viernes, 30 de agosto de 2013

DEL VICIO SOLITARIO



Por ELVIRA LINDO

No es una superstición, es cierto. Los libros se gastan al contarlos. Por eso cuando alguien me asalta con la pregunta de si ando en una novela me muestro huidiza en la respuesta. No es afán de reserva ni querer provocar en el otro un interés mayor, se trata del miedo a que un argumento o unos personajes con los que ya convives puedan que- darse en nada si andas manoseándolos antes de darles vida. Los libros se gastan, planean una venganza contra el autor fanfarrón que anda contando que tiene una novela antes de haberla escrito. Todo novelista ha vivido esos penosos períodos de sequía en los que la fuerza se va por la boca y contar significa hacer creer a los
demás lo que quieres creerte tú mismo: que aún hay algo que merece ser dicho. Pero los libros se
mueren muchas veces en el intento. Tal vez sea distinto el caso del autor teatral que necesita
hacer vivas las palabras que habrán de convertirse en diálogos; mismo fin de su escritura, pronunciar las frases en un escenario, permite la posibilidad de contar un diálogo que se te ha ocurrido sin que éste se malgaste. No me extraña por eso la necesidad que tenía Lorca de compartir los hallazgos que se le iban ocurriendo en torno a sus obras. Decir en voz alta una frase que habrá de pronunciar un personaje ayuda a encontrar el tono necesario para toda una escena. He vivido esa experiencia y es así, el teatro no se frustra por ser contado. Pero la novela es otra cosa, la novela ofrece el paisaje, la emoción y el pensamiento que hay detrás de cada silencio y de cada palabra y eso definitivamente no se puede contar, no cabe más posibilidad que la lectura y la lectura sólo es posible si el escritor se ha pasado tarde tras tarde trabajando. Yo, como tantos, he escrito muchas novelas en mi cabeza, la mayoría de las veces en el camino de vuelta a casa, cuando te has tomado dos copas, te dejas llevar por la envoltura mágica de la noche y se la cuentas a alguien con claridad y detalles. Son esos momentos en los que todo parece hacerse muy nítido, la historia, el tono en el que será escrita y hasta la frase final, y en los que se diría que el libro ya fue escrito. Los personajes parecen estar vivos en esos últimos instantes de pensamiento consciente antes de que te rindas al sueño y estás segura de que no habrá nada que impida el que al día siguiente toda esa riqueza de la imaginación se vierta sobre la página. Parece tan sencillo como escribir al dictado, como convertirse en una simple médium de lo que en algún lugar remoto de nuestro cerebro ya está escrito. Pero la novela misteriosamente se pierde, tantas veces se ha perdido, que ahora sabes que las novelas hay que escribirlas casi en secreto.
Y una vez que se escriben hay que contarlas. Contar lo que ya se ha escrito. Contar aquello en lo que se puso tanta atención y tanto mimo. De qué va tu novela, te preguntan. Cómo se responde a eso cuando lo que deseas verdaderamente es salir corriendo para cazar la siguiente, para no perder el don de la tozudez, que es el verdadero secreto de la escritura. Pero ya no es posible estar callado, no es posible que los libros sean los que dialoguen con el lector y el autor se retire a intentarlo de nuevo, las promociones obligan a la explicación permanente de lo que se ha hecho y a la confesión de lo que se hará. En los días en los que el libro aparece en las librerías como un pan recién hecho tu imagen se repite en radios y periódicos. Es el momento en el que alguien se te acerca y te dice, no se sabe si con reconocimiento o reproche,“te veo en todas partes”. Absurdo sería contestar: yo no me lo he buscado. Sonaría a mentira o a disculpa. En una sociedad tan poco proclive al silencio nadie va a creerse que estás harta de ti misma, que anhelas el momento de volver a ese rincón del mundo en el que puedes entregarte al vicio solitario de la escritura.


Revista Mercurio nº90 junio 2007

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