El yo de todos
Por Vicente Molina Foix
Orlando es nuestra vida soñada, la biografía que todos, mujeres y hombres, desearíamos algún día tener, descritos en sus imaginarias páginas como seres que han vencido al tiempo, a la estrechez del lugar, al sexo limitado y al amor rutinario, a la odiosa costumbre de morir. No hay libro más feliz, más optimista que éste, y al mismo tiempo ninguno hay donde se exprese con tanto refinamiento el destino insatisfecho y melancólico del artista.
No se tiene comúnmente una imagen juguetona de Virginia Woolf, escritora a la que el ansia experimental de sus obras serias, la locura y el suicidio parecen por obligación académica encerrar en el atormentado limbo de los trágicos. Sin embargo, y al margen de las peripecias frívolas, o atrevidamente sensuales, de su vida, en más de una ocasión la Woolf quiso contrarrestar la densidad de una novela grande con el ejercicio de un divertimento o un libro menor. Y si a Las olas siguió la fantasía canina de Flush, y a Los años el caprichoso panfleto de Tres guineas, pocas semanas después de terminar Al ¡aro Virginia confiesa en su diario que le ronda el deseo de escribir «una narración a lo Defoe para divertirme», algo burlesco y desatado en cuyas páginas «mi propia vena lírica sería satirizada». Así nacía Orlando, una falsa biografía de una criatura ambigua y deslizante, para la que tomó inspiración directa de la casa solariega, el mundo aristocrático y la persona física de la escritora Vita Sackville-West, con quien Virginia tuvo un romance lleno de penas, interferencias (ambas eran mujeres casadas) y felices momentos de exaltación amorosa.
Esta corta novela vertiginosa, ocurrente, magistralmente escrita en un registro irónico y distante no es, sin embargo, ninguna pequeñez. Orlando tiene, para mi gusto, algunos de los pasajes narrativos más inspirados de la obra de Woolf, como la célebre descripción del Támesis helado donde se inicia sobre patines el amor del joven Orlando con la princesa rusa Sasha, o todo el episodio turco (y gitano), en el que la escritora nunca cede a la mirada turística ni a la cursilería orientalista. Es precisamente en esta parte cuando se opera la metamorfosis que le da al libro centro y carácter; al despertar de un sueño, Orlando, varón bellísimo hasta los treinta años, se convierte sin causa en mujer, mujer hermosa, fuerte y atravesada por la memoria de todos los siglos transcurridos en paralelo a su vida, que no sería insensato llamar vida futura. ¿No es acaso el futuro —nuestro presente— la disolución de todo lo que se creyó inmutable, irrompible, justo, beneficioso? Orlando es la cómica novela épica de un héroe compuesto por los trozos de una identidad que el actual tiempo póstumo nos ha desbaratado.
Con su transformación sexual, Orlando da el mayor salto: «La oscuridad que separa los sexos y en la que se conservan tantas impurezas antiguas, quedó abolida». Exento de las leyes del tiempo y la física, este andrógino de leyenda sigue amando y viajando (hasta 1928, fecha en que Woolf da por terminada su biografía y se publicó la novela), sin renunciar a lo que desde el comienzo del libro le señala, la sensibilidad del poeta. «Una puesta de sol le gusta más que una majada de cabras», dice el rudo pastor gitano para fundamentar su sospecha de lo distinta, opuesta a ellos, que es la misteriosa joven que se ha unido a la tribu de nómadas. Muchas cosas propias y personajes del mundo ajeno pierde el eterno Orlando en las mareas de la historia, pero jamás se separa del manuscrito de su poema La encina, cuyo valor literario pone en duda y aun así considera su más importante pertenencia.
Orlando seduce como muchacho a la primera reina Isabel de Inglaterra y a los contemporáneos de Shakespeare, coquetea, ya mujer, con los ingenios londinenses del XVIII, ridiculiza (en unas corrosivas páginas del capítulo 5) la moral lóbrega, encopetada y matrimonial a ultranza de la sociedad victoriana, y poco antes del fin del libro conoce (¿está en la madurez?) los miserables indicios contemporáneos de una literatura mundana en la que sobre todo importan los derechos de autor, las ventas, los intermediarios. Su vida es una profecía, y Virginia Woolf la vidente burlona y profunda de una época disgregada. «Si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano?». La respuesta la da la voz de la propia Orlando: «Este "yo" me harta. Necesito otro».
El lector de este libro de maravillas tendrá además la bonificación de su traductor de lujo, Jorge Luis Borges, que si alguna vez ha sido discutido en esas tareas (por ejemplo en sus Palmeras salvajes de Faulkner, mucho más opacas y enrevesadas de lo que el original justifica), aquí hizo una labor excelente. No es casual. Lejanos y hasta un poco reñidos como personas literarias, la Woolf del Orlando tenía sin embargo que atraer al Borges buscador de seres imaginarios. También me atrevo a insinuar que bastante hay de esta novela en las nociones borgianas del tiempo circular y la recurrencia. Conspicuo a veces en los argentinismos, magníficamente osado (al traducir, por ejemplo, «arrowy nose» como «nariz sagitaria»), cito aquí, para terminar, un fragmento del capítulo 4 sobre las andanzas de Orlando que, siendo fiel a la prosa de la escritora inglesa, nadie sino Borges podría haber puesto así en castellano: «Se habló entonces de un duelo, del comando de un navío del Rey, de una lanza desnuda en un balcón, de una fuga hasta Holanda con cierta dama y de la persecución del esposo —pero nada diremos de la verdad, o falta de verdad, de esas habladurías».
© 2002, Vicente Molina Foix
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