Tras mucho tiempo de distanciamiento de las superficies pulidas, los asientos mullidos, la música suave sonando de fondo, el blanco impenetrable del papel y el sonido susurrante del lápiz sobre la cuadrícula imposible, vuelvo a escribir.
No tengo muy claro que quiero expresar y por qué. Tan sólo creo reconocer el camino de vuelta a casa, sigo las líneas y me dejo llevar, intentando no variar mi rumbo y cruzando los dedos para que la tormenta de mi vida no me arrastre de nuevo fuera de este mundo de personajes, ficciones y sueños.
Hace demasiado tiempo que estuve aquí. Apenas me reconozco en el espejo de las incertidumbres. Veo una sombra en el claroscuro de mi imaginación, apenas volutas de humo creativo, esquirlas de una inventiva mucho más florida y desenfadada en otro tiempo.
Mi rostro es más viejo en ese espejo, aunque mis manos parezcan más expertas, más atentas en el tacto al acariciar cada palabra. Esa sensación es la única que merece la pena atesorar, más allá de lo que en realidad quisiera expresar este texto. Supongo que podría ser el prólogo de la crónica de un naufrágio, un símbolo más de mi desencanto con el mundo real. Al menos me han dejado esta puerta abierta. He entrado casi de pura casualidad. Ojala pudiera quedarme algo más de tiempo.
Me llaman. Las rutinas, los perjuicios y los miedos aguardan detrás de las bambolinas y el telón dormido, lejos del público lector del otro lado. Quisiera seguir sumergido en el sueño sublime, compartiendo trozos de percepciones tan antiguas como yo mismo, pero tiran demasiado de mí. Me obligan a dejaros. Tal vez en otra ocasión, me digo alejándome otra vez de mi hogar de palabras. Las echaré de menos.
f.
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