viernes, 27 de septiembre de 2024

Los sueños falsos por Javier Cercas

Quince años después de mi primera visita a Lisboa, en la que fui muy feliz, camino con un libro en la mano por la Avenida da Libertade. Como si yo fuera Heráclito, me digo que nadie visita dos veces la misma ciudad: porque la ciudad no es la misma y porque uno ya no es el mismo que la visitó. Como si yo fuera Fernando Pessoa, me acuerdo de un poema titulado Lisbon revisited, en el que, igual que un extraño de regreso en su propia ciudad, se ve a sí mismo convertido en una "sombra que pasa a través de sombras", y en el que escribe: "Hasta mis ejércitos soñados sufrieron derrota. / Hasta mis sueños se sintieron falsos al ser soñados". En mitad de la avenida tomo un viejo tranvía que trepa hasta la parte alta de la ciudad, un laberinto triste y blanco y alegre de calles que no ha cambiado mucho desde que lo recorría Pessoa: fachadas leprosas, tiendas de artesanos, librerías de viejo. Incapaz de resistir a la tentación, en un quiosco compro un periódico español; grave error: si uno se va de su país es para descansar de él, para sentirse como una sombra que pasa a través de sombras y sentirse triste y alegre y libre del peso de lo real. Bajo por los callejones de la parte alta y me siento en el primer café que encuentro, que resulta ser La Brasileira, en la Rua Garret, en cuya terraza se levanta una estatua de Pessoa.

Pido un café y abro el periódico con la intención de evitar las noticias españolas. Como está a punto de conmemorarse el 60° aniversario del desembarco en Normandía, en todos los periódicos se habla de la muchedumbre de jóvenes norteamericanos que abandonaron su país para morir a miles de kilómetros de sus familias, en las playas de Francia, defendiendo la libertad estrangulada por el nazismo; en mi periódico, también: Jean Daniel recuerda el heroico idealismo de estos muchachos, y recuerda también que, para los franceses de su edad, aquellos jóvenes americanos eran "dioses que iban a morir por nosotros con sus trajes de luces". Inevitablemente pienso en los jóvenes españoles que murieron en las playas de Francia, y en las carreteras y los pueblos y las ciudades de toda Europa, luchando también por la libertad; no hay que ser un profeta para adivinar que nadie se acordará de ellos en este aniversario: no son más que sombras pasando a través de sombras. Inevitablemente pienso que, una vez acabada la guerra mundial, muchos españoles que habían combatido el fascismo anhelaron que jóvenes dioses con sus trajes de luces desembarcaran también en las playas de España para acabar con el último dictador fascista; no desembarcaron: fueron falsos ejércitos soñados que sufrieron derrota antes de emprender el combate, porque a nadie le interesaba ya liberar a un país perdido en el sur de Europa. Ese fue el principio del fin del sueño de Norteamérica como gran nación liberadora, pienso; luego vinieron Camboya y Vietnam y ahora Irak, y a los jóvenes dioses, tal vez igual de idealistas, pero engañados, ya no los reciben con rosas y sonrisas, sino a tiros, porque la liberación se ha convertido en una coartada de la rapiña y el crimen. Dejo el periódico y cojo el libro que traigo conmigo en esta mañana luminosa de Lisboa: se titula Una temporada de machetes, su autor es Jean Hatzfeld y es escalofriante. Narra un genocidio.

Un genocidio no es una guerra: el propósito de la guerra es la victoria, el propósito del genocidio es el exterminio. En Ruanda, en apenas cuatro meses de 1994, 800.000 tutsis fueron asesinados a machetazos por sus vecinos hutus: un holocausto sólo comparable al de los judíos a manos de los nazis.

Nadie hizo nada por evitarlo: no hubo desembarcos de jóvenes dioses con trajes de luces dispuestos a morir por la libertad porque a nadie le interesaba liberar a un país perdido en mitad de Africa. Quién sabe: quizá la peor consecuencia política de la guerra de Irak es que la idea misma de intervención liberadora ha quedado desacreditada para siempre.

Dejo el libro de Hatzfeld, dejo el periódico, pido otro café, miro a la gente conversando en la terraza de La Brasileira, y la estatua de Pessoa, y el laberinto triste y blanco y alegre de la ciudad, y los tranvías que suben repletos de turistas desde el Chiado.

Bruscamente deprimido, me resigno de nuevo al periódico, a la realidad de las noticias de España. Rodríguez Zapatero, que visita la Feria del Libro de Madrid, declara: "Los libros apoyan la paz y el diálogo". No sé, me digo. Me digo que Mein kampf no apoyó ni la paz ni el diálogo. Me digo que sin él -y sin otros muchos tan estúpidos y venenosos como él- no habría habido ni holocausto judío, ni guerra en España, ni intervención en Irak. Y me acuerdo otra vez de Hatzfeld, de cuyo libro se desprende sin posibilidad de duda que fueron los intelectuales quienes, con sus libros y proclamas, difundieron entre los hutus la idea del genocidio, igual que muchos años atrás difundieron el fascismo en Europa y ahora difunden el catecismo fundamentalista y estúpido de Bush en el mundo. Libros falsos antes de ser soñados. Como las ciudades irrecuperablemente felices a las que creemos volver. •



ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL


El Pais Semanal Número 1.450

Domingo 11 de julio de 2004

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