viernes, 20 de septiembre de 2024

La chilena

Por Javier Cercas

No me refiero a una de esas señoritas del Cono Sur con fama de ser las más bellas del mundo; me refiero a la pirueta futbolística conocida con el mismo nombre. Esta consiste en que el futbolista, colocado de espaldas a la portería rival en medio del fragor de la contienda, viendo venir la pelota a una altura respetable, da un salto y, casi cabeza abajo, golpea con una de sus piernas el balón en una suerte de movimiento de tijera, siendo el resultado óptimo de este funambulismo no indigno de Pinito del Oro un golazo por toda la escuadra, a ser posible el quinto contra el Real Madrid y en el Bernabéu.

Ni que decir tiene que tal virguería inverosímil sólo está al alcance de gente como Ronaldinho, pero yo empece a pensar seriamente en ella hace poco. Fue cuando advertí que, cada vez que al ir a buscar a mi hijo al colegio le preguntaba cómo le había ido el día, él me contestaba que fantástico, porque en el partido del recreo había metido cinco goles de chilena. Como uno es un padre responsable, deseoso de ahorrarle a su hijo los errores que él ha cometido, en vez de soltarle un sopapo por mentir como un portavoz parlamentario incurrí en la pedagogía y le expliqué que ni siquiera Ronaldinho metía goles de chilena así como así, sino que lo hacía, cuando lo hacía, después de haber invertido toda su vida en un durísimo proceso de aprendizaje. Le puse un ejemplo didáctico. Si yo quiero escribir, le dije, el mejor libro del mundo, no tengo que empezar tratando de escribir el Quijote: tengo que empezar por aprender a escribir una frase muy simple, luego un párrafo, luego una pagina y luego una redacción, hasta que cuando quiera darme cuenta me habré pasado la vida sudando sangre delante del ordenador y maldiciendo al maldito manco hijo de mala madre que ya lo escribió todo.

Esto último no se lo dije (o no se lo dije así), para no amargarle con la verdad, pero desde aquel día, en vez de pasarme las tardes de los domingos decidiendo si suicidarme o no, me voy a jugar con mi hijo al fútbol, a empezar el durísimo aprendizaje de la chilena. Jugamos en una pista de cemento, en un descampado del extrarradio. El cielo es de un blanco de nieve; no se ve a nadie. Mientras me calzo los guantes de portero, mi hijo aguarda en el centro de la pista, ca-bizbajo; satisfecho, pienso que esto de la pedagogía funciona, pero como mi hijo no acaba de decidirse a chutar empiezo a preguntarme si no se me habrá ido la mano, de manera que me acerco a él y compruebo con alivio que no está meditando sobre la imposibilidad de la chilena, sino leyendo una pintada que hay en el suelo. La pintada dice: "Aturem l'invasió. Girona blanca" (o sea: "Paremos la invasión. Gerona blanca"). Mi hijo me pregunta qué significa eso. Se lo explico. Después me pregunta si el tipo que lo ha escrito está entrenándose para escribir algún día como Cervantes. Le digo que no. "Cervantes era un hijo de mala madre", le digo. "Pero no un analfabeto ni un cobarde". Le explico que el tipo que ha escrito eso es un analfabeto porque en sólo cuatro palabras ha cometido dos faltas de ortografía, y que es un cobarde porque tiene miedo de que venga gente de fuera que juegue al fútbol mejor que él y que hasta a lo mejor sea capaz de meter goles de chilena. "¿Así que no quiere que Ronaldinho juegue aquí?", pregunta. "Exacto", contesto. "Menudo gilipollas", concluye. Entonces empezamos a jugar y, mientras mi hijo me fusila con la zurda y yo me harto de darme barrigazos indignos de Pinito del Oro, de repente me pongo tristísimo y me digo que todo es inútil porque ni él va a evitar ninguno de los errores que yo he cometido ni va a meter ningún gol de chilena en su vida, ni yo voy a escribir ni una sola línea que me justifique, y me digo que algún día tendré que decirle la verdad, tendré que decírsela y tendré que decirle también que a pesar de la verdad hay que ser valiente y seguir viviendo.

Cuando se hace de noche volvemos a casa, exhaustos. Como no ha metido ni un solo gol de chilena, para animar a mi hijo le digo que voy a escribir un artículo sobre él. Me pregunta cómo va a titularse. La chilena, le digo. Luego me pregunta de qué trata y le hablo de él y de Ronaldinho y de Pinito del Oro y de Cervantes y de los analfabetos y los cobardes, y por supuesto también de los valientes que no tienen miedo de nada. "¿Y cómo acaba?", pregunta sin sonreír. "Mal", pienso. "Como todo". Lo pienso, pero no lo digo, porque en ese momento nos veo a los dos caminando por ese descampado del extrarradio como si camináramos por una ciudad bruscamente ajena y hostil, aterradoramente blanca; nos veo caminando solos y valientes y cogidos de la mano, y entonces pienso que la verdad bien puede irse otra vez a la mierda y, como si yo fuera un portavoz parlamentario, le digo: "Acaba así". •

ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL


El Pais Semanal

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