miércoles, 28 de septiembre de 2011

ORLANDO (1925) Virginia Woolf



El yo de todos
Por Vicente Molina Foix

Orlando es nuestra vida soñada, la biografía que to­dos, mujeres y hombres, desearíamos algún día tener, descri­tos en sus imaginarias páginas como seres que han vencido al tiempo, a la estrechez del lugar, al sexo limitado y al amor rutinario, a la odiosa costumbre de morir. No hay libro más feliz, más optimista que éste, y al mismo tiempo ninguno hay donde se exprese con tanto refinamiento el destino insatisfe­cho y melancólico del artista.
No se tiene comúnmente una imagen juguetona de Virginia Woolf, escritora a la que el ansia experimental de sus obras serias, la locura y el suicidio parecen por obligación académica encerrar en el atormentado limbo de los trági­cos. Sin embargo, y al margen de las peripecias frívolas, o atre­vidamente sensuales, de su vida, en más de una ocasión la Woolf quiso contrarrestar la densidad de una novela grande con el ejercicio de un divertimento o un libro menor. Y si a Las olas siguió la fantasía canina de Flush, y a Los años el caprichoso panfleto de Tres guineas, pocas semanas después de terminar Al ¡aro Virginia confiesa en su diario que le ron­da el deseo de escribir «una narración a lo Defoe para divertirme», algo burlesco y desatado en cuyas páginas «mi pro­pia vena lírica sería satirizada». Así nacía Orlando, una fal­sa biografía de una criatura ambigua y deslizante, para la que tomó inspiración directa de la casa solariega, el mundo aris­tocrático y la persona física de la escritora Vita Sackville-West, con quien Virginia tuvo un romance lleno de penas, interfe­rencias (ambas eran mujeres casadas) y felices momentos de exaltación amorosa.
Esta corta novela vertiginosa, ocurrente, magistral­mente escrita en un registro irónico y distante no es, sin em­bargo, ninguna pequeñez. Orlando tiene, para mi gusto, al­gunos de los pasajes narrativos más inspirados de la obra de Woolf, como la célebre descripción del Támesis helado don­de se inicia sobre patines el amor del joven Orlando con la princesa rusa Sasha, o todo el episodio turco (y gitano), en el que la escritora nunca cede a la mirada turística ni a la cur­silería orientalista. Es precisamente en esta parte cuando se opera la metamorfosis que le da al libro centro y carácter; al despertar de un sueño, Orlando, varón bellísimo hasta los treinta años, se convierte sin causa en mujer, mujer hermosa, fuerte y atravesada por la memoria de todos los siglos trans­curridos en paralelo a su vida, que no sería insensato llamar vida futura. ¿No es acaso el futuro —nuestro presente— la disolución de todo lo que se creyó inmutable, irrompible, jus­to, beneficioso? Orlando es la cómica novela épica de un hé­roe compuesto por los trozos de una identidad que el actual tiempo póstumo nos ha desbaratado.
Con su transformación sexual, Orlando da el mayor salto: «La oscuridad que separa los sexos y en la que se con­servan tantas impurezas antiguas, quedó abolida». Exento de las leyes del tiempo y la física, este andrógino de leyenda si­gue amando y viajando (hasta 1928, fecha en que Woolf da por terminada su biografía y se publicó la novela), sin renun­ciar a lo que desde el comienzo del libro le señala, la sensibi­lidad del poeta. «Una puesta de sol le gusta más que una ma­jada de cabras», dice el rudo pastor gitano para fundamentar su sospecha de lo distinta, opuesta a ellos, que es la miste­riosa joven que se ha unido a la tribu de nómadas. Muchas cosas propias y personajes del mundo ajeno pierde el eterno Orlando en las mareas de la historia, pero jamás se separa del manuscrito de su poema La encina, cuyo valor literario pone en duda y aun así considera su más importante perte­nencia.
Orlando seduce como muchacho a la primera reina Isabel de Inglaterra y a los contemporáneos de Shakespeare, coquetea, ya mujer, con los ingenios londinenses del XVIII, ri­diculiza (en unas corrosivas páginas del capítulo 5) la moral lóbrega, encopetada y matrimonial a ultranza de la sociedad victoriana, y poco antes del fin del libro conoce (¿está en la madurez?) los miserables indicios contemporáneos de una li­teratura mundana en la que sobre todo importan los derechos de autor, las ventas, los intermediarios. Su vida es una profe­cía, y Virginia Woolf la vidente burlona y profunda de una épo­ca disgregada. «Si hay (digamos) setenta y seis tiempos distin­tos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano?». La respuesta la da la voz de la propia Orlando: «Este "yo" me harta. Necesito otro».

El lector de este libro de maravillas tendrá además la bonificación de su traductor de lujo, Jorge Luis Borges, que si alguna vez ha sido discutido en esas tareas (por ejemplo en sus Palmeras salvajes de Faulkner, mucho más opacas y en­revesadas de lo que el original justifica), aquí hizo una labor excelente. No es casual. Lejanos y hasta un poco reñidos como personas literarias, la Woolf del Orlando tenía sin em­bargo que atraer al Borges buscador de seres imaginarios. También me atrevo a insinuar que bastante hay de esta novela en las nociones borgianas del tiempo circular y la recurrencia. Conspicuo a veces en los argentinismos, magníficamente osa­do (al traducir, por ejemplo, «arrowy nose» como «nariz sa­gitaria»), cito aquí, para terminar, un fragmento del capítu­lo 4 sobre las andanzas de Orlando que, siendo fiel a la prosa de la escritora inglesa, nadie sino Borges podría haber puesto así en castellano: «Se habló entonces de un duelo, del co­mando de un navío del Rey, de una lanza desnuda en un bal­cón, de una fuga hasta Holanda con cierta dama y de la per­secución del esposo —pero nada diremos de la verdad, o falta de verdad, de esas habladurías».
© 2002, Vicente Molina Foix

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