domingo, 5 de junio de 2011

Algunas explicaciones por Javier Cercas


A las nueve de la mañana del lunes me encuentro a mi vecina en el supermercado. Se llama Rosa: es joven, es guapa, irradia alegría; me gusta. Nos saludamos, y Rosa me dice que me lee en el periódico. La verdad es que cuando me hace un elogio no necesita repetírmelo dos veces: lo entiendo a la primera. “Gracias”, le digo. “He dicho que te leo”, precisa. “No que me guste lo que leo”. “Ah”, digo, y ya voy a despedirme de ella cuando me propone tomar un café. No soy más masoquista de lo normal, pero, como tengo que ir a trabajar y cualquier excusa es buena para no trabajar, acepto.

Tomamos café en la cafetería del supermercado. Al principio intento hablar de ella, pero al parecer el asunto no le interesa. “No lo entiendo”, se lamenta. “Habiendo tantas cosas importantes en el mundo sobre las que opinar, en tus artículos te pasas el día hablando de tu madre”. “Es que yo no tengo opiniones sobre nada importante”, le digo, y, como a mi vecina se le ha puesto de repente cara de juez de primera instancia, trato de zanjar el asunto:”Además, mi madre es lo que más cerca me pilla. Una mujer de gran energía, ¿sabes? Si se llamara como tú, le llamaríamos La Pantera Rosa”. El chiste no tiene ni pizca de gracia, y mi vecina deja de mirarme como a un reo y pasa a mirarme como a un desgraciado. Herido en mi amor propio, opto por pasar al ataque. Le cuento que hace unos meses un coche atropelló a mi madre mientras cruzaba un paso de cebra; por fortuna, no ocurrió nada, aunque todavía tiene magulladuras en el cuerpo. Pero el otro día, mientras cruzaba agarrado a mi brazo otro paso de cebra, me dijo:” Hijo mío, bienaventurados los que creen en los pasos de cebra, porque ellos verán a Dios. Yo estuve a punto”. Ahora Rosa se ríe: la cara se le ilumina y a mi se me ocurre que mi madre debía de ser igual que ella cuando yo aún no había nacido. “No es una mujer extraordinaria”, continúo, animado. “Ni siquiera tiene estudios. Pero hay motivos para pensar que, comparada con su fe católica, la de Juan Pablo II es dubitativa, y que a su lado Einstein es un bluff”. Le cuento que cuando yo era un adolescente me gustaba llevarla a películas incomprensibles. Una vez fuimos a ver La aventura, de Antonioni, una película que narra cómo durante una excursión de un grupo de amigos uno de ellos se pierde; al principio los amigos lo buscan, pero enseguida se olvidan de él y la excursión sigue como si nada hubiese ocurrido. Como de costumbre, al salir del cine mentí: dije que la película me había gustado mucho. “A mi también”, dijo mi madre. “En realidad es la película que más me ha gustado en mi vida”. La miré incrédulo. “Claro”, dijo ella entonces. “Es lo que pasa en la vida: uno se muere y al día siguiente ya nadie se acuerda de él”. “No está mal”, dice Rosa. “No”, digo yo. “Me gustaría conocerla”, dice Rosa. “Claro, digo yo. “Lo malo es que a veces no se la entiende muy bien”. “¿Qué quieres decir?, pregunta Rosa. “Que a veces habla como si Calderón de la Barca y Bretón de los Herreros estuvieran vivos y escribiesen a cuatro manos”, contesto. “Por ejemplo: si una persona es muy desgraciada, dice de ella que es `el rigor de las desdichas´, y si una mujer no es muy atractiva la llama `el remedio contra la lujuria´. Una vez le oí la frase más escalofriante que he oído nunca: `Que Dios nos de todas las desgracias que seamos capaces de soportar´. Estoy seguro de que si la oye Schopenhauer añade otro volumen a El mundo como representación y voluntad”. “Eso es porque tú eres uno de esos mariquitas que, en cuanto les aprietan un poco los zapatos, ya están pensando en suicidarse”, dice Rosa. “Sí”, digo yo, “pero también por otra cosa”. “¿El qué?”, pregunta.

Entonces le cuento a Rosa una escena que leí en Si esto es un hombre, el libro donde Primo Levi narra su paso por Auschwitz. La escena transcurre una noche de febrero de 1943, en el campo de concentración de Fosoli, donde se hacinan cientos de personas ingratas al Gobierno fascista italiano. Por la tarde les han anunciado a los judíos del campo que van a ser deportados, así que ya saben que van a morir. Esa noche todos se despiden de la vida, unos rezan, otros se emborrachan, otros se embriagan “con su última pasión nefanda”. Pero en el campo hay niños, y sus madres velan durante toda la noche: preparan la comida para el viaje, empaquetan la ropa y los juguetes, lavan los pañales, y al amanecer las alambradas de espino están llenas de ropa infantil puesta a secar. “Es absurdo”, le digo a Rosa. “Pero es así”. Y entonces le hago la misma pregunta que Levi les hace a las lectoras de su libro: “¿No harías tú lo mismo? Si fuesen a matarte mañana con tu hijo, ¿no le darías de comer hoy?”. “Yo no tengo hijos”, dice Rosa. “Además, todavía no me han dado todas las desgracias que soy capaz de soportar”. Sonrío; Rosa también sonríe. “No te he convencido, ¿verdad?”, pregunto. “No”, contesta. “Entonces, en vez de hablar de mi madre, en el próximo artículo hablaré de ti”, le digo. “Prométeme que no lo harás”, dice ella. Sin dejar de sonreír contesto: “Te lo prometo”. Y pido otro café.

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