domingo, 24 de abril de 2011

El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él.

EPÍLOGO

Este relato, que es casi completo por sí mismo (¡pero no del todo!), constituye la primera estrofa de una obra mucho más larga, titulada La Torre Oscura. Parte del trabajo que sigue a este fragmento está ya ter­minado, pero todavía queda mucho más por hacer: mi breve resumen de la acción sugiere una longitud defini­tiva de unas 3.000 páginas, tal vez más. Probablemente eso parezca indicar que mis proyectos para esta narra­ción han superado los límites de la mera ambición para entrar en el terreno de la chifladura..., pero pídanle a su profesor de inglés favorito que les cuente alguna vez qué planes tenía Chaucer para Los cuentos de Canter­bury. Aunque, claro, tal vez Chaucer estuviera loco.

Al ritmo con que el trabajo ha venido desarrollán­dose hasta este momento, tendría que vivir aproxima­damente 300 años para completar la historia de la To­rre; tardé doce años en escribir esta sección —El pistolero y la Torre Oscura—. Se trata de la obra que más tiempo me ha tomado, con mucho... aunque sería más sincero expresarlo de otro modo: es la obra inacabada que durante más tiempo ha permanecido viva y viable en mi propia mente. Y si un libro no está vivo en la mente del escritor, entonces es que está tan muerto como una boñiga de caballo de un año de antigüedad, por más que las palabras sigan desfilando sobre la página.

La Torre Oscura comenzó, creo, porque heredé una resma de papel durante el semestre de primavera de mi último ario en la facultad. No era una de las habituales de papel de hilo, ni siquiera una de esas coloreadas de «hojas recicladas» que suelen utilizar muchos escritores noveles porque la resma de papel coloreado (y a me­nudo con grandes fragmentos de pasta sin disolver flo­tando en su interior) es tres o cuatro dólares más ba­rata.

La resma de papel que yo heredé era de un verde brillante, casi tan gruesa como una cartulina y de un ta­maño sumamente excéntrico: unos diecisiete o diecio­cho centímetros de ancho por veinticinco de largo, si no recuerdo mal. En aquella época yo estaba traba­jando en la biblioteca de la Universidad de Maine y un día, de forma completamente inexplicable y sin justifi­cación alguna, aparecieron varias resmas de este papel en diversas tonalidades. La que luego sería mi esposa, Tabitha Spruce, se llevó una de las resmas (de un azul huevo de petirrojo) a casa, y el tipo con el que por en­tonces salía se llevó otra (amarillo correcaminos). Yo me quedé la verde.

Tal como fueron las cosas, los tres resultamos ser auténticos escritores, una coincidencia casi demasiado grande para ser considerada simple coincidencia en una sociedad donde literalmente decenas de miles (quizá centenares de miles) de estudiantes universita­rios aspiran al oficio de escritor y donde apenas son unos cientos los que en verdad lo consiguen. Yo he pu­blicado media docena de novelas, más o menos; mi es­posa ha publicado una (Small World) y está trabajando duramente en otra aún mejor; el tipo con el que por entonces salía, David Lyons, ha llegado a ser un exce­lente poeta y fundador de la editorial Lynx Press, de Massachusetts.

Quizá fuera el papel, amigos. Quizá fuera un papel mágico. Ya saben, como en una novela de Stephen King.

Sea como fuere, es posible que quienes lean esto no lleguen a comprender cuán llenas de posibilidades pa­recían aquellas quinientas hojas de papel en blanco,aunque me parece que en este mismo instante debe de haber bastantes lectores que están asintiendo para sí con perfecta comprensión. Los escritores que publican pueden disponer de todo el papel en blanco que se les antoje, desde luego; se trata de su herramienta de tra­bajo. Incluso les permite desgravar impuestos. De he­cho, pueden tener tanto papel que, al final, todas esas hojas en blanco son capaces de comenzar a ejercer una maléfica influencia sobre ellos. Escritores mejores que yo han hablado del mudo desafío de toda esa superficie blanca, y sabe Dios que algunos de ellos, intimidados, se han visto reducidos al silencio.

La otra cara de la moneda, y en especial para un es­critor joven, es el júbilo casi profano que todo ese pa­pel en blanco puede producir: te sientes como un alco­hólico delante de una botella de whisky con el precinto aún sin arrancar.

Por entonces yo vivía en una acogedora cabaña junto al río, no lejos de la universidad, y vivía solo. El primer tercio de la anterior narración fue escrito en un imponente e inviolable silencio que ahora, con niños alborotadores en casa, dos secretarias y un ama de lla­ves que siempre opina que parezco enfermo, me resulta difícil recordar. Los tres compañeros de cuarto con los que comencé el curso habían suspendido todos. Hacia marzo, cuando se desheló el río, me sentía como el úl­timo de los diez negritos de Agatha Christie.

Estos dos factores, el desafío de aquel papel verde sin tocar y el profundo silencio (salvo por el goteo de la nieve que se fundía y corría cuesta abajo hacia el Stillwater), fueron más responsables que ninguna otra cosa de que diera comienzo a La Torre Oscura. Hubo un tercer factor pero, sin los dos primeros, creo que ja­más hubiera llegado a escribir este relato.

El tercer elemento fue un poema que me había sido asignado dos años antes, en una asignatura de segundo curso que trataba de los primeros poetas románticos (¿y qué mejor época para estudiar poesía romántica que en el segundo curso de la universidad?). Casi todos los demás poemas se habían borrado ya de mi memo­ria, pero éste, espléndido, denso e inexplicable, persistía... y aún persiste. El poema era «Childe Roland», de Robert Browning.

Había jugado con la idea de intentar una larga no­vela romántica que reprodujera la sensación, ya que no el sentido exacto, del poema de Browning. La cosa se había quedado solamente en juego, porque tenía mu­cho más por escribir: mis propios poemas, cuentos, ar­tículos de prensa y Dios sabe qué.

Sin embargo, durante aquel semestre de primavera, mi vida creativa, hasta entonces tan atareada, conoció una especie de pausa. No era una incapacidad de escri­bir, sino la sensación de que ya era hora de dejar de ha­cer el ganso con un pico y una pala y ponerme a los mandos de una enorme y potente apisonadora de va­por; la sensación de que ya era hora de ponerme a ex­cavar en la arena e intentar sacar algo grande de ella, aunque el esfuerzo resultara en un fracaso abismal.

Y así, una noche de marzo de 1970 me encontré sentado ante mi vieja Underwood de oficina, con la «m» desportillada y la «O» mayúscula mal alineada, es­cribiendo las palabras que dan comienzo a esta histo­ria: El hombre de negro huía a través del desierto, y el pis­tolero iba en pos de él.

En los años que han transcurrido desde que tecleé esta frase, sin que el disco de Johnny Winter consi­guiera apagar del todo el sonido de la nieve derretida que corría cuesta abajo, he comenzado a encanecer, he engendrado hijos, he enterrado a mi madre, me he afi­cionado a las drogas y las he abandonado, y he apren­dido unas cuantas cosas acerca de mí mismo, algunas lamentables, otras desagradables y la mayoría sencilla­mente divertidas. Como el propio pistolero sin duda observaría, el mundo ha cambiado.

Pero durante todo este tiempo jamás llegué a olvi­dar por completo el mundo del pistolero. El grueso pa­pel de color verde se perdió por el camino, pero aún conservo unas primeras cuarenta páginas del manus­crito original, que incluyen las secciones tituladas «El pistolero» y «La estación de paso». El papel fue reem­plazado por otro de aspecto más profesional, pero re­cuerdo aquellas curiosas hojas verdes con mas cariñodel que jamás podría expresar en palabras. Volví al mundo del pistolero cuando El misterio de Salem's Lot iba mal («El oráculo y las montañas») y describí el triste fin del joven Jake poco después de haber visto cómo otro chico, Danny Torrance, escapaba de otro mal paso en El resplandor. En realidad, la única época en que mis pensamientos no se volvieron ni siquiera de vez en cuando al seco pero atractivo mundo del pisto­lero (a mí, al menos, siempre me ha parecido atractivo) fue cuando habitaba en otro que me parecía absolutamente igual de real: el postapocalíptico mundo de The Stand. Escribí el último fragmento de los presentados en este volumen, «El pistolero y el hombre de negro” hace menos de dieciocho meses en el oeste de Maine.

Creo que probablemente debo a los electores; que han seguido hasta aquí una especie de resumen (“la trama», dirían aquellos grandes poetas romanticos del pasado) de lo que viene a continuación, pues es casi seguro que moriré antes de completar toda la novela... o epopeya... o como queráis llamarla. La triste realidad es que me resulta imposible hacerlo. Quienes me conocen saben bien que no soy una gran luminaria intelectual, y quienes han leído mis libros con cierta medida de apro­bación crítica (hay unos cuantos, los tengo soborna­dos) probablemente estarían de acuerdo en que lo me­jor de mi obra ha salido del corazón y no de la cabeza... o del estómago, lugar donde se origina la más potente escritura emocional.

Todo esto viene a querer decir que nunca estoy del todo seguro de adónde me dirijo, y en este relato eso es aún más cierto que de costumbre. Por la visión de Ro­lando, cerca del final, sé que su mundo está cierta­mente moviéndose, porque el universo de Rolando existe en el interior de una sola molécula de una hierba que se marchita en algún cósmico solar vacío (creo que esta idea probablemente se la debo a Clifford D. Simak, en Un anillo alrededor del Sol; por favor, Cliff, ¡no vayas a demandarme!), y sé también que el invocar consiste en llamar a tres personas de nuestro propio mundo (tal como el hombre de negro llamó al propio Cake), que se uniran a Rolando en su busqueda de la Torre Oscura.

Y esto lo sé porque algunos fragmentos del segundo ci­clo de relatos (titulado «La invocación de los tres») ya están escritos.

Pero, ¿y el turbulento pasado del pistolero? Es tan poco lo que sé, Dios mío. ¿La revolución que acaba con el «mundo de luz» del pistolero? No lo sé. ¿La confron­tación final de Rolando y Marten, que ha seducido a su madre y matado a su padre? No lo sé. ¿Las muertes de los compatriotas de Rolando, Cuthbert y Jamie, o sus aventuras durante los años que transcurren entre su mayoría de edad y su llegada al desierto, donde lo en­contramos por primera vez? Tampoco lo sé. Y está la chica, Susan. ¿Quién es ella? No lo sé.

Salvo que, muy dentro de mí, lo sé. Dentro de mí sé todas estas cosas, y no necesito argumento, resumen ni esquemas (los esquemas son el último recurso de los malos escritores de ficción, que darían lo que fuera por estar escribiendo tesis doctorales). Cuando llegue el momento estas cosas —y su relación con la búsqueda del pistolero— fluirán con tanta naturalidad como las lágrimas o la risa. Y si este momento no llega nunca, bueno, como dijo Confucio, hay quinientos millones de chinos comunistas a los que les importa un pi­miento.

Una cosa sí sé: en algún momento, en algún ins­tante mágico, habrá un crepúsculo violáceo (¡un cre­púsculo hecho para el romance!); Rolando encontrará su Torre Oscura y se acercará a ella, blandiendo su oli­fante... y, si alguna vez llego allí, vosotros seréis los pri­meros en saberlo.

STEPHEN KING Bangor, Maine






Titulo original: The Dark Tower I: The Gunslinger

Titulo en español: La Torre Oscura/1 La Hierba del Diablo

1ª edición: abril 1989

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