martes, 24 de mayo de 2011

Una invitación a la lectura


Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las pa­labras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Am­bas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la liber­tad no admite conformismo alguno. Vivir para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo ese mo­nótono universo de ecos que los medios de transmisión de imá­genes, sonidos y letras, codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibi­lidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, puede hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspecti­vas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus se­mejanzas —a las determinadas semejanzas que nos agobian—y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e, in­cluso, aceptar que «no hay quien dé más». Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que como de­cía el filósofo «hemos llegado a construir nuestra propia esta­tua», es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertene­ce o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.

A veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada consciencia individual, donde sólo el len­guaje interior con el que acompañamos a cada uno de los ins­tantes de la vida, presta la suficiente luz para reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos con­forma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las re­sonancias marxistas —hoy tan olvidadas—, apenas utiliza­mos el concepto de «alienación» (Entfremdung) para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea.

Esa excesiva información que los medios de comunica­ción nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillamos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones; donde apa­recen también los «imaginarios» con los que esos medios ela­boran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Gui­llermo de Humboldt, la disolución del vigor intelectual y senti­mental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesio­nes, ideas y realidades insustanciales, que nos vacían y cosifican.

Nos convertimos así en pequeños bloques ideológi­cos, o mejor dicho en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace de los retazos que sostie­nen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la «publicidad» política e ideológica que nos sirven, efecti­vamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser perso­nas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de de­sarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad.

La lectura, los libros, son el más asombroso princi­pio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y escudriñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración, frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las abe­rraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos ha­blan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compa­ñía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodi­gios más asombrosos de la vida humana, de la vida de la cul­sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compañía de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y desrazonados saberes.

La literatura no es sólo principio y origen de libertad in­telectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, incons­cientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hu­biéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber.

Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sen­tir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nues­tro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere tam­bién alimentación y sustento. Las palabras son la sustancia de la que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lengua­je, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir es posible. Pero un mundo, además, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya na­die manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.

Las palabras de la obra literaria están libres también de todo compromiso con los latidos del presente, con los des­garros de la pragmacia, con las insinuaciones del oportunis­mo y de la doblez. Pero, al mismo tiempo, nos comprometen con un mundo más hermoso —quiero decir de «formas» más claras—, con el mundo ideal de los sueños en la múltiple, dis­par, idealidad de sus inacablables propuestas. La literatura nos enseña a mirar mejor este mundo de las cosas aún no bien di­chas, estos contornos históricos inmediatos de los balbuceos políticos, de los apaños para justificar el egoísmo envilecido, de las trampas para conformarnos a vivir con la desesperanza de que lo que hay ya no da más de sí.

Basta haber sentido alguna vez hablar, a través de la escritura, a nuestros clásicos, a los clásicos del siglo xx y de todos los siglos, para entender qué quiere decir tan sorprendente y extraña palabra. Suponemos que su clasicismo tiene que ver con una llamada de atención para que despertemos de las oscuras pesadillas diarias. En la etimología de «clásico» está tanto el significado de clarín que nos convoca y aviva, como el de ciudadano de primera clase, el de orden; pero también el de modelo. Un modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes.
El carácter modélico de los clásicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones que sobre ellos se haga, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la sostiene, al latido del corazón de cada lector. Un latido que es efímero, que es tiempo, pero un tiempo que desde la aparente frialdad de páginas que superaron los siglos o los años,
adquirió, por ello, una cierta forma de pervivencia, que se encama, de nuevo, en el cuerpo y en el aire que respira el lector.

Tendríamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen un humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja es­quivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no sé bien qué espe­cie de inacabada amistad.

El lenguaje fue, como es sabido, lo que empezó a dis­tinguir al animal humano de todos los otros animales próximos a él. Un lenguaje que, además de comunicación y comprensión, creó también sensibilidad, emociones, pasiones, desde el com­plejo entramado de la realidad corporal. Pero las palabras, fuen­te de abstracción y solidaridad, se fueron ciñendo al territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos veían y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad de sobrevivir: «mañana lloverá», «tengo sed», «la co­secha es buena», «quiero comprar tu escudo».

En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro «Canta, Musa, la cólera de Aquiles», y no existía Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles al­guno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que can­taba sino el hombre que decía esos versos, que nos harían emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el origen de esa emoción. Al no podernos conformar a ninguna experiencia pragmática, ese lenguaje nos enseñaba que oír, leer, interpretar se desplazaban ya a un dominio don­de la naturaleza del «animal que habla» construía y afianzaba su posibilidad, su liberación y, en definitiva, su humanidad.


Emilio Lledó, 2002

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