miércoles, 3 de julio de 2024

Las lenguas indígenas alzan la voz en los libros

Comunidades nativas de todo el mundo impulsan la creación de obras infantiles y juveniles en idiomas autóctonos

Tommaso Koch

Madrid

Igloolik es una minúscula isla al noroeste de Canadá. Su nombre, en el idioma local (inuktikut), significa "tiene casas". Tampoco muchas, en realidad: ya sea por la ubicación, cerca del Ártico; por la extensión, que puede recorrerse de un extremo a otro andando en menos de cinco horas, según Google Maps; o por el clima, con temperaturas que casi nunca superan los siete grados y pueden descender hasta 30 grados bajo cero. En uno de esos hogares creció Aviaq Ginny Mary Pavvik Akumalik Berthe Johnston. O, como también se presenta, Aviaq Johnston.

Origen de Nat Cardozo

Más fácil para la mayoría del público. El mismo filtro que la joven autora inuit aplicó al principio de sus textos. "Vengo de una parte muy aislada del mundo. Pero lo que leía era muy occidental, así que al escribir reflejaba eso. Construía tramas en grandes ciudades con personajes que no había encontrado en mi vida", relataba hace unas semanas en la Feria del Libro infantil y juvenil de Bolonia, la más importante del sector, donde acudió a explicar cómo fue tomando conciencia de sus raíces. Y a reivindicar un movimiento que se ha cansado de ser silenciado. A muchas comunidades indígenas les robaron la tierra. Luego, la lengua y la voz. Finalmente, el futuro. Así que ha llegado la hora de que cuenten sus relatos. Y a su manera.

"Cada niño tiene derecho a escuchar su historia en su propio idioma", defendía Victor D. O. Santos, autor infantil y lingüista brasileño, en la misma conferencia, titulada Orígenes: voces indígenas en los libros para jóvenes. Algo obvio para cualquier chiquillo blanco del primer mundo, acostumbrado a protagonizar casi todas la novelas, películas, canciones o videojuegos que le rodean. Menos habitual para la otra mitad del planeta. Raro, para cualquier pequeño miembro de colectivos minoritarios, marginados o incluso discriminados. O para quien tenga necesidades especiales. Y prácticamente imposible para los indígenas.

Tanto que, cuando la pequeña Noemí tuvo al fin la oportunidad, "no paró de leer". El recuerdo es de Adolfo Córdova, autor del primer libro infantil publicado en el nuntajiiyi que apenas hablan pocas decenas de miles de habitantes en la mexicana Sierra de Santa Martha. Entre ellos, Noemí. Y su maestro, Emmanuel Rodríguez, que ayudó al autor a traducir Jomshuk, Niño y Dios Maíz (Castillo), basado en la antigua leyenda local de un muchacho nacido en la selva. "Ni siquiera los libros le ofrecían a Noemí un refugio personal. Si acaso, un hogar extranjero. Pero no basta con llevar otras obras a estos idiomas. Hay que buscar las que están escritas originalmente en esas lenguas. Y si no existen, hay que escribirlas", apuntaba Córdova.

La historia de la bisabuela de Michael Jean todavía no está publicada en innu-aimun. Aunque el autor, miembro de los innu, en Quebec, asegura por teléfono que está trabajando en ello. Mientras tanto, Kukum (Tiempos de Papel) ha conquistado a miles de lectores jóvenes y adultos en el planeta con el relato real de una mujer que se enamora de un indígena y adapta su estilo de vida. Pero, a la vez, la novela narra otra historia verdadera. Y en absoluto idílica. "Hoy todos están preocupados por el fin del mundo. Esas comunidades lo han probado, han visto como desaparecía el suyo y fueron obligadas a aceptar otro, que nunca eligieron", apunta Jean. Porque, durante casi un siglo, Canadá encerró a los indígenas en las llamadas "escuelas residenciales", internados donde se quebraba su identidad, su idioma y, a veces, su propia existencia.

Por eso Jean cree que su novela es también "una declaración de intenciones". En Bolonia, Aviaq Johnston quiso arrancar su intervención en inuktikut. Y ha editado su primera novela juvenil, Those Who Run in the Sky (Los que corren en el cielo) en 2017, tanto en inglés como en la lengua de su hogar. Son gritos antes aislados que ahora se unen para hacer cada vez más ruido. "Es un fenómeno reciente de representación de quien no la tenía, con distintos grados según los países. La circulación de estos libros que difícilmente habrían tenido difusión más allá de su mercado, resulta importante también para acabar con visiones folcloristas y esterotipadas", destacaba Dolores Prades, editora y directora del Instituto Emilia, volcado en difundir el amor por la literatura, y coordinadora en Brasil de la Catedra Latinoaméricana y Caribeña de Lectura y Escritura.




Página de Jomshuk, Niño y Dios Maíz, de Adolfo Córdova.

Algo parecido está ocurriendo con el maorí, el ´ōlelo, el mapuche o el kriol. "Lo que sucedió en Quebec es lo mismo en Sudamérica, África, o con los sami en Escandinavia", reflexiona Jean. O en Australia, donde la Indegenous Literacy Foundation no solo lleva libros en inglés a las comunidades aborígenes más remotas. También procura fomentar su pasión lectora con sesiones diarias. E impulsa la edición de historias infantiles y juveniles arraigadas al territorio, y contadas en sus idiomas. "Hay niños que hablan cuatro o cinco. El inglés a lo mejor es el sexto. Y sin embargo es el que se encuentran en la escuela", reflexionaba Nicola Robinson, de la fundación, en Bolonia.

"¿Qué significa `representación indígena´?¿Hablar de esos temas, sin que los autores e ilustradores pertenezcan a esas comunidades, lo es?¿Y libros de creadores indígenas, pero sobre otros asuntos?¿U obras en idiomas autóctonos, pero realizadas en otro sitio, lejano respecto al pueblo?", cuestionaba Santos en Bolonia. Y recordaba que una declaración aprobada unánimemente por la Unesco en 2001 elevó la diversidad cultural al nivel de "patrimonio común de la humanidad", tan "necesaria como la biodiversidad para la naturaleza". El escritor también lo ha subrayado últimamente como mejor sabe: con un libro. Su última obra, La cosa più preziosa, celebra la importancia de las lenguas. "Puedes encontrarme en cualquier lado. En cada nación, ciudad, escuela u hogar", se lee en sus páginas.

"Hay 364 lenguajes en México. Pero hoy solo el 6% de la población los habla. Los idiomas dominantes han sido los responsables de marginarlos", atacaba Córdova. He aquí la lengua como arma y legado del colonialismo. "Somos 11 comunidades indígenas en Quebec y solo un idioma es reconocido por el gobierno: el francés", critica Jean.

Con el éxito de Kukum, Jean ha percibido un interés creciente, sobre todo entre los menores de 35 años, más sensibles a causas como el cambio climático, la descolonización o las batallas identitarias. Aunque, al mismo tiempo, la resistencia se mantiene, o incluso aumenta. En España, igual que en Canadá. El escritor y periodista innu señala: "El Gobierno adoptó una ley que prohibe negar las consecuencias de las escuelas residenciales, de la misma forma en la que no puedes negar el Holocausto. La gente en Quebec se percibe como una sociedad buena. Cuando se habla de colonización dicen: "Eso sucedió en EEUU, no aquí". Y sostiene que Kukum está despertando a muchos seguidores, que le envían mensajes como: "Me siento avergonzado. ¿Qué puedo hacer?". El primer consejo del autor se resume en una palabra. Los innu como él dirán "aimitau". "Heluhelu", en hawaiano; "chilcatun" en el mapugudun de los mapuches. ¿Qué significa? Muy sencillo: leer.


El Pais. Cultura. Sábado 1 de junio de 2024

martes, 18 de junio de 2024

Casas encantadas en el espacio exterior

 Por Jordi Costa


Retrato de la autora Laura Fernández en el parque del Retiro, Madrid, en el verano de 2023.

LISBETH SALAS


El posmodernismo literario y las casas encantadas mantienen una relación que viene de muy lejos. Publicado un año después de la aparición de su influyente ensayo The Literature of Exhaustion, el libro de relatos Perdido en la casa encantada, de John Barth, se planteaba casi como una lección práctica acerca de las (infinitas) posibilidades de una nueva estética literaria levantada sobre las ruinas de la tradición de la novela realista.

En el relato que daba título al volumen "Ambrose", un adolescente que funcionaba como la contrafigura del propio Barth vivía una experiencia iniciática en el transcurso de una excursión familiar a la feria de Ocean City, en plena celebración del 4 de julio. Enamorado de la novia de su hermano mayor, pero incapaz de manifestar sus afectos, Ambrose acababa perdiéndose entre los corredores de la casa encantada de la feria, en el curso de un relato que no había dejado de ir abriendo trampillas y los mecanismos de su propia construcción, cuestionándose constantemente a sí mismo. El relato, con su propia ingeniería al aire, funcionaba como perfecto correlato de esa casa encantada cargada de dispositivos ocultos diseñada para dosificar golpes de efecto y dotar de intensidad el recorrido de sus visitantes. Ambrose cobraba conciencia de su singularidad a través de esas pocas páginas, mientras escuchaba a su hermano y a su novia en la lejanía. En la oscuridad de los pasadizos de ese barracón de feria, el personaje empezaba a fabular, a imaginar situaciones y desenlaces posibles y, por decirlo de algún modo, asumía de una vez por todas su vocación literaria: "Ojalá nunca se hubiera metido en la casa encantada. Pero está dentro. Entonces desea estar muerto. Pero no lo está. Por lo tanto, construirá casas encantadas para otros y será el operador secreto..., aunque preferiría estar entre los amantes para quienes están pensadas las casas encantadas".

La escritura de Laura Fernández también se podría llevar muy bien con ese símil. Sus libros podrían ser, en efecto, casas encantadas, aunque decoradas con luces estroboscópicas y con habitaciones inundadas de espuma, pasillos puntuados por resbaladizas pieles de plátano y toboganes al acecho. Aunque quizás su monumental La señora Potter no es exactamente Santa Claus podría proporcionar un mejor símil: una disparidad de universos encerrados en una bola de nieve de tienda de souvenirs; un Aleph de plástico. Fernández es una feliz anomalía en el paisaje de la literatura española: la escritora que parece mantener una línea de filiación más directa con la tradición del posmodernismo americano, convenientemente hibridada con aquellas voces excéntricas de la literatura de género (Philip K. Dick, Douglas Adams, Robert Sheckley, etcétera) que supieron abrir inéditas parcelas para expandir la imaginación e inventar lenguaje.

Su inconfundible voz propia crece entre los ecos de discutibles traducciones sobrecargadas de adverbios acabados en mente y de esterotípicos ceños fruncidos para desplegarse en frases que son como montañas rusas, siempre contrapuenteadas por la sobreactuación tipográfica y la pirotecnia onomatopéyica. Si al leer a Thomas Pynchon uno puede tener la sensación de estar surfeando una ola hecha de paranoia, ironía, erudición y electrizada sobrecarga informativa, las frases de Laura Fernández se recorren como las pistas de esquí de una engañosa maqueta de tren eléctrico sembrada de puestas en abismo.

Con la caudalosa La señora Potter no es exactamente Santa Claus, Laura Fernández demostró que, con su singular identidad estilística y creativa, era posible construir catedrales, sin perder la tensión expresiva en ningún tramo de sus más de 600 páginas: poblada de personajes que eran demiurgos de sus propios universos de ficción o investigadores de misterios entrelazados -en suma, surtidas declinaciones de la condición de escritor-, la pequeña ciudad de Kimberly Clark Weymouth era algo así como la versión barroca e hilarante de la casa encantada de John Barth, así como una imagen especular de la bulliciosa subjetividad de una autora que, no en vano, encabezaba su nuevo libro con una reveladora cita de Scott Fitzgerald: "Un escritor no es exactamente una persona. Si es bueno, será muchas personas esforzándose en ser una sola".

Damas, caballeros y planetas recoge los relatos que Fernández ha escrito a lo largo de los últimos 14 años, encabezándolos con una novela breve -"El mundo se acaba pero Floyd Tibbits no pierde su trabajo"-, que canaliza con desaforado humor las angustias pandémicas, y rematándolos con un relato inédito -"Santy McGill nunca ha viajado a otro planeta"- que proyecta hasta el infinito el incesante juego de espejos que recorre todo el libro.

Cada relato de Damas, caballeros y planetas viene precedido por un breve texto de la autora en el que se detallan las circunstancias de su génesis -o, como diría Stephen King, su "vida secreta"- con una franqueza y una falta de impostura realmente insólitas, transformando de manera muy sutil lo que podría ser una antología muy heterogénea en una coherente poética personal. Hay muchas cosas que pueden llamar la atención en este doble discurso: entre otras, la habilidad para llevar a terreno propio encargos que podían obligar a Fernández a escribir con un pie forzado -por ejemplo, dedicar un cuento a un actor español- o la efervescente explosión de felicidad creativa cuando otro encargo lleva a la autora a asumir que su estética literaria también brota de una tradición autóctona, la de la escritura cervantina.

El libro también pone de manifiesto que Fernández ha sido, siempre, una escritora firmemente comprometida con las exigencias de un proyecto literario de largo alcance: la lectura, fuera de contexto, de alguna de las piezas que conforman Damas, caballeros y planetas podría llevar a pensar en una arbitraria apuesta por el todo vale y por la puntual eficacia del efecto por el puro placer del efecto. La continuidad del conjunto, recorrido por una persistente melancolía, transmite un mensaje completamente distinto: el de la consistencia del universo imaginario de una operadora secreta de casas encantadas para amantes de la ficción dionisiaca que ha encontrado en la literatura las herramientas necesarias para alejar la soledad y ser muchas personas a la vez.



Damas, caballeros y planetas

Laura Fernández

Random House, 2023

432 páginas. 21,90 euros


El Pais. Babelia núm 1.665,  sábado 21 de octubre de 2023

 


viernes, 24 de mayo de 2024

El muy ilustrado enredo de los piratas de Madagascar

La obra póstuma del antropólogo David Graeber sobre la aventura utópica de los bucaneros en la isla promete mucho, pero resulta un galimatías


Por Jacinto Antón


Ilustración de Howard Pyle del juego de mesa El capitan Kidd y su tesoro (1896), basado en el marinero escocés con patente de corso William Kidd (1645-1701) que fue acusado de piratería y ejecutado. Akg-images/ Album

Es imposible no temblar de emoción y caer literalmente de rodillas cuando en el prefacio de un libro te encuentras esto: “Contemos, pues, una narración de magia, mentiras, batallas navales, princesas secuestradas, caza de humanos, reinos de pacotilla y embajadores fraudulentos, espías, ladrones de joyas, envenenadores, adoración satánica y obsesión sexual, que es lo que subyace al origen de la libertad moderna”. Tras lo que el autor escribe: “Espero que el lector se divierta tanto como me he divertido yo”. ¡Y además la cosa va de piratas!

Desgraciadamente, lo que el antropólogo y activista estadounidense David Graeber ofrece en Ilustración pirata es menos un libro fascinante que, ay, un verdadero galimatías. Lo que se nos presenta como una obra revolucionaria y atrevida (y simpática) sobre los piratas, con la tesis de que los bucaneros instalados en Madagascar tuvieron, al difundirse en Europa las igualitarias formas de gobierno con que experimentaron, un papel en la génesis de la Ilustración, acaba siendo un ejercicio de conocimiento histórico y antropológico exhibicionista y casi onanista.

El autor deja (eso sí) patidifuso al lector con su manejo de los datos más pormenorizados de la historia y la etnografía malgaches, no en balde hizo un amplio trabajo de campo allí. La disertación es brillante y divertida, y provocadora, pero también enervante: te hace perder el hilo una y otra vez sacando datos, verdaderos y falsos (lo reconoce él mismo), como un mago conejos de la chistera.

Graeber (Nueva York, 1961-Venecia, 2020), hijo de un miembro de las Brigadas Internacionales y una  sindicalista fue un pensador genial, contestatario e iconoclasta, que juntó antropología y anarquismo en una curiosa síntesis. Le echaron de Yale por su radicalismo. Maurice Bloch le consideró el mejor teórico de la antropología de su generación y Peter Frankopan y Simon Sebag Monefiore, dos historiadores a los que siempre hay que hacer caso, se han deshecho en alabanzas de él.

En Ilustración pirata se explora una de las ideas más atractivas relacionadas con la Edad de Oro de la piratería: que aquellos canallas degolladores fueran en realidad unos adelantados del pensamiento libertario. Pero Graeber lleva más lejos la idea sugiriendo que los reinos piratas, los reales y los imaginarios, de la costa este de Madagascar de los siglos XVII y XVIII (una suerte de Black Sails en el Índico) inspiraron el movimiento de la Ilustración (¡patapalo y Voltaire!). Y lo hicieron al alimón con sectores de la propia población malgache, mujeres incluidas.

Dicho todo esto, después de la galerna de episodios, nombres e hipótesis que te lanza encima Graeber (¡incluso con notas en malgache!) de la que sales desarbolado y pensando que careces de punch intelectual para seguirlo (no sufran, ya somos mayorcitos: es culpa de él), la lectura de Ilustración pirata te deja un agridulce poso de cosas ininteligibles pero también retazos de historias y leyendas maravillosas. Entre ellas, el mito de Libertalia, la imagen de John Plantain, rey de la bahía de Ranter, recibiendo en la playa con dos pistolas al cinto y sus muchas esposas; la peripecia del embaucador aventurero conde de Benyovsky que se creyó el rajá blanco de Madagascar; la magia amorosa o fanafody de los malgaches para conseguir hombres extranjeros… En fin, qué pena la distancia entre el libro que has leido y el que podrías haber leído.




Ilustración pirata

David Graber

Traducción de Joan Andreano Weyland

Alba, 2024

208 páginas. 20,90 euros


El Pais. Babelia nº 1.689. Sábado 6 de abril de 2024



lunes, 20 de mayo de 2024

Ahí seguimos Juan José Millás

Fotografía de Clement Pascal (The New York Times)/Contacto)

A este hombre intentó matarle Dios por escribir, pero le falló la puntería. Aunque algo deteriorado, continúa ejerciendo su oficio fieramente. La escritura es una actividad de riesgo desde que se inventó. Los escritores y los libros han sido el combustible de millones de hogueras que han oscurecido la historia con sus llamas, desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría hasta las piras nazis en las que Hitler pretendió incinerar su subsconciente. Incluso en las revoluciones culturales (pongamos las de Mao) ardieron infinidad de volúmenes de contenido "contrarrevolucionario". La Iglesia católica publicó en su día un índice, que ignoramos si continúa vivo, de autores y títulos prohibidos porque atentaban contra la fe, la moral o la castidad (castidad y celibato eclesiástico, ya ves tú: una contradicción en los términos). Podías encontrar en él libros de filosofía, de ciencia o de literatura.

De nuestra memoria reciente no se ha borrado aún la imagen de la librería Lagun, de San Sebastián, que después de sobrevivir fieramente a los ataques del franquismo y de ETA, fue abatida por el mercado. El mercado es menos espectacular que los dioses o los dictadores, pero su eficacia anticultural está probada. En fin, lo que pretendíamos señalar es que cada vez que se prohíbe o se quema un libro o se coloca una bomba en una librería o se acuchilla a un autor, se está prohibiendo o quemando metafóricamente a un lector. Así que los lectores hemos sido también víctimas históricas de la furia desatada contra la letra impresa. Pero ahí seguimos, incombustibles, como Salman Rushdie.

El Pais Semanal nº 2.486. Domingo 19 de mayo de 2024

domingo, 12 de mayo de 2024

Un día hay vida por Enrique Vila-Matas

En la hora de la tristeza, me acuerdo de la "locura de pena" desde la que nos habla Paul Auster en Baumgartner, pero también de un momento sin pena en El palacio de la Luna en el que, tras una tormenta, Marco Stanley Fogg se convierte en otra persona, como si hubiera ido más allá de sus límites y fuera posible pasear y cruzar por en medio de un temporal y acceder luego a la luz de un lugar desconocido.

Los paseos por vías desconocidas puntúan la obra de Auster. Un día, en su brownstone de Brooklyn, en Park Slope, allá por octubre de hace muchos años, en un día del pasado en el que el mundo todavía parecía estar entero. Auster comentó de pronto que le fascinaba la nieve, y también el silencio que solía acompañarla. La nieve, nos dijo, le permitía ver la vida de una manera distinta, porque cambiaba el entorno y eso facilitaba que uno pudiera redescubrirlo.



De tener que redescubrir uno de sus libros, elegiría La invención de la soledad. Es un conjunto autobiográfico dividido en dos partes (Retrato de un hombre invisible y El libro de la memoria), sin aparente conexión entre ambas, aunque, al leerlas, vemos que la conexión puede que sea casual, pero es total.

Habla en la primera parte de la muerte de su padre, un texto fascinante que se inicia con palabras memorables: "Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, (...) pasa sus días ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte".

Es una muerte tan súbita la del padre que no hay lugar para la reflexión, la mente no tiene tiempo de hallar una palabra de consuelo (y todos sabemos que, aunque existiera, tampoco la encontraríamos). Es en esa misma primera parte donde Auster narró la historia real de cómo su abuela asesinó a su abuelo: historia, por supuesto, tremenda. La segunda parte, El libro de la memoria, habla de cuando en París, en 1965, el jovencísimo autor descubre por primera vez las infinitas posibilidades que podía proporcionar un espacio limitado. Nunca volvió a ve una habitación tan pequeña como la de París, pero descubrió los límites desmedidos e insondables de aquel espacio en el cabía un universo entero, una cosmología en miniatura que contenía en sí misma lo más extenso, distante y desconocido.

El libro de la memoria podría perfectamente haberse llamado La habitación de los escritores, pues de eso trata al acercarse a los cuartos mínimos de Dickinson, Hölderlin y otros genios.

La invención de la soledad fue el disparo de salida real de su obra, el catalizador que desencadenó el Auster novelista. Lo escribió con el ánimo de tratar de entender quién había sido su padre. "Y qué es la ficción sino un intento de entender las vidas ajenas?", se preguntaba desde un lugar desconocido, donde iba a descubrir que, al no llevarle sus pasos a ninguna parte, le conducían hacia el interior de sí mismo.


El Pais, Jueves 2 de mayo de 2024

miércoles, 8 de mayo de 2024

Irresistible Dumas por Carlos Puyol

No siempre los grandes escritores de antaño existen para ser leídos, a menudo están ahí para estudiarse, para ser admirados e imitados (y no digamos los modernos, que han hecho de la dificultad una religión). Pero Alexandre Dumas sólo pensaba en escribir para que le leyeran, lo mismo los doctos que las porteras, incluso los analfabetos, que se hacían leer en voz alta sus folletines por algún amigo más ilustrado.


Alexandre Dumas

Es el coloso de la novela popular, ¡pero qué novelas! Muchísimas (más de doscientos cincuenta recios volúmenes), emocionantes, sugestivas y descabelladas (para él la literatura tenía que mejorar la realidad). No regatea invenciones estupendas, se agarra a los hechos históricos para apuntalar sus sueños: la Historia es como un clavo en el que yo cuelgo mis novelas, decía.

Desenfadado, enorme, “una fuerza de la naturaleza”, según el historiador Michelet, quizá no resiste los sesudos análisis de los más exigentes, pero se hace leer, siempre divirtiendo, impone sus fantasías con una convicción que acaba por hacer olvidar los hechos mismos que le sirven de punto de partida.

Podemos pensar de él que es un autor industrial con el que colaboran una serie de “negros”, “Alexandre Dumas y Compañía”, como le describió un panfletista; pero, paradójicamente, nadie con más personalidad, inconfundible, con un estilo nervioso y tónico, arrebatado, que una vez plantea una de sus famosas intrigas de capa y espada, es imposible no seguir leyéndole.

En el castillo de If, frente a Marsella, se enseña a los visitantes boquiabiertos los calabozos en los que sufrieron prisión Edmundo Dantés y el abate Faria; y ¿quién no conoce a sus tres mosqueteros y a            D´Artagnan, al tortuoso cardenal Richelieu y a Milady de Winter, tan malvada, que habrá de recibir justo castigo?

Son deformaciones y ficciones a las que nadie que haya sido niño, es decir, todo el mundo, está dispuesto a renunciar. Entra a saco en la Historia, le da la configuración de sus quimeras y la utiliza descaradamente para escribir unos libros que arrastran al lector a un torbellino de aventuras, tal vez no muy creíbles, pero qué más da.

Dumas es el descubridor de unas vidas tan exageradas como la vida misma, o al menos tal como la soñamos. Impetuoso y gallardo como su padre, el general mulato que rivalizó con Napoleón (como desquite, conquistará con la pluma lo que su padre no pudo conquistar con la espada), derrochador de tiempo, dinero y amoríos, es un escritor admirable y descuidado, porque tenía demasiada prisa para todo, persuasivo y de una vitalidad simpática y contagiosa.

Murió pobre y enfermo trabajando febrilmente en su Gran diccionario de la cocina, otra de sus pasiones, y en esa última novela, inacabada, que acaba de publicarse en español, El caballero Héctor de Sainte-Hermine, no menos deliciosa que cualquiera de las que la predecieron, un derroche de arte de contar mentiras significativas.

En literatura hay muchas moradas, bien está Balzac, claro, pero sería hipócrita y sabihondo no confesar la fascinación que inspira Dumas, el hombre que convirtió la historia de su país en una especie de magníficas Mil y una noches. En 1870 su muerte coincidió con la derrota de Francia por los prusianos, la realidad podía ser más fea que sus imaginaciones.


Revista Mercurio nº95. Noviembre 2007

martes, 7 de mayo de 2024

En busca del paraíso


TINO PERTIERRA  |  ENSAYO · MERCURIO Nº206 - DICIEMBRE 2018




La novela del buscador de libros

Juan Bonilla

Fundación José Manuel Lara

273 páginas | 19,90 euros

La novela del buscador de librosJuan Bonilla tiene memoria de papel. Recuerdos encuadernados. No son palabras huecas de cara a la galería: sus días son un almacén de libros buscados y encontrados, botines que desbordan los límites de la afición para convertirse en pura y madura pasión. Bibliomanía, si nos ponemos técnicos. Un modo personal de leer la vida, si nos imponemos poesía. Quien quiera conocer a fondo los entresijos de esa bio-bibliografía (bueno, el autor habla de vicio y quiénes somos nosotros para llevarle la contraria) puede hacerlo con La novela del buscador de libros. Una obra que es amena, exquisita, sorprendente y original. Un festín para quien ama los libros. También lo es para los coleccionistas de intrigas y aventuras: las páginas de Bonilla se mueven en el espacio de la ensoñación y el misterio. El deseo y la duda. El pensamiento y el sentimiento. Datos y emociones. El desafío de salir de caza sin saber qué piezas podrás cobrarte. Autor de presa con los colmillos bien afilados y el instinto siempre alerta, Bonilla husmea los territorios donde habita la fauna literaria, y que pueden encontrarse en cualquier continente y en cualquier escenario, desde librerías donde detener el tiempo hasta rastros en los que codearse con las oportunidades escondidas. Y, en los últimos tiempos, ayudado por la infinita librería de internet.


Juan Bonilla. © LUIS SERRANO

No es una fiebre de coleccionista que se limita a acumular volúmenes en su casa cual Diógenes del papel. El buscador de libros no busca sentido a su insaciable necesidad de cazar: quién necesita encontrar razones para su felicidad. Bendita enfermedad incurable. “Basta con que un columnista mencione un libro que no conozco para que se me abra el apetito”. Apoteosis de la curiosidad como una de las artes más nobles de quien vive pasando páginas. “Lo que hace que algo sea apasionante no es el qué sino el cómo”. Suena exagerado: “No recuerdo un día en que no haya buscado libros”. Después de leer a Bonilla no hay más remedio que creer sus palabras. Advierte que no pretende hacer ni una apología ni un ensayo histórico. ¿Entonces qué tenemos en las manos? Una memoria desordenada de búsquedas en las que manda el azar y exige la plena atención. Y, por favor, sin proselitismo porque hay que proteger el gran secreto que encierra toda biblioteca que se precie, ese simulacro de paraíso donde “poder percibirse uno mismo sin terror”.

La vida de Bonilla es un catálogo de primeras ediciones como si entráramos en dominios de un librero de viejo: entradas, características formales de los volúmenes, datos bibliográficos. Y toques personales: el lugar donde encontró la pieza, quién estaba presente. Qué sintió. Si hubo milagros al encontrar joyas en los lugares más insospechados (¡un kiosko de helados y revistas del corazón!). Detalles fulgurantes que reviven en cuanto abre un volumen. Procesiones de ciudades, autores, amigos. La “maquinaria asombrosa del recuerdo” funcionando a destajo para aliarse con la maquinaria de la ficción porque los libros importantes son los que se las arreglan “para leernos ellos a nosotros”, y pasamos a ser personajes suyos. Un libro importante es un suceso biográfico y la vida de Bonilla no se recorre en sus fotos o en sus textos sino en sus libros importantes. Yo soy yo y mis catálogos. Todo empezó en la adolescencia. Buscador precoz. Cuando era un calvario hacerse con un libro ansiado. Claro, aquellas primeras rampas eran resbaladizas en lo que a identificación se trataba. Unamuno, Baroja, Dostoievski… Bonilla cuenta (pone en orden) compras y lecturas, derivas y naufragios, conquistas y confidencias. Reflexivo, evocador, bello, lúcido e informativo: he aquí un libro importante.