jueves, 13 de marzo de 2025

Alicia en el país de las pesadillas

 Por Marta Sanz

Un pingüino en mi ascensor. Un elefante en la cacharrería -o en la bañera-. Una burra en un garaje. Un africano por la Gran Vía. Una profesional bonaerense en una residencia de estudiantes de Heidelberg. En la habitación alemana. En una habitación alemana que no está en Berlín ni Hamburgo ni Fráncfort, sino en ese lugar llamado Heidelberg que no fue destruido por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Se riza el rizo y el entorno rutinario que ilumina por el efecto de la disonancia y la imprevisibilidad: "Mi baño, mis toallas, mi cocina, mis ollas, mi living, mi sillón, mi biblioteca, acá mi pequeño jardín, mis plantas, mi regadera, mi pájaro muerto en el césped...". Es como si Maliandi pusiera en práctica los aprendizajes de talleres de escritura creativa a los que quizá no haya asistido nunca. Da igual. El texto es amargo, tierno, a ratos divertidísimo. Una mujer, dolida y desubicada, vuelve al exótico lugar de su infancia, donde su papá fue profesor cuando era pequeña, y vive experiencias que se parecen al viaje de Alicia en el país de las maravillas: una luminosa muchacha japonesa suicida y le lega los bienes, entre ellos sus zapatos; un chico tucumano se convierte en fiel escudero; el fiel escudero, que dice ejermosa para expresar su admiración por la casa en la que la protagonista encuentra el pájaro muerto, tiene una hermana, Marta Paula, que llama por conferencia desde Tucumán para comunicar los vaticinios de una pitonisa peligrosísima; la señora Takahashi -soy fan-, no disimula su atracción sexual hacia los jovencitos; hay un karaoke, cenas, hospitales y subidas al castillo de Heidelbarg, que para mí es un lugar misterioso y bellísimo. La protagonista-narradora, rodeada de sombreros locos, está atrapada de sombrereros locos, está atrapada en un tiempo que ella misma ha cerrado en bucle. Un tiempo que es casi una cualidad del espacio. se dice que Maliandi no escribe sobre el crecimiento personal y es cierto; sin embargo, a mi me parece que escribe sobre la perplejidad de los aprendizajes. Y los aprendizajes de la perplejidad. Como en Alicia, también los reflejos tienen importancia. La fusión de las imágenes en dos espacios aparentemente distintos.

Hay que felicitar a la editorial Barrett por haber rescatado esta novela publicada en 2017. De vuelta al humor, me pregunto si hoy a la autora se le habría ocurrido escribir ejermoso reproduciendo el sonido de cierta habla tucumana o retratar a la señora Takahashi. Espero que sí. Carla Maliandi muestra su sabiduría a la hora de construir personajes, articular tramas, conseguir efectos de extrañeza. Pero, sobre todo, destaca por un finísimo sentido del humor y un toque de locura contenida que le permiten hablar del duelo y de la pérdida de las razones para vivir, de la semilla oscura, a través de las claves del relato maravilloso, lo absurdo y lo onírico. La ausencia de sentido de la vida trasciende los códigos del existencialismo o de la filosofía de los pensadores que deambularon por Heidelbarg, y se coloca sobre el alambre funámbulo de una antiheroína que vive en lo pequeño y lo risible. Detrás del duelo llega una esperanza sin ingenuidad, que adopta múltiples formas y nace en los lugares más inesperados. La nieve, el Neckar, el regazo caliente de un bisonte. Que magnífico final. Síntesis pura.



La habitación alemana

Carla Maliandi

Barrett, 2024

160 páginas. 17,90 euros


El Pais. Babelia Núm. 1.730. sábado 18 de enero de 2025


martes, 11 de marzo de 2025

Una novela negra furiosa y combativa

La escritora Ivy Pochoda. Maria Kanevskaya (Siruela)


Por Juan Carlos Galindo

Es probable que los lectores que lleguen por primera vez a Ivy Pochoda a través de estas páginas se sientan un poco perdidos, en particular si se trata de aficionados a la novela negra. No se preocupen han aterrizado en otro planeta literario, uno que brilla sin necesidad de estrellas que le den calor, un universo autónomo dentro del género, el planeta Pochoda. Sigan. No se arrepentirán.

Florence Florida Baum es una reclusa de una prisión de mujeres en Arizona. Estamos al principio de la pandemia y l vida en la cárcel se complica. además, esta niña bien de fondo oscuro tiene una amenaza constante, Diana Diosmary Sandoval, alias Dios. La primera parte, la carcelaria, tiene ya esa potencia de la literatura de Pochoda, que vimos en Esas mujeres (siruela, 2022): voces que no sabes de dónde vienen, temblores en el lector, potencia a raudales, mujeres que valen por sí mismas, sin mediaciones masculinas, enseñando los dientes.

La libertad será solo el principio de algo. a Dios y a Florida les une un oscuro secreto, uno que apela directamente a la gran pregunta de la novela negra: ¿qué tenemos ahí dentro, muy al fondo, que nos hace pasar en ciertas circunstancias ciertos límites? Porque hay que avisar al lector de dos aspectos esenciales de esta historia. Por una parte, no es procedimental -a pesar de la presencia, muy potente, de una mujer policía-, tampoco una novela enigma, sino que bordea el género y lo retuerce. Por otra parte, Florida y Dios no tienen una sola cara, no son solo víctimas, ni perpetradoras, no son de una pieza y nunca serán mujeres fatales. Hay furia contenida y furia desatada, contra los monstruos interiores y contra las barbaridades del sistema. Se siente sobre ellas el peso de un mundo diseñado por hombres, de su violencia y desconsideración, pero no esperen llanto aquí. Ahora bien, cuidado: la autora no juzga ni justifica, en un ejercicio literario complicado del que sale viva gracias al poder de las voces que pueblan el relato.

Un poco antes de la mitad el libro da un salto. Podría haberse quedado en una road movie alocada con dos mujeres aplastadas por el peso de la culpa, el pasado y la violencia de sus actos. Pero entonces no estaríamos ante una novela de Pochoda, que incluye aquí al personaje que da equilibrio a todo: la inspectora de policía Lobos (cuántos habrían hecho ocho novelas solo con este personaje), una mujer con una enorme rabia contenida que tiene un origen común al de Florida y Dios, pero contra el que ella lucha de otra forma.

Queda el contexto, porque Florida huye a Los Ángeles, su casa, una ciudad en constante destrucción, que en la novela aparece como un lugar fantasma atravesado por los efectos de la pandemia (y no tan distinta a la del Harry Bosh de Michael Connelly o la del reciente y vibrante Silencios que matan, de Jordan Harper). La protagonista se adentra en los asentamientos masivos de personas sin hogar, no tan lejos de la mansión familiar, y el lector alucina, conoce otras formas de violencia, se ahoga con la protagonista en esa ciudad apocalíptica.

"Al final lo hecho, hecho está, y no hay manera de deshacerlo. Que otros busquen la moraleja si la quieren", dice uno de los personajes hacia el final, un remate justo y nada reparador, violento, de una historia que no pretende tranquilizar conciencias.

Uno de los grandes méritos de Ivy Pochoda es que no hace una sola concesión al espectáculo, pero el lector queda igualmente atrapado; no utiliza el ritmo del thriller, pero no se puede parar de leer, es imposible escapar de su hechizo. Una melodía de muerte y destrucción no es Esas mujeres, uno de los libros más potentes del género en la última década, pero no deja de ser turbador y magnífico.




Una melodía de muerte y destrucción

Ivy Pochoda

Traducción de Pablo Gonzalez-Nuevo

Siruela, 2025

304 páginas. 24,95 euros


El Pais. Babelia Núm. 1.734. Sábado 15 de febrero de 2025