Titulo original: Supernatural Horror in Literature (en Dagon and Other Macabre Tales), 1939
1. Introducción
La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido. Pocos psicólogos pondrán en duda esta verdad; y su reconocida exactitud garantiza en todas las épocas la autenticidad y dignidad del relato de horror preternatural como género literario. Contra él se disparan todos los dardos de una sofistería materialista que se aferra a emociones frecuentemente experimentadas y a sucesos externos, y los de un idealismo ingenuamente insípido que desdeña el móvil estético y reclama una literatura didáctica que «eleve» al lector hacia un grado conveniente de optimismo bobalicón. Pero pese a esta oposición, el relato preternatural ha sobrevivivido, se ha desarrollado, y ha alcanzado cotas notables de perfección, dado que se funda en un principio profundo y elemental cuyo atractivo, si no siempre universal, debe ser necesariamente intenso y permanente para las mentes dotadas de la necesaria sensibilidad.
El atractivo de lo espectralmente macabro es por lo general escaso porque exige del lector cierto grado de imaginación, y capacidad para desasirse de la vida cotidiana. Son relativamente pocos los que logran sustraerse al hechizo de la rutina diaria para responder a las llamadas del exterior; por ello, los relatos sobre sentimientos y sucesos normales, o sobre las ordinarias deformaciones sentimentales de dichos sentimiento y sucesos, ocuparán siempre el primer puesto en el gusto de la mayoría; con justicia, quizá, puesto que, desde luego, las cosas normales representan la parte más importante de la experiencia humana. Pero los que tienen sensibilidad están siempre de nuestra parte, y a veces un extraño haz de fantasía inunda algún rincón oscuro de la cabeza más rigurosa; por tanto, ninguna racionalización, reforma o psicoanálisis freudiano puede anular por completo el estremecimiento que produce un susurro en el rincón de la chimenea o en el bosque solitario. Interviene aquí una pauta o tradición psicológica tan real y tan hondamente arraigada en la experiencia mental como cualquier otra pauta o tradición humanas, coetánea del sentimiento religioso, estrechamente relacionada con muchos de sus aspectos, y tan tremendamente inserta en nuestra herencia biológica más íntima, que es imposible que pierda su tremenda fuerza sobre una importante —aunque no numéricamente grande—minoría de nuestra especie.
Los primeros instintos y emociones del hombre dieron forma a su respuesta al medio en el cual se encontraba inmerso. Aquellos fenómenos cuyas causas y efectos entendía despertaron en él sentimientos concretos, basados en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que escapaban a su comprensión —y el universo hervía de fenómenos de este género en los tiempos primitivos—tejió naturalmente las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sentimientos de pavor y de miedo propios de una humanidad con unas nociones escasas y simples y una experiencia limitada. Lo desconocido, imprevisible al mismo tiempo, se convirtió para nuestros antepasados en la fuente omnipotente y terrible de las bendiciones y calamidades que visitaban a la humanidad por razones misteriosas y enteramente extraterrestres, y por tanto claramente pertenecientes a esferas de existencia de las que no sabemos nada y en las que no tenemos parte alguna. El fenómeno del sueño contribuyó asimismo a la formación de la idea de un mundo irreal o espiritual; y en términos generales, todas las condiciones de la vida salvaje de los albores de la humanidad condujeron tan poderosamente hacia una conciencia de lo sobrenatural, que no es extraño que la misma esencia hereditaria del hombre se saturase de religión y de superstición. Tal saturación debe considerarse lisa y llanamente un hecho científico prácticamente perenne en el subconsciente y en los instintos íntimos; pues, aunque la zona de lo desconocido se ha ido reduciendo continuamente durante milenios, la mayor parte del cosmos exterior permanece aún sumergida en un depósito infinito de misterio, mientras que, por otra parte, existen todavía cantidades ingentes de asociaciones hereditarias poderosas en torno a objetos y procesos que en otro tiempo fueron misteriosos, por muy explicados que estén hoy. Más aún, hay una auténtica fijación psicológica de los viejos instintos en nuestro tejido nervioso, de forma que podrían ponerse oscuramente en funcionamiento, aun cuando la mente consciente quedase purgada de toda fuente de asombro.
Puesto que recordamos el dolor y la amenaza de muerte más vívidamente que el placer, y puesto que nuestros sentimientos con esta sensación de temor y de maldad se sobreañade la inevitable fascinación de lo curioso y lo asombroso, surge un compuesto de emoción intensa y provocación imaginativa cuya vitalidad ha de durar necesariamente tanto como el propio género humano. Los niños tendrán siempre miedo a la oscuridad, y los hombres de mente sensible al impulso hereditario temblarán siempre ante la idea de mundos ocultos e insondables de extraña vida que pueden latir en los abismos que se abren más allá de las estrellas, o acosar espantosamente a nuestro propio planeta desde impías dimensiones que sólo los muertos y los lunáticos son capaces de vislumbrar.
Con tales fundamentos, no es extraño que exista una literatura en torno al terror cósmico. Siempre la ha habido y siempre la habrá; y no hay mejor prueba de su persistente vigor que el impulso que de cuando en cuando mueve a escritores de tendencias totalmente opuestas a practicarla en relatos aislados, como para liberar la mente de alguna figura fantasmal que de otro modo les atormentaría. Y así escribió Dickens varios relatos sobrecogedores; Browning, el espantoso poema Childe Roland; Henry James, The Turn of the Screw; el doctor Holmes, la sutil novela Elsie Venner; F. Marion Crawford, The Upper Berth, y muchas otras; Charlotte Perkins Gilman, asistente social, The Yellow Wall Paper; mientras que el humorista W. W. Jacobs produjo ese cuento melodramático y conseguido que tituló The Monkey's Paw.
No debe confundirse este tipo de literatura de miedo con otro externamente parecido pero muy distinto desde el punto de vista psicológico: el del mero miedo físico y de lo materialmente espantoso. Tal género tiene su lugar aparte, lo mismo que el relato convencional o incluso el relato de fantasmas intrascendente y humorístico, en el que el formalismo o el guiño cómplice del autor eliminan el auténtico sentido de lo morbosamente antinatural; pero esto no es literatura de miedo en sentido estricto. El cuento verdaderamente preternatural tiene algo más que los usuales asesinatos secretos, huesos ensangrentados oauras amortajadas y cargadas de chirriantes cadenas. Debe contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio que se van convirtiendo en el motivo principal— de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insondables.
Como es natural, no podemos esperar que todos los relatos sobrenaturales se ajusten cabalmente a un modelo teórico. Las mentes creadoras son distintas, y los mejores tejidos tienen sus defectos. Además, muchos de los más selectos hallazgos preternaturales son impremeditados, apareciendo diseminados en fragmentos memorables dentro de un material cuyo efecto de conjunto puede ser de carácter muy distinto. El factor más importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación. Podemos decir, como norma general, que un relato preternatural cuyo objeto sea enseñar o producir un efecto social, o cuyos horrores se expliquen al final por medios naturales, no es un verdadero relato de miedo cósmico, aunque es cierto que tales relatos poseen a menudo, en pasajes aislados, pinceladas ambientales que cumplen todas las condiciones de la auténtica literatura del horror sobrenatural. Por tanto, debemos considerar preternatural una narración, no por la intención del autor, ni por la pura mecánica de la trama, sino por el nivel emocional que alcanza en su aspecto menos terreno. Si despierta los sentimientos apropiados, habrá que aceptar ese elevado factor en sí mismo como literatura espectral, sin tener en cuenta lo que descienda en calidad después. La única prueba de lo verdaderamente preternatural es la siguiente: saber si despierta o no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una actitud sutil de atención sobrecogida, como si fuese a oír el batir de unas alas tenebrosas, o el arañar de unas formas y entidades exteriores en el borde del universo conocido. Y por supuesto, cuanto más completa y unificadamente consiga un relato sugerir dicha atmósfera, más perfecto será como obra de arte de este género.
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