Las ideas se desgastan. Usamos y abusamos de ellas, distorsionando o trivializando su significado, de forma que sus aristas se erosionan y que aquello que al principio fue provocador y revolucionario o peligroso -toda idea valiosa contiene alguno de esos ingredientes, o todos a la vez- acaba reducido a la condición de mera banalidad, cuando no a la de puro espantajo o, aún peor, de arma arrojadiza.
Tal vez me equivoque, pero me temo que eso es lo que está ocurriendo con una de las ideas más provocadoras, revolucionarias y hasta peligrosas que nos ha legado la modernidad: la idea de tolerancia. Ahora mismo, y no sólo por culpa de los políticos, es casi imposible usar esa palabra sin que cualquier persona medianamente resabiada no sospeche que quien lo hace no es un moralista blandengue, un fariseo redomado o un bestia luchando por reprimir sus instintos asesinos, o simplemente que no se la confunda con la aceptación cobarde o la incapacidad crítica. Porque, del mismo modo que la democracia -otra idea revolucionaria y desgastada- no promueve la estupidez de que todos somos iguales, sino el prodigio de que todos lo seamos ante la ley, la tolerancia no acepta ese relativismo necio según el cual todas las opiniones son igualmente aceptables; no lo son: es aceptable -digamos- defender la obviedad de que la II República no fue el paraíso terrenal, pero no lo es proclamar que Franco no es responsable de aplastar un régimen legítimo y de encender una guerra salvaje, igual que no es aceptable afirmar que Auschwitz era en realidad un balneario o que este servidor de ustedes -cuya vanidad, créanme, no tiene límites- es mejor escritor que Miguel de Cervantes, como mi madre proclama ante quien quiera escucharla. De hecho, lo que define al tolerante de verdad es que no considera a quien expone esas opiniones dementes como un paradigma de maldad cuyo objetivo al exponerlas es agredirle, sino como una víctima de un error de juicio a quien, si a mano viene, debe persuadirse con razones de su equivocación, y a quien, por tanto y en principio, debe seguir considerándose como una persona tan estimable como cualquier otra. Por eso la mejor definición que ahora mismo se me ocurre de tolerancia se halla en esta frase inapelable de Alejandro Rossi: "La convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral".
Esa convicción exige a la vez una cierta disciplina moral e intelectual y, por supuesto, una tradición. Lo primero puede adquirirse a base de esfuerzo; lo segundo no, y basta con echar un vistazo a nuestra historia para constatar que, al menos en ese punto, no hay mucho de lo que enorgullecerse. Pero, como nunca es tarde para rectificar, habrá que celebrar que, aunque sea a costa de desgastarla, distorsionarla y banalizarla, desde hace algunos años todo el mundo esgrima esa idea, a ver si así acaba entrándonos en la cabeza, cosa que de momento no lleva trazas de ocurrir. Como somos unos bestias, cuando alguien discrepa de nosotros, lo que el cuerpo nos pide de inmediato es partirle una silla en la cabeza, y ni se nos ocurre imaginar la posibilidad de no despreciar al discrepante o de no convertirlo en enemigo a muerte; lo he comprobado personalmente: una vez se me ocurrió razonar por escrito mis diferencias de criterio con un amigo y al instante todo el mundo dio por sentado que nuestra amistad había acabado. Lo cierto, sin embargo, es que no hay nada tan divertido ni tan estimulante como discrepar de las opiniones de los amigos, y nada tan aburrido como estar siempre de acuerdo con ellas; es más: son las opiniones interesantes -no las inanes- las que dan lugar a controversias interesantes. Pero, al parecer, esto no hay manera de entenderlo; la razón es que la intolerancia es una forma del miedo, y también de la impotencia: como no confiamos en nuestras propias ideas, porque no sabemos defenderlas, renunciamos a discutir las de los demás, limitándonos a denigrarlas: a ellas y a quienes las sostienen. El resultado de esta perversión es siempre perverso. En plena guerra de Irak escuché en la radio un debate entre cuatro políticos. Tres de ellos com-
partían conmigo y con casi todo el país la teoría de las tres íes: la guerra era ilegal, ilegítima e injusta; sin embargo, en vez de discutir con sus razones las del político del PP -Gustavo Arístegui, creo, persona que me pareció bastante civilizada-, algunos de ellos se dedicaron a atacarlo personalmente, como si carecieran de argumentos con que rebatir los de su adversario. Lo confieso: no pude evitar ponerme de parte de Arístegui, y en un momento de obnubilación llegué a pensar que él no podía estar del todo equivocado... En fin. Todos los borgianos recordamos una anécdota que narra De Quincey. A un caballero inglés, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron a la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al agresor: "Esto, señor, es una digresión; ahora espero su argumento". A ratos tengo la impresión de que vivimos en el paraíso de la digresión. Mi madre discrepa. •
Tal vez me equivoque, pero me temo que eso es lo que está ocurriendo con una de las ideas más provocadoras, revolucionarias y hasta peligrosas que nos ha legado la modernidad: la idea de tolerancia. Ahora mismo, y no sólo por culpa de los políticos, es casi imposible usar esa palabra sin que cualquier persona medianamente resabiada no sospeche que quien lo hace no es un moralista blandengue, un fariseo redomado o un bestia luchando por reprimir sus instintos asesinos, o simplemente que no se la confunda con la aceptación cobarde o la incapacidad crítica. Porque, del mismo modo que la democracia -otra idea revolucionaria y desgastada- no promueve la estupidez de que todos somos iguales, sino el prodigio de que todos lo seamos ante la ley, la tolerancia no acepta ese relativismo necio según el cual todas las opiniones son igualmente aceptables; no lo son: es aceptable -digamos- defender la obviedad de que la II República no fue el paraíso terrenal, pero no lo es proclamar que Franco no es responsable de aplastar un régimen legítimo y de encender una guerra salvaje, igual que no es aceptable afirmar que Auschwitz era en realidad un balneario o que este servidor de ustedes -cuya vanidad, créanme, no tiene límites- es mejor escritor que Miguel de Cervantes, como mi madre proclama ante quien quiera escucharla. De hecho, lo que define al tolerante de verdad es que no considera a quien expone esas opiniones dementes como un paradigma de maldad cuyo objetivo al exponerlas es agredirle, sino como una víctima de un error de juicio a quien, si a mano viene, debe persuadirse con razones de su equivocación, y a quien, por tanto y en principio, debe seguir considerándose como una persona tan estimable como cualquier otra. Por eso la mejor definición que ahora mismo se me ocurre de tolerancia se halla en esta frase inapelable de Alejandro Rossi: "La convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral".
Esa convicción exige a la vez una cierta disciplina moral e intelectual y, por supuesto, una tradición. Lo primero puede adquirirse a base de esfuerzo; lo segundo no, y basta con echar un vistazo a nuestra historia para constatar que, al menos en ese punto, no hay mucho de lo que enorgullecerse. Pero, como nunca es tarde para rectificar, habrá que celebrar que, aunque sea a costa de desgastarla, distorsionarla y banalizarla, desde hace algunos años todo el mundo esgrima esa idea, a ver si así acaba entrándonos en la cabeza, cosa que de momento no lleva trazas de ocurrir. Como somos unos bestias, cuando alguien discrepa de nosotros, lo que el cuerpo nos pide de inmediato es partirle una silla en la cabeza, y ni se nos ocurre imaginar la posibilidad de no despreciar al discrepante o de no convertirlo en enemigo a muerte; lo he comprobado personalmente: una vez se me ocurrió razonar por escrito mis diferencias de criterio con un amigo y al instante todo el mundo dio por sentado que nuestra amistad había acabado. Lo cierto, sin embargo, es que no hay nada tan divertido ni tan estimulante como discrepar de las opiniones de los amigos, y nada tan aburrido como estar siempre de acuerdo con ellas; es más: son las opiniones interesantes -no las inanes- las que dan lugar a controversias interesantes. Pero, al parecer, esto no hay manera de entenderlo; la razón es que la intolerancia es una forma del miedo, y también de la impotencia: como no confiamos en nuestras propias ideas, porque no sabemos defenderlas, renunciamos a discutir las de los demás, limitándonos a denigrarlas: a ellas y a quienes las sostienen. El resultado de esta perversión es siempre perverso. En plena guerra de Irak escuché en la radio un debate entre cuatro políticos. Tres de ellos com-
partían conmigo y con casi todo el país la teoría de las tres íes: la guerra era ilegal, ilegítima e injusta; sin embargo, en vez de discutir con sus razones las del político del PP -Gustavo Arístegui, creo, persona que me pareció bastante civilizada-, algunos de ellos se dedicaron a atacarlo personalmente, como si carecieran de argumentos con que rebatir los de su adversario. Lo confieso: no pude evitar ponerme de parte de Arístegui, y en un momento de obnubilación llegué a pensar que él no podía estar del todo equivocado... En fin. Todos los borgianos recordamos una anécdota que narra De Quincey. A un caballero inglés, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron a la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al agresor: "Esto, señor, es una digresión; ahora espero su argumento". A ratos tengo la impresión de que vivimos en el paraíso de la digresión. Mi madre discrepa. •
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