moraime acaba de autoeditar la primera entrega de la colección Jardins de Lisboa: Marqués de Fronteira, Ultramar y Gulbenkian. Son libros de pequeños formato, con una cubierta que remite a los azulejos de las fachadas de los edificios de la capital portuguesa. En su interior se suceden estampas de los jardines, un total de 14 fotografías, un plano de textos de Ray Loriga. Ahora ocupa un lugar privilegiado en la librería Panta Rhei de Madrid, especializada en libros de arte y diseño. "Cada vez llegan más libros autopublicados: los costes de imprenta se han abaratado y los autores no se lo piensan y lo hacen ellos mismos. Al ser proyectos personales, son ediciones cuidadas, especiales", explica Lilo Arcebal, responsable de la librería. Para editar los nueve libros de Jardins de Lisboa, Moraime se alió con el estudio de edición de arte Siete de un Golpe. "Siempre pensé en hacerlo por mi cuenta, sin recurrir a editoriales; quería un producto redondo, no hacer concesiones".

Esa democratización del proceso de edición está en el germen de otro renacer: el del fotolibro. En estos momentos, tres exposiciones (Libros que son fotos, fotos que son libros, en el Museo Reina Sofía; Los mejores libros de fotografía del año, en la Biblioteca Nacional, y Fotolibros. Aquí y ahora, en la Fundación Foto Colectania) exploran el pasado, presente y prometedor futuro del género en España. Jesús Micó, responsable de la sala de exposiciones La Kursala, en Cádiz, es el impulsor de obras como Ostalgia, de Simona Rota, elegido como uno de los mejores libros del año por la organización D&AD, o Los Afronautas, de Cristina de Middel, uno de los fotolibros de mayor resonancia crítica de los últimos tiempos: fue galardonado con el Photo Folio Review en los Rencontres d´Arles de 2012 y finalista en Paris Photo, y recibió una nominación para la prestigiosa Deutsche Börse -entre otras distinciones-. Los Afronautas agotó su tirada de 1.000 ejemplares en pocos meses y estos son ahora objeto de deseo entre coleccionistas: el fotógrafo de la agencia Magnum Martin Parr se hizo con cinco copias.

"El fotolibro da un mayor valor añadido porque es una obra en sí y ofrece una experiencia de lectura única, individual, intimista, que se está consolidando en el proceso de promoción y legitimación de la obra fotográfica", explicó Micó. "Antiguamente un fotógrafo solo podía ver su obra en un libro si la iniciativa era de una institución, pero hoy tenemos una gran preparación académica y técnica, que no se han visto apoyados por el sistema y han tenido que apostar por el fotolibro para a dar conocer su trabajo".


El Pais. Babelia núm. 1.176 Sábado 7 de junio de 2014


viernes, 6 de junio de 2025

Un monstruo en el club de lectura

El faro del fin del mundo / Jacinto Antón


El autor del texto, con una máscara de un monstruo de H.P. Lovecraft. J.A.

La horrorosa, infame, abominable y repulsiva criatura avanzó dando tumbos, chocando con las estanterías y con algún cliente despistado. Vestía una larga túnica negra de acólito con capucha, bajo la cual se percibían unos ojillos reptilescos y una masa de tentáculos que brotaba de la cara. El blasfemo ser se dirigió hacia la sala de actos y se dio contra la puerta de cristal produciendo un ruido sordo y tentacular seguido de un gruñido inhumano. El engendro no veía casi nada, apenas podía respirar y se preguntaba qué le había llevado a meterse en esa situación y lo que pensaba, porque el monstruo era yo.

Los acontecimientos que me llevaron a transformarme en abominación reptante, concretamente en semilla estelar de Cthulhu, siguen la lógica implacable de los relatos de Howard Philips Lovecraft (HPL). Cuando me sugirieron Loredana Volpe y Antonio Torrubia participar en una sesión en la librería Gigamesh de Barcelona de la nueva temporada (la segunda) del Club Lovecraft de lectura, les dije que sí (cualquiera dice que no, igual se te enfadan Nyarlathotep o el propio Cthulhu, y la liamos). La sesión iba a estar dedicada a repasar En la noche de los tiempos parte fundamental del canon lovecraftiano y una obra que me gusta especialmente porque salen exploradores que enloquecen, exploradores que enloquecen, excavaciones arqueológicas, presencias innombrables, libros prohibidos y mi alma mater: la Universidad de Miskatonic.

Desgraciadamente no caí en la cuenta de que el día de la convocatoria de la sesión del club yo tenía una fiesta de carnaval. Era una fatal coincidencia, pues mira que hay eones para celebrar cosas. Y entonces se me ocurrió una genialidad. Dado que la fiesta empezaba a las ocho y media y mi participación en el Club Lovecraft era a las siete, ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro y acudir a la sesión disfrazado de criatura lovecraftiana para luego ir sin solución de continuidad (ni de identidad) al carnaval?

Me puse a buscar un atuendo que me sirviera para ambas convocatorias. Encontré en Amazon una realista máscara de látex de "Monster of R´lyeh". Era convenientemente horrible y pulposa e hice el pedido rascándome el bolsillo (79 euros). Añadí una túnica con capucha. Llegado el viernes, entré en la librería dispuesto a dar la campanada. Accedí a la sala de actos y ocupé mi puesto en la mesa, provocando la natural conmoción. Hablamos apasionada y sesudamente de En la noche de los tiempos (1936), acordando que es uno de los mejores textos de Lovecraft.

A todas estas yo me había desprendido ya de parte de mi caracterización de aborrecible hierofante cthulhiano. Me pareció muy interesante, y así lo hice notar a la concurrencia, que mi experiencia era muy parecida a la del protagonista de la historia, el profesor Peaslee, poseído por una entidad arcana y monstruosa. Quizá fue por ello, por la identificación con el extraño, por lo que me encontré intentando reivindicar un poco a Lovecraft (1890-1937) ante las descalificaciones que le han caído por racista y supremacista blanco, y que han llevado a acciones de cancelación de su figura. Pero el racismo de HPL es indiscutible, y despreciable. Por si hubiera pocas evidencias, el tercer volumen de sus cartas editadas por Javier Calvo (El terror de la razón, Aristas Martínez, 2024) lo deja clarísimo. Calvo selecciona una veintena de misivas que, incluso a los que somos muy fans de sus historias como él o como yo, nos dan ganas "de mandar a Lovecraft al infierno", por no decir a la mierda. En esas cartas, HPL abomina de la multirracial Nueva York, o sostiene que "por muy listo que sea un negro siempre estará más cerca de los gorilas".

A la vista de eso, el disfraz de monstruo lovecraftiano tomaba otro significado. La máscara tentacular me pareció una expresión de los pecados del escritor y no me vi con ánimos de irme de fiesta ataviado así, no digamos de bailar. Me marché de Gigamesh cabizbajo, sin olvidarme de entregar a la salida mi óbolo a la figurilla de Cthulhu en su hornacina, pensaba en un plan b: tenía poco margen, pero, bueno, siempre he querido convertirme por un rato en el general Custer...


El Pais, sábado 8 de marzo de 2025