Por Marta Sanz
Un pingüino en mi ascensor. Un elefante en la cacharrería -o en la bañera-. Una burra en un garaje. Un africano por la Gran Vía. Una profesional bonaerense en una residencia de estudiantes de Heidelberg. En la habitación alemana. En una habitación alemana que no está en Berlín ni Hamburgo ni Fráncfort, sino en ese lugar llamado Heidelberg que no fue destruido por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Se riza el rizo y el entorno rutinario que ilumina por el efecto de la disonancia y la imprevisibilidad: "Mi baño, mis toallas, mi cocina, mis ollas, mi living, mi sillón, mi biblioteca, acá mi pequeño jardín, mis plantas, mi regadera, mi pájaro muerto en el césped...". Es como si Maliandi pusiera en práctica los aprendizajes de talleres de escritura creativa a los que quizá no haya asistido nunca. Da igual. El texto es amargo, tierno, a ratos divertidísimo. Una mujer, dolida y desubicada, vuelve al exótico lugar de su infancia, donde su papá fue profesor cuando era pequeña, y vive experiencias que se parecen al viaje de Alicia en el país de las maravillas: una luminosa muchacha japonesa suicida y le lega los bienes, entre ellos sus zapatos; un chico tucumano se convierte en fiel escudero; el fiel escudero, que dice ejermosa para expresar su admiración por la casa en la que la protagonista encuentra el pájaro muerto, tiene una hermana, Marta Paula, que llama por conferencia desde Tucumán para comunicar los vaticinios de una pitonisa peligrosísima; la señora Takahashi -soy fan-, no disimula su atracción sexual hacia los jovencitos; hay un karaoke, cenas, hospitales y subidas al castillo de Heidelbarg, que para mí es un lugar misterioso y bellísimo. La protagonista-narradora, rodeada de sombreros locos, está atrapada de sombrereros locos, está atrapada en un tiempo que ella misma ha cerrado en bucle. Un tiempo que es casi una cualidad del espacio. se dice que Maliandi no escribe sobre el crecimiento personal y es cierto; sin embargo, a mi me parece que escribe sobre la perplejidad de los aprendizajes. Y los aprendizajes de la perplejidad. Como en Alicia, también los reflejos tienen importancia. La fusión de las imágenes en dos espacios aparentemente distintos.
Hay que felicitar a la editorial Barrett por haber rescatado esta novela publicada en 2017. De vuelta al humor, me pregunto si hoy a la autora se le habría ocurrido escribir ejermoso reproduciendo el sonido de cierta habla tucumana o retratar a la señora Takahashi. Espero que sí. Carla Maliandi muestra su sabiduría a la hora de construir personajes, articular tramas, conseguir efectos de extrañeza. Pero, sobre todo, destaca por un finísimo sentido del humor y un toque de locura contenida que le permiten hablar del duelo y de la pérdida de las razones para vivir, de la semilla oscura, a través de las claves del relato maravilloso, lo absurdo y lo onírico. La ausencia de sentido de la vida trasciende los códigos del existencialismo o de la filosofía de los pensadores que deambularon por Heidelbarg, y se coloca sobre el alambre funámbulo de una antiheroína que vive en lo pequeño y lo risible. Detrás del duelo llega una esperanza sin ingenuidad, que adopta múltiples formas y nace en los lugares más inesperados. La nieve, el Neckar, el regazo caliente de un bisonte. Que magnífico final. Síntesis pura.
La habitación alemana
Carla Maliandi
Barrett, 2024
160 páginas. 17,90 euros
El Pais. Babelia Núm. 1.730. sábado 18 de enero de 2025