jueves, 13 de marzo de 2025

Alicia en el país de las pesadillas

 Por Marta Sanz

Un pingüino en mi ascensor. Un elefante en la cacharrería -o en la bañera-. Una burra en un garaje. Un africano por la Gran Vía. Una profesional bonaerense en una residencia de estudiantes de Heidelberg. En la habitación alemana. En una habitación alemana que no está en Berlín ni Hamburgo ni Fráncfort, sino en ese lugar llamado Heidelberg que no fue destruido por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Se riza el rizo y el entorno rutinario que ilumina por el efecto de la disonancia y la imprevisibilidad: "Mi baño, mis toallas, mi cocina, mis ollas, mi living, mi sillón, mi biblioteca, acá mi pequeño jardín, mis plantas, mi regadera, mi pájaro muerto en el césped...". Es como si Maliandi pusiera en práctica los aprendizajes de talleres de escritura creativa a los que quizá no haya asistido nunca. Da igual. El texto es amargo, tierno, a ratos divertidísimo. Una mujer, dolida y desubicada, vuelve al exótico lugar de su infancia, donde su papá fue profesor cuando era pequeña, y vive experiencias que se parecen al viaje de Alicia en el país de las maravillas: una luminosa muchacha japonesa suicida y le lega los bienes, entre ellos sus zapatos; un chico tucumano se convierte en fiel escudero; el fiel escudero, que dice ejermosa para expresar su admiración por la casa en la que la protagonista encuentra el pájaro muerto, tiene una hermana, Marta Paula, que llama por conferencia desde Tucumán para comunicar los vaticinios de una pitonisa peligrosísima; la señora Takahashi -soy fan-, no disimula su atracción sexual hacia los jovencitos; hay un karaoke, cenas, hospitales y subidas al castillo de Heidelbarg, que para mí es un lugar misterioso y bellísimo. La protagonista-narradora, rodeada de sombreros locos, está atrapada de sombrereros locos, está atrapada en un tiempo que ella misma ha cerrado en bucle. Un tiempo que es casi una cualidad del espacio. se dice que Maliandi no escribe sobre el crecimiento personal y es cierto; sin embargo, a mi me parece que escribe sobre la perplejidad de los aprendizajes. Y los aprendizajes de la perplejidad. Como en Alicia, también los reflejos tienen importancia. La fusión de las imágenes en dos espacios aparentemente distintos.

Hay que felicitar a la editorial Barrett por haber rescatado esta novela publicada en 2017. De vuelta al humor, me pregunto si hoy a la autora se le habría ocurrido escribir ejermoso reproduciendo el sonido de cierta habla tucumana o retratar a la señora Takahashi. Espero que sí. Carla Maliandi muestra su sabiduría a la hora de construir personajes, articular tramas, conseguir efectos de extrañeza. Pero, sobre todo, destaca por un finísimo sentido del humor y un toque de locura contenida que le permiten hablar del duelo y de la pérdida de las razones para vivir, de la semilla oscura, a través de las claves del relato maravilloso, lo absurdo y lo onírico. La ausencia de sentido de la vida trasciende los códigos del existencialismo o de la filosofía de los pensadores que deambularon por Heidelbarg, y se coloca sobre el alambre funámbulo de una antiheroína que vive en lo pequeño y lo risible. Detrás del duelo llega una esperanza sin ingenuidad, que adopta múltiples formas y nace en los lugares más inesperados. La nieve, el Neckar, el regazo caliente de un bisonte. Que magnífico final. Síntesis pura.



La habitación alemana

Carla Maliandi

Barrett, 2024

160 páginas. 17,90 euros


El Pais. Babelia Núm. 1.730. sábado 18 de enero de 2025


martes, 11 de marzo de 2025

Una novela negra furiosa y combativa

La escritora Ivy Pochoda. Maria Kanevskaya (Siruela)


Por Juan Carlos Galindo

Es probable que los lectores que lleguen por primera vez a Ivy Pochoda a través de estas páginas se sientan un poco perdidos, en particular si se trata de aficionados a la novela negra. No se preocupen han aterrizado en otro planeta literario, uno que brilla sin necesidad de estrellas que le den calor, un universo autónomo dentro del género, el planeta Pochoda. Sigan. No se arrepentirán.

Florence Florida Baum es una reclusa de una prisión de mujeres en Arizona. Estamos al principio de la pandemia y l vida en la cárcel se complica. además, esta niña bien de fondo oscuro tiene una amenaza constante, Diana Diosmary Sandoval, alias Dios. La primera parte, la carcelaria, tiene ya esa potencia de la literatura de Pochoda, que vimos en Esas mujeres (siruela, 2022): voces que no sabes de dónde vienen, temblores en el lector, potencia a raudales, mujeres que valen por sí mismas, sin mediaciones masculinas, enseñando los dientes.

La libertad será solo el principio de algo. a Dios y a Florida les une un oscuro secreto, uno que apela directamente a la gran pregunta de la novela negra: ¿qué tenemos ahí dentro, muy al fondo, que nos hace pasar en ciertas circunstancias ciertos límites? Porque hay que avisar al lector de dos aspectos esenciales de esta historia. Por una parte, no es procedimental -a pesar de la presencia, muy potente, de una mujer policía-, tampoco una novela enigma, sino que bordea el género y lo retuerce. Por otra parte, Florida y Dios no tienen una sola cara, no son solo víctimas, ni perpetradoras, no son de una pieza y nunca serán mujeres fatales. Hay furia contenida y furia desatada, contra los monstruos interiores y contra las barbaridades del sistema. Se siente sobre ellas el peso de un mundo diseñado por hombres, de su violencia y desconsideración, pero no esperen llanto aquí. Ahora bien, cuidado: la autora no juzga ni justifica, en un ejercicio literario complicado del que sale viva gracias al poder de las voces que pueblan el relato.

Un poco antes de la mitad el libro da un salto. Podría haberse quedado en una road movie alocada con dos mujeres aplastadas por el peso de la culpa, el pasado y la violencia de sus actos. Pero entonces no estaríamos ante una novela de Pochoda, que incluye aquí al personaje que da equilibrio a todo: la inspectora de policía Lobos (cuántos habrían hecho ocho novelas solo con este personaje), una mujer con una enorme rabia contenida que tiene un origen común al de Florida y Dios, pero contra el que ella lucha de otra forma.

Queda el contexto, porque Florida huye a Los Ángeles, su casa, una ciudad en constante destrucción, que en la novela aparece como un lugar fantasma atravesado por los efectos de la pandemia (y no tan distinta a la del Harry Bosh de Michael Connelly o la del reciente y vibrante Silencios que matan, de Jordan Harper). La protagonista se adentra en los asentamientos masivos de personas sin hogar, no tan lejos de la mansión familiar, y el lector alucina, conoce otras formas de violencia, se ahoga con la protagonista en esa ciudad apocalíptica.

"Al final lo hecho, hecho está, y no hay manera de deshacerlo. Que otros busquen la moraleja si la quieren", dice uno de los personajes hacia el final, un remate justo y nada reparador, violento, de una historia que no pretende tranquilizar conciencias.

Uno de los grandes méritos de Ivy Pochoda es que no hace una sola concesión al espectáculo, pero el lector queda igualmente atrapado; no utiliza el ritmo del thriller, pero no se puede parar de leer, es imposible escapar de su hechizo. Una melodía de muerte y destrucción no es Esas mujeres, uno de los libros más potentes del género en la última década, pero no deja de ser turbador y magnífico.




Una melodía de muerte y destrucción

Ivy Pochoda

Traducción de Pablo Gonzalez-Nuevo

Siruela, 2025

304 páginas. 24,95 euros


El Pais. Babelia Núm. 1.734. Sábado 15 de febrero de 2025

martes, 11 de febrero de 2025

Cervantes en Lisboa por Javier Rioyo


Miguel de Cervantes pasó dos años felices y misteriosos en Portugal. Conoció amores y decepciones. Entre la primavera de 1581 y la de 1583, con alguna escapada, tiene su inestable residencia en Portugal, principalmente en Lisboa. Un periodo de la vida de nuestro genio que todavía sigue siendo una de las páginas menos conocidas, estudiadas, contadas y controvertidas de su aventurera existencia.

Todos los biógrafos hablan de su estancia, como pretendiente en corte, en busca de los favores de Felipe II en los primeros momentos de su reinado portugués. Y todos pasan deprisa sobre los trabajos, los días y las noches de nuestro excautivo en aquella capital del mundo occidental. Años de esplendor y conquistas en una ciudad que vivía entre el contento y el descontento, entre el derroche y el sometimiento, la llegada, más o menos pacífica, de ese nuevo rey que venía de Castilla. El rey Felipe, aconsejado por Cristóbal de Moura, repartió bienes, concedió títulos y ganó con dádivas a sus nuevos cortesanos.

Miguel, con más de treinta años, sin oficio ni beneficio, la familia endeudada a causa del rescate de su cautiverio, un muñón en su mano izquierda -la sola "condecoración" de su paso por Lepanto- y con las honestas pretensiones de ser recompensado, se lanza una vez más al camino. Atrás se queda su complicada familia, sus compañeros de infortunios y toda una grey de pedigüeños que quieren pasar por héroes de batallas navales. Fanfarrones que pululaban por la corte - que sólo tenían de la Naval, o de "nabales", según Quevedo, el haber comido nabos- toda una turbamulta de vulgares pretendientes con los que el digno y pobre hidalgo Miguel no quería ser confundido.

Miguel de Cervantes. Retrato del escritor de Alcalá de Henares (1547-1616). La litografía es de Célestin Nanteuil, realizada en el siglo XIX.

Con todos se tuvo que mezclar en su vida errante. No tardó en darse cuenta de que él "no servía para la corte". Aunque no dejó de intentarlo.

Lisboa estaba en cuarentena por la peste. La ciudad enriquecida y dorada por el oro de América, adornada por las telas de Oriente, se preparaba para la llegada del nuevo rey que esperaba en la ciudad de Thomar. Allí, rodeado de sus cortesanos, entre otros Mateo Vázquez, el mejor contacto de Cervantes, el rey se sintió liberado de severidades. Se despojó de su negra ropa, de la severa golilla y se "vistió bizarramente, de ricas telas y alegres colores a la portuguesa". Se desmelenó el monarca. Cuando llegó a Portugal, las "regatonas y placeras" de la Rua Nova dijeron: "Qué buen rey, qué mal empleado en los castellanos".

En ese ambiente llegó Miguel. Se fascinó con la ciudad y sus damas. "Para galas Milán, para amores Lusitania". Pretendía conseguir destino en América o empleo que le permitiese tiempo para sus pasiones poéticas y amorosas. De sus moradores escribe: Son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados porque son discretos; y que la hermosura de sus mujeres admira y enamora". Algunos creen que allí tuvo a su hija natural Isabel de Saavedra.

Otros lo niegan, pero nadie sabe a ciencia cierta qué hizo, cómo vivió y con quién en Lisboa.

Consiguió una misión secreta para Orán y Mostagán por cien escudos que cumplió con celeridad. Regresó a Lisboa para dar cuenta de su misión. Y le perdemos la pista. Su hermano Rodrigo le encuentra en la ciudad antes de partir a las guerras para vencer la oposición al rey en las Azores. El iluso Miguel "estropeado" para el servicio de la milicia, veterano y excautivo, cree que es hora de que se le concedan favores reales.

No fue así, una vez más se le niegan capitanía y empleo. Volverá a Madrid. Comenzará su "profesión" de escritor. Llegarán La Galatea, las poesías y las comedias para los corrales. El dinero siempre le sería ajeno.

Y la vida y la literatura le esperaban con nuevas dichas y desdichas. El caballero andante buscaba su destino •

El Pais Semanal nº 2000 Domingo 25 de enero de 2015

lunes, 3 de febrero de 2025

Llega correo de Marte: se publican las iluminadoras cartas de Ray Bradbury

 Jacinto Antón

Ray Bradbury en Los Ángeles, California, en torno a 1980.

Michael Ochs Archives (Getty Images)

"Creo que va a haber que cambiar las fechas de la nueva edición de Crónicas marcianas", escribió el 7 de julio de 1996 Ray Bradbury al editor Lou Aronica al ver que la fecha original que daba su libro de 1950 para el inicio de la conquista humana del planeta rojo era 1999 -luego se desarrollaba hasta 2026- y la cosa estaba aún muy verde. "Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no?¿Para hacerlo coincidir con la expedición a Marte? Por favor, que alguien haga un cálculo aproximado y me contáis, ¿vale? La primera fecha en vez de 1999 podría ser 2029 y luego habría que calcular a partir de ahí, ¿de acuerdo? Así la NASA tendrá más de 30 años (de 1996 a 2029) para cumplir mi profecía".

La carta del escritor de ciencia ficción a quien más se asocia con Marte (con perdón de H.G. Wells y Edgard Rice Burroughs) y que pidió que sus cenizas sean llevadas y esparcidas allí cuando quiera que llegue la primera expedición (¿2029?, ya veremos, vuelve a estar muy cerca) es una de las que puede leerse en la interesantísima selección de su correspondencia que compone el volumen Recuerdo, que acaba de editar Minotauro (traducción del inglés de Pilar de la Peña Minguell).

El tomo, de medio millar de páginas, incluye casi 300 cartas entre las enviadas y recibidas por el autor de Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. El libro proporciona una mirada excepcional sobre la vida y la creación de Bradbury (1920-2012) y pone de manifiesto la extensión de los contactos del escritor de Waukegan (Illinois) y lo abundante d su correspondencia. Entre los correspondientes que aparecen en el libro figuran otros autores, editores, cineastas, amigos, admiradores y familiares (una carta es a su mujer Maggie, a la que se ha sabido que engañaba). Bradbury se carteó, entre otros muchos, con Graham Greene, W. Somerset Maugham, Bertrand Russell, Gore Vidal, August Derleth, Stephen King o ¡Anaïs Nin! ("admiradora fiel", aunque sin duda tenían distintas ideas sobre Venus); y con grandes directores de cine como John Huston, Federico Fellini y François Truffaut. Sorprende encontrar correspondencia con personajes tan inesperados como Richard Bach, el mimo Marcel Marceau, Leon Uris, John Fitzgerald Kennedy o los dos presidentes Bush (las cartas son con motivo de la concesión de premios).

La selección de las misivas, que lleva por título el de uno de los poemas más emotivos del escritor, está dividida en 12 secciones en función de con quién se intercambiaron las cartas (mentores, escritores noveles, literatos contemporáneos, cineastas, editores y editoriales, agentes, amigos y familia), además de varias oficiales y algunas reflexiones de Bradbury. Las cartas, destaca el editor de las mismas, Jonathan R. Eller, que ha realizado una tarea monumental buscándolas por numerosos archivos y que las contextualiza una por una, "ofrecen la primera mirada sostenida a su vida interior, desde los últimos años de su adolescencia hasta su novena década".

A lo largo de la correspondencia va surgiendo un retrato completísimo de Bradbury con sus muchas luces (su entusiasmo, su alegría vital y su sentido de la maravilla, su generosidad) y sus sombras (inseguridad, vanidad, dificultad para aceptar las críticas). Pero, sobre todo, recalca Eller, en las cartas nos aparece es escritor irrepetible que "se centraba en las cosas que mejor conocía: las esperanzas y los miedos, los sueños y las pesadillas, los amores y los odios que surgen de la infancia y nos acompañan toda la vida". O como le escribe el propio Bradbury al crítico cultural Russell Kirk en 1967, "en el fondo, por encima de todo, lo que me mueve la mayoría de las veces es una inmensa gratitud por haber tenido esta ocasión única de estas vivo, de vivir una experiencia milagrosa que nunca deja de ser extraordinaria a la par que desconcertante".

"Flotad ligeros"

En otra carta, de 1951, nos deja otra recomendación muy raybradburiana, con tintes de su admirado Robert Frost, que merece encuadrarse: "Bueno, chicos, pescad, navegad, construid, escribid, echad unas cabezadas, montad a caballo, flotad ligeros por las tardes doradas que se avecinan". Y en otra, de 1958, escribe: "No puedo rebelarme contra lo que llevo en las venas. Las películas, las máquinas y la naturaleza, todo mezclado con magos, ferias y demás, encuentran un modo de resolver los problemas a través de mi obra".

Atraviesan las cartas, con mucha información biográfica, momentos tan destacados en la vida de Bradbury como el nacimiento de sus cuatro hijos, o la vez que vio a Laurel y Hardy en persona. El miedo al avión, el vía crucis y los desengaños y sinsabores de algunos proyectos. Ya en 1948 escribía: "El Futuro (¡con mayúscula!) se acerca rápidamente. La era de los cohetes se nos echa encima". A destacar las cartas que cruzó con Stephen King a propósito de La feria de la tinieblas. Particularmente emotivo, es asimismo el intercambio epistolar con Arthur C. Clarke, y la carta que este le escribe a Bradbury el 11 de agosto de 1992 recordando la muerte en abril de Asimov. "Aún estoy triste por lo de Issac. Empieza a quedarse muy sola la meseta de los dinosaurios, ¿no te parece?".

En las cartas del hombre que nos hizo soñar con el futuro aparece una consideración sobre los robots (1974) que muestra lo que hubiera podido opinar de la actual polémica sobre la inteligencia artificial (IA). "Y en cuanto a los robots a los que dices temer", le escribe al autor británico Brian Sibley, "¿por qué temer algo?, ¿por qué no crear con ello? No me dan miedo los robots. Me da miedo la gente, la gente, la gente. Quiero que sigan siendo humanos. Puedo ayudar a humanizarlos con el uso sabio y maravilloso de los libros, las películas, los robots, y mis propios pensamientos, mis manos y mi corazón. (...) Pero ¿los robots? Dios, los adoro. Los usaré humanamente para enseñar todo lo de arriba. Mi voz saldrá de ellos y será una voz maravillosa".


El Pais. Sábado 21 de diciembre de 2024


domingo, 2 de febrero de 2025

Primera entrada de un dietario

 Las horas paganas / Manuel Vicent

Un edificio colonial en Shanghái (China) en 1988, en una imagen del reportaje 'Shanghái, la sopa más espesa', de la serie 'Por la ruta de la memoria'.

Francisco Ontañon

Hace 10 años, el día 1 de enero de 2015, empecé a escribir este dietario, sin saber adónde me iba a llevar ese río de palabras. He aquí la primera entrada. Abro el periódico y leo que en la celebración del año nuevo en Shangái se ha producido una avalancha en la que ha habido 36 muertos y 47 heridos. Ha ocurrido durante los últimos minutos de esta Nochevieja en la zona del Bund. La avalancha ha sido debida a que una empresa publicitaria comenzó a lanzar desde la ventana del hotel Cathay una gran cantidad de billetes de 100 dólares falsos y la gente se dispuso a matarse bajo esa lluvia de dinero, materia de todos los sueños del capitalismo que en China ya ha tomado carta de naturaleza. "De repente, no nos podíamos mover y empecé a escuchar gritos de socorro", dijo un testigo. El poder económico en China se presentó ante el mundo como un desafío en los Juegos Olímpicos de 2008. Por fortuna los chinos no tienen Dios. Solo nos faltaba otro Dios monoteísta adorado por 1.400 millones de fanáticos en Oriente, en lucha abierta contra los tres dioses coléricos de Occidente, los cristianos, musulmanes y judíos.

Recuerdo que en el año 1986 estuve en Shangái hospedado en ese viejo hotel Cathay, que entonces se llamaba De la Paz, el nuevo nombre impuesto por el maoísmo para borrar su pasado imperialista. El Cathay era el hotel de las novelas de aventuras de Vicki Baum, por donde pasaron los personajes de Somerset Maugham, los héroes de Conrad y trascurren escenas de La condición humana, de André Malraux. Mi habitación conservaba un destartalado vestigio de los tiempos de esplendor; contenía armarios en los que se podía entrar caminando y la taza dorada del retrete se hallaba en lo alto de cinco peldaños alfombrados como un trono; en aquella cama con baldaquino de seda raída de noche el soplido de las sirenas de los barcos que bajaban por el río Whangpoo hacia los mares del Sur me hacían creer que había todavía fumaderos de opio y burdeles en la calle Szechuan, gánsteres con esmoquin blanco vigilando las fichas y los dados de las timbas donde acudían los reyes de la prostitución en coches con los cristales antibalas tintados y en la sala de fiestas del hotel cantaba, rodeada de elegantes rufianes, una misteriosa dama con el pelo laqueado y la falda abierta hasta la cintura. El maoísmo había barrido todo aquello. En la habitación había arraigado tal vez desde principios de siglo ese dulce olor a melaza que desprenden las maderas nobles y tratando de dormir arrullado por las mandíbulas de la carcoma que estaba devorando una de las patas de la cama me preguntaba cuántos aventureros, mercaderes, amantes, asesinos, escritores, artistas habrían cabalgado sus sueños en este lecho con baldoquino de palosanto.

Había llegado a Shangái por la noche cuando el hormiguero estaba apagado. Al día siguiente por la mañana me eché a la calle y en la calzada Nanking me vi de pronto aplastado por la humanidad. Miles, cientos de miles de cuerpos humanos todos con el mismo rostro formaban torbellinos como sifones en cada esquina y por uno de ellos fui engullido para ser transportado en volandas entre piernas y brazos sin ninguna dirección salvo la que marcaban a ciegas la propia corriente humana hasta una plazoleta donde rompían confusas oleadas de carne. Con una sensación de naufrago finalmente quedé arrumbado contra el pretil del río jadeando con las costillas maceradas y hubo un momento en que se me acercó un chino joven, bien trajeado, plantó su cara a unos tres palmos de la mía y con un interés desmedido me preguntó en inglés balbuciente: ¿quién eres? Eso quería yo saber -pensé- en medio de aquella humanidad pegajosa que me rodeaba. Aquel joven me dio su tarjeta y me dijo si había ido a China por negocios que contara con él. Me propuso montar a medias una peluquería de señoras o un bar con chicas guapas. El tipo, tal vez, me había confundido con un occidental que trabajaba en alguna empresa mixta. Sin que acertara a contestarle, dio media vuelta y se perdió.

¿Quién era yo?. En ese instante me sentía una sustancia perpleja mientras caminaba por las callejuelas del barrio antiguo Yuyuan, llenos de tiendas abarrotadas de pelucas y máscaras. El oleaje humano me dejó en la puerta de una pagoda que se hallaba a merced de las golondrinas. En su interior se veneraba a un Buda de jade y en el jardín me encontré con un monje ciego sentado en un banco al pie de un sicomoro. No había edad en aquellos ojos blancos como huevos de paloma. Juraría que tenía mil años. Por medio de una intérprete le pedí un consejo para ser feliz. "No pienses nunca", me dijo, "en las cosas que no has podido conseguir. El yo produce muchos gases. Pásmate ante el milagro de estar vivo. Sé consciente de tu respiración y olvida todo lo demás". A continuación me preguntó quién era yo. No supe qué contestar.


El Pais. Sábado 18 de enero de 2025


domingo, 15 de diciembre de 2024

EL AVION O EL CIELO por Javier Cercas

Palos de ciego

Ilustración de Gabi Beltrán

Lo confieso: hablo muchísimo solo. Lo confieso con alguna vergüenza, porque, salvo don Antonio Machado -que también hablaba solo y aseguraba que quien habla solo espera hablar con Dios algún día-, la humanidad parece considerar que a las personas que hablamos solas nos falta un tornillo. No digo que no, pero yo soy la persona más normal que conozco y sin embargo hablo solo; añado que no siento el menor interés por hablar con Dios algún día, a menos que se me certifique por escrito que al terminar la conversación podré volver a mi casa a tiempo para ver el partido del Barça.

Hay optimistas incurables que piensan que la mala fama del soliloquio es sólo una más de las taras de nuestra época; alegan que en los dramas y novelas antiguos los personajes proferían copiosos monólogos, alegan que eso ya no ocurre, alegan a don Quijote y a Hamlet. Optimistas más incurables aún piensan que la mala fama del soliloquio es sólo una de las taras del capitalismo; alegan a Jorge Ibargüengoitia, quien, tras su primer viaje a la Cuba de Castro, escribió que "en Cuba se habla con conocidos, con desconocidos y, cuando no hay nadie cerca, a solas".

Los optimistas incurables olvidan que don Quijote y Hamlet estaban locos (o casi), y que ya nadie escribe soliloquios por la misma razón que ya nadie viste miriñaque; los optimistas más incurables todavía olvidan que, con Castro o sin Castro, Cuba sólo se parece a Cuba, y sobre todo olvidan que Ibargüengoitia era un bromista.

YO NO. Yo creo que el soliloquio siempre ha estado mal visto, y que eso es injusto, entre otras razones porque hay mucha más gente que habla sola de lo que suele creerse. Me acuerdo de un relato de Haruki Murakami. Trata de un hombre y una mujer que se ven de vez en cuando para acostarse juntos. Un día la mujer le dice al hombre que habla solo, y el hombre casi se escandaliza. "¿Pero qué diablos hay de malo en hablar a solas?", le replica la mujer. "Son palabras que salen de modo espontáneo y nada más". Una mañana la mujer toma nota de lo que el hombre dice en la ducha, y el hombre no únicamente se da cuenta de que habla solo, sino también de que habla en verso y de aviones, que es un asunto en el que nunca había pensado. "El avión", recita a solas el hombre."Vuela el avión / Yo en el avión / Vuela / El avión / Pero aunque vuele / ¿Es el cielo / el avión?". No todo el mundo habla a solas en verso, desde luego, pero es posible que hablar solo se parezca a hablar en sueños: aunque casi todo el mundo lo hace, nadie se da cuenta de que lo hace hasta que alguien se lo dice. Por fortuna, yo me di cuenta de ello desde mi más tierna infancia, cuando mi madre me contó que de noche me levantaba, dormido y perorando, para buscar debajo de mi cama el cadáver de un hermano marista al que había asesinado de forma particularmente cruel; pero pocos deben de haber tenido la misma suerte que yo, y por eso hay gente que cree que no habla en sueños cuando en realidad habla en sueños y que no habla sola cuando en realidad habla sola. Al fin y al cabo, hablar solo, igual que hablar en sueños, es una forma de pensar en voz alta, y los seres humanos no somos más que bichos pensantes, criaturas que, como dice George Steiner, pueden dejar de respirar durante más tiempo del que pueden dejar de pensar, si es que en verdad pueden dejar de pensar. Naturalmente, hablar con otros es estupendo, pero, si no hay otros con quienes hablar, es lógico hablar con nosotros, es decir, con el otro que siempre va con nosotros, ese tipo a quien podemos decirle las cosas que no podemos decirle a nadie, y que son las únicas que de verdad importan.Por lo demás, hablar solo se parece a escribir, porque escribir se parece a hablar en sueños, a decir cosas que salen de modo espontáneo y nada más, a decir cosas que no se sabe muy bien lo que significan y que sin embargo significan más que las que se dicen despierto. De ahí que yo siempre haya sospechado que es bueno escribir un poquito dormido; y de ahí -esto sólo lo sospecho ahora- que escribir sea una forma socialmente aceptada de hablar solo, y que muchos hayamos querido ser escritores sólo para que nos dejen hablar solos sin incordios, para tratar por ejemplo de averiguar si algún día nos será posible hablar con Dios o si debajo de la cama se esconde el cadáver de un hermano marista.


¿QUÉ DIABLOS HAY DE MALO EN ESO? Machado lo hacía, y no estaba loco. Don Quijote y Hamlet también lo hacían y, aunque estuvieran locos, ahí siguen, dando guerra. En cuanto a Ibargüengoitia, murió el 27 de noviembre de 1983 en un accidente de aviación, cerca de Barajas; algunos dicen que fue su última broma, pero yo me pregunto si él también hablaba solo y si pensaba a menudo en aviones y si justo en el momento en que su avión se estrelló estaba tratando de averiguar si era el cielo el avión o el avión el cielo. Sea como sea, los demás seguimos tratando de averiguarlo, y por eso seguimos escribiendo, seguimos hablando solos. •

El Pais Semanal nº 1.851

Domingo 18 marzo de 2012




lunes, 9 de diciembre de 2024

El punto ciego por Javier Cercas


ILUSTRACION DE PABLO AMARGO

Como ya estoy harto de oírme hablar en esta columna de libros que no escribiré, hoy hablaré de un libro que sí escribiré. Se titula El punto ciego y trata de la naturaleza de la novela, o quizá simplemente de la naturaleza de las novelas que me gustan.

La idea puede formularse en pocas palabras. En el centro de ciertas novelas capitales hay un punto ciego; es decir: un punto a través del cual, en teoría, no se ve nada. Ahora bien, es precisamente a través de ese punto ciego a través del cual, en la práctica, ve la novela; es precisamente a través de esa oscuridad a través de la cual la novela ilumina; es precisamente a través de ese silencio a través del cual la novela se torna elocuente. Esta paradoja es esencial a la novela, o al menos a la novela moderna o a cierto tipo de novela moderna.

Por supuesto, al principio fue el Quijote: don Quijote, no hay duda, está como una cabra, es un tarado de sanatorio, un chiflado sin remedio; pero al mismo tiempo es un hombre lleno de discreción y sensatez. Eso es un punto ciego; o, mejor dicho, esa perfecta indeterminación es el punto ciego del Quijote: la mezcla imposible pero real de sabiduría y locura que cuantos se cruzan con él reconocen en el héroe de Cervantes. Tomemos Moby Dick. ¿Quién es Moby Dick? ¿Qué es la ballena blanca? ¿Por qué está obsesionado Ahab con ella? ¿Por qué la persigue de forma obsesiva?

¿Es para él el bien? ¿Es el mal? ¿Es Dios? ¿Es el Diablo? No lo sabemos, o no lo sabemos con precisión y sin equívocos ni ambigüedad (Moby Dick es a la vez el bien y el mal, Dios y el Diablo): lo que sí sabemos es que todo lo que tiene que decirnos Melville en su novela nos lo dice a través de ese no saber, a través de ese interrogante, a través de ese punto ciego. Más claro aún es lo que ocurre en las novelas de Kafka: en las primeras líneas de El proceso, unos funcionarios de policía irrumpen al amanecer en el dormitorio de Josef K. asegurándole que se le acusa de un delito, y el resto de la novela consiste en las pesquisas que lleva a cabo el protagonista para averiguar de qué se le acusa, hasta que en el último capítulo muere sin haber conseguido averiguarlo; El castillo funciona de manera parecida: la novela narra las vicisitudes de K, el protagonista, en su intento de descubrir para qué le han hecho llamar del castillo, pero al final K no descubre nada, ni siquiera consigue entrar en el castillo. Cabría multiplicar los ejemplos: mi libro podría examinar novelas de James (Retrato de una dama), de Mann (La montaña mágica), de Lampedusa (El Gatopardo), de Vargas Llosa (La ciudad y los perros); también, relatos de Hawthorne (Wakefield), del propio Melville (Billy Budd, marinero, Bartleby, el escribiente) y el propio James (Otra vuelta de tuerca), de Conrad (Los duelistas) y Borges (El sur). Estas obras maestras comparten un mecanismo narrativo semejante. En el corazón de todas ellas late una pregunta; ésta puede ser clínica ("¿Está loco don Quijote"?), metafísica ("¿Qué es la ballena blanca?") o jurídica ("¿De qué acusan a Josef K?"), pero en el fondo su idiosincrasia es lo de menos; lo importante es que tales novelas consisten en el intento de responder a esa pregunta múltiple y que, sea cual sea ella, al final la respuesta es siempre la misma: la respuesta es que no hay respuesta, es decir, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio libro. O dicho de otro modo: al final no hay una respuesta clara, unívoca, taxativa; sólo una respuesta ambigua, equívoca, contradictoria, esencialmente irónica, queni siquiera parece una respuesta.

Esas son sin embargo, a mi juicio, las únicas respuestas que están autorizadas a dar las novelas. La novela no es el género de las respuestas, sino el de las preguntas: escribir una novela consiste en plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible, no para contestarla; consiste en sumergirse en un enigma para volverlo irresoluble, no para descifrarlo. Ese enigma es el punto ciego, y todo lo que tienen que decir muchas grandes novelas (y relatos) lo dicen a través de él: a través de ese silencio pletórico de significado, de esa ceguera visionaria, de esa oscuridad radiante, de esa ambigüedad sin solución. Ese punto ciego es lo que somos •


El Pais Semanal número 1.991

Domingo 23 de noviembre de 2014