martes, 11 de febrero de 2025

Cervantes en Lisboa por Javier Rioyo


Miguel de Cervantes pasó dos años felices y misteriosos en Portugal. Conoció amores y decepciones. Entre la primavera de 1581 y la de 1583, con alguna escapada, tiene su inestable residencia en Portugal, principalmente en Lisboa. Un periodo de la vida de nuestro genio que todavía sigue siendo una de las páginas menos conocidas, estudiadas, contadas y controvertidas de su aventurera existencia.

Todos los biógrafos hablan de su estancia, como pretendiente en corte, en busca de los favores de Felipe II en los primeros momentos de su reinado portugués. Y todos pasan deprisa sobre los trabajos, los días y las noches de nuestro excautivo en aquella capital del mundo occidental. Años de esplendor y conquistas en una ciudad que vivía entre el contento y el descontento, entre el derroche y el sometimiento, la llegada, más o menos pacífica, de ese nuevo rey que venía de Castilla. El rey Felipe, aconsejado por Cristóbal de Moura, repartió bienes, concedió títulos y ganó con dádivas a sus nuevos cortesanos.

Miguel, con más de treinta años, sin oficio ni beneficio, la familia endeudada a causa del rescate de su cautiverio, un muñón en su mano izquierda -la sola "condecoración" de su paso por Lepanto- y con las honestas pretensiones de ser recompensado, se lanza una vez más al camino. Atrás se queda su complicada familia, sus compañeros de infortunios y toda una grey de pedigüeños que quieren pasar por héroes de batallas navales. Fanfarrones que pululaban por la corte - que sólo tenían de la Naval, o de "nabales", según Quevedo, el haber comido nabos- toda una turbamulta de vulgares pretendientes con los que el digno y pobre hidalgo Miguel no quería ser confundido.

Miguel de Cervantes. Retrato del escritor de Alcalá de Henares (1547-1616). La litografía es de Célestin Nanteuil, realizada en el siglo XIX.

Con todos se tuvo que mezclar en su vida errante. No tardó en darse cuenta de que él "no servía para la corte". Aunque no dejó de intentarlo.

Lisboa estaba en cuarentena por la peste. La ciudad enriquecida y dorada por el oro de América, adornada por las telas de Oriente, se preparaba para la llegada del nuevo rey que esperaba en la ciudad de Thomar. Allí, rodeado de sus cortesanos, entre otros Mateo Vázquez, el mejor contacto de Cervantes, el rey se sintió liberado de severidades. Se despojó de su negra ropa, de la severa golilla y se "vistió bizarramente, de ricas telas y alegres colores a la portuguesa". Se desmelenó el monarca. Cuando llegó a Portugal, las "regatonas y placeras" de la Rua Nova dijeron: "Qué buen rey, qué mal empleado en los castellanos".

En ese ambiente llegó Miguel. Se fascinó con la ciudad y sus damas. "Para galas Milán, para amores Lusitania". Pretendía conseguir destino en América o empleo que le permitiese tiempo para sus pasiones poéticas y amorosas. De sus moradores escribe: Son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados porque son discretos; y que la hermosura de sus mujeres admira y enamora". Algunos creen que allí tuvo a su hija natural Isabel de Saavedra.

Otros lo niegan, pero nadie sabe a ciencia cierta qué hizo, cómo vivió y con quién en Lisboa.

Consiguió una misión secreta para Orán y Mostagán por cien escudos que cumplió con celeridad. Regresó a Lisboa para dar cuenta de su misión. Y le perdemos la pista. Su hermano Rodrigo le encuentra en la ciudad antes de partir a las guerras para vencer la oposición al rey en las Azores. El iluso Miguel "estropeado" para el servicio de la milicia, veterano y excautivo, cree que es hora de que se le concedan favores reales.

No fue así, una vez más se le niegan capitanía y empleo. Volverá a Madrid. Comenzará su "profesión" de escritor. Llegarán La Galatea, las poesías y las comedias para los corrales. El dinero siempre le sería ajeno.

Y la vida y la literatura le esperaban con nuevas dichas y desdichas. El caballero andante buscaba su destino •

El Pais Semanal nº 2000 Domingo 25 de enero de 2015

lunes, 3 de febrero de 2025

Llega correo de Marte: se publican las iluminadoras cartas de Ray Bradbury

 Jacinto Antón

Ray Bradbury en Los Ángeles, California, en torno a 1980.

Michael Ochs Archives (Getty Images)

"Creo que va a haber que cambiar las fechas de la nueva edición de Crónicas marcianas", escribió el 7 de julio de 1996 Ray Bradbury al editor Lou Aronica al ver que la fecha original que daba su libro de 1950 para el inicio de la conquista humana del planeta rojo era 1999 -luego se desarrollaba hasta 2026- y la cosa estaba aún muy verde. "Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no?¿Para hacerlo coincidir con la expedición a Marte? Por favor, que alguien haga un cálculo aproximado y me contáis, ¿vale? La primera fecha en vez de 1999 podría ser 2029 y luego habría que calcular a partir de ahí, ¿de acuerdo? Así la NASA tendrá más de 30 años (de 1996 a 2029) para cumplir mi profecía".

La carta del escritor de ciencia ficción a quien más se asocia con Marte (con perdón de H.G. Wells y Edgard Rice Burroughs) y que pidió que sus cenizas sean llevadas y esparcidas allí cuando quiera que llegue la primera expedición (¿2029?, ya veremos, vuelve a estar muy cerca) es una de las que puede leerse en la interesantísima selección de su correspondencia que compone el volumen Recuerdo, que acaba de editar Minotauro (traducción del inglés de Pilar de la Peña Minguell).

El tomo, de medio millar de páginas, incluye casi 300 cartas entre las enviadas y recibidas por el autor de Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. El libro proporciona una mirada excepcional sobre la vida y la creación de Bradbury (1920-2012) y pone de manifiesto la extensión de los contactos del escritor de Waukegan (Illinois) y lo abundante d su correspondencia. Entre los correspondientes que aparecen en el libro figuran otros autores, editores, cineastas, amigos, admiradores y familiares (una carta es a su mujer Maggie, a la que se ha sabido que engañaba). Bradbury se carteó, entre otros muchos, con Graham Greene, W. Somerset Maugham, Bertrand Russell, Gore Vidal, August Derleth, Stephen King o ¡Anaïs Nin! ("admiradora fiel", aunque sin duda tenían distintas ideas sobre Venus); y con grandes directores de cine como John Huston, Federico Fellini y François Truffaut. Sorprende encontrar correspondencia con personajes tan inesperados como Richard Bach, el mimo Marcel Marceau, Leon Uris, John Fitzgerald Kennedy o los dos presidentes Bush (las cartas son con motivo de la concesión de premios).

La selección de las misivas, que lleva por título el de uno de los poemas más emotivos del escritor, está dividida en 12 secciones en función de con quién se intercambiaron las cartas (mentores, escritores noveles, literatos contemporáneos, cineastas, editores y editoriales, agentes, amigos y familia), además de varias oficiales y algunas reflexiones de Bradbury. Las cartas, destaca el editor de las mismas, Jonathan R. Eller, que ha realizado una tarea monumental buscándolas por numerosos archivos y que las contextualiza una por una, "ofrecen la primera mirada sostenida a su vida interior, desde los últimos años de su adolescencia hasta su novena década".

A lo largo de la correspondencia va surgiendo un retrato completísimo de Bradbury con sus muchas luces (su entusiasmo, su alegría vital y su sentido de la maravilla, su generosidad) y sus sombras (inseguridad, vanidad, dificultad para aceptar las críticas). Pero, sobre todo, recalca Eller, en las cartas nos aparece es escritor irrepetible que "se centraba en las cosas que mejor conocía: las esperanzas y los miedos, los sueños y las pesadillas, los amores y los odios que surgen de la infancia y nos acompañan toda la vida". O como le escribe el propio Bradbury al crítico cultural Russell Kirk en 1967, "en el fondo, por encima de todo, lo que me mueve la mayoría de las veces es una inmensa gratitud por haber tenido esta ocasión única de estas vivo, de vivir una experiencia milagrosa que nunca deja de ser extraordinaria a la par que desconcertante".

"Flotad ligeros"

En otra carta, de 1951, nos deja otra recomendación muy raybradburiana, con tintes de su admirado Robert Frost, que merece encuadrarse: "Bueno, chicos, pescad, navegad, construid, escribid, echad unas cabezadas, montad a caballo, flotad ligeros por las tardes doradas que se avecinan". Y en otra, de 1958, escribe: "No puedo rebelarme contra lo que llevo en las venas. Las películas, las máquinas y la naturaleza, todo mezclado con magos, ferias y demás, encuentran un modo de resolver los problemas a través de mi obra".

Atraviesan las cartas, con mucha información biográfica, momentos tan destacados en la vida de Bradbury como el nacimiento de sus cuatro hijos, o la vez que vio a Laurel y Hardy en persona. El miedo al avión, el vía crucis y los desengaños y sinsabores de algunos proyectos. Ya en 1948 escribía: "El Futuro (¡con mayúscula!) se acerca rápidamente. La era de los cohetes se nos echa encima". A destacar las cartas que cruzó con Stephen King a propósito de La feria de la tinieblas. Particularmente emotivo, es asimismo el intercambio epistolar con Arthur C. Clarke, y la carta que este le escribe a Bradbury el 11 de agosto de 1992 recordando la muerte en abril de Asimov. "Aún estoy triste por lo de Issac. Empieza a quedarse muy sola la meseta de los dinosaurios, ¿no te parece?".

En las cartas del hombre que nos hizo soñar con el futuro aparece una consideración sobre los robots (1974) que muestra lo que hubiera podido opinar de la actual polémica sobre la inteligencia artificial (IA). "Y en cuanto a los robots a los que dices temer", le escribe al autor británico Brian Sibley, "¿por qué temer algo?, ¿por qué no crear con ello? No me dan miedo los robots. Me da miedo la gente, la gente, la gente. Quiero que sigan siendo humanos. Puedo ayudar a humanizarlos con el uso sabio y maravilloso de los libros, las películas, los robots, y mis propios pensamientos, mis manos y mi corazón. (...) Pero ¿los robots? Dios, los adoro. Los usaré humanamente para enseñar todo lo de arriba. Mi voz saldrá de ellos y será una voz maravillosa".


El Pais. Sábado 21 de diciembre de 2024


domingo, 2 de febrero de 2025

Primera entrada de un dietario

 Las horas paganas / Manuel Vicent

Un edificio colonial en Shanghái (China) en 1988, en una imagen del reportaje 'Shanghái, la sopa más espesa', de la serie 'Por la ruta de la memoria'.

Francisco Ontañon

Hace 10 años, el día 1 de enero de 2015, empecé a escribir este dietario, sin saber adónde me iba a llevar ese río de palabras. He aquí la primera entrada. Abro el periódico y leo que en la celebración del año nuevo en Shangái se ha producido una avalancha en la que ha habido 36 muertos y 47 heridos. Ha ocurrido durante los últimos minutos de esta Nochevieja en la zona del Bund. La avalancha ha sido debida a que una empresa publicitaria comenzó a lanzar desde la ventana del hotel Cathay una gran cantidad de billetes de 100 dólares falsos y la gente se dispuso a matarse bajo esa lluvia de dinero, materia de todos los sueños del capitalismo que en China ya ha tomado carta de naturaleza. "De repente, no nos podíamos mover y empecé a escuchar gritos de socorro", dijo un testigo. El poder económico en China se presentó ante el mundo como un desafío en los Juegos Olímpicos de 2008. Por fortuna los chinos no tienen Dios. Solo nos faltaba otro Dios monoteísta adorado por 1.400 millones de fanáticos en Oriente, en lucha abierta contra los tres dioses coléricos de Occidente, los cristianos, musulmanes y judíos.

Recuerdo que en el año 1986 estuve en Shangái hospedado en ese viejo hotel Cathay, que entonces se llamaba De la Paz, el nuevo nombre impuesto por el maoísmo para borrar su pasado imperialista. El Cathay era el hotel de las novelas de aventuras de Vicki Baum, por donde pasaron los personajes de Somerset Maugham, los héroes de Conrad y trascurren escenas de La condición humana, de André Malraux. Mi habitación conservaba un destartalado vestigio de los tiempos de esplendor; contenía armarios en los que se podía entrar caminando y la taza dorada del retrete se hallaba en lo alto de cinco peldaños alfombrados como un trono; en aquella cama con baldaquino de seda raída de noche el soplido de las sirenas de los barcos que bajaban por el río Whangpoo hacia los mares del Sur me hacían creer que había todavía fumaderos de opio y burdeles en la calle Szechuan, gánsteres con esmoquin blanco vigilando las fichas y los dados de las timbas donde acudían los reyes de la prostitución en coches con los cristales antibalas tintados y en la sala de fiestas del hotel cantaba, rodeada de elegantes rufianes, una misteriosa dama con el pelo laqueado y la falda abierta hasta la cintura. El maoísmo había barrido todo aquello. En la habitación había arraigado tal vez desde principios de siglo ese dulce olor a melaza que desprenden las maderas nobles y tratando de dormir arrullado por las mandíbulas de la carcoma que estaba devorando una de las patas de la cama me preguntaba cuántos aventureros, mercaderes, amantes, asesinos, escritores, artistas habrían cabalgado sus sueños en este lecho con baldoquino de palosanto.

Había llegado a Shangái por la noche cuando el hormiguero estaba apagado. Al día siguiente por la mañana me eché a la calle y en la calzada Nanking me vi de pronto aplastado por la humanidad. Miles, cientos de miles de cuerpos humanos todos con el mismo rostro formaban torbellinos como sifones en cada esquina y por uno de ellos fui engullido para ser transportado en volandas entre piernas y brazos sin ninguna dirección salvo la que marcaban a ciegas la propia corriente humana hasta una plazoleta donde rompían confusas oleadas de carne. Con una sensación de naufrago finalmente quedé arrumbado contra el pretil del río jadeando con las costillas maceradas y hubo un momento en que se me acercó un chino joven, bien trajeado, plantó su cara a unos tres palmos de la mía y con un interés desmedido me preguntó en inglés balbuciente: ¿quién eres? Eso quería yo saber -pensé- en medio de aquella humanidad pegajosa que me rodeaba. Aquel joven me dio su tarjeta y me dijo si había ido a China por negocios que contara con él. Me propuso montar a medias una peluquería de señoras o un bar con chicas guapas. El tipo, tal vez, me había confundido con un occidental que trabajaba en alguna empresa mixta. Sin que acertara a contestarle, dio media vuelta y se perdió.

¿Quién era yo?. En ese instante me sentía una sustancia perpleja mientras caminaba por las callejuelas del barrio antiguo Yuyuan, llenos de tiendas abarrotadas de pelucas y máscaras. El oleaje humano me dejó en la puerta de una pagoda que se hallaba a merced de las golondrinas. En su interior se veneraba a un Buda de jade y en el jardín me encontré con un monje ciego sentado en un banco al pie de un sicomoro. No había edad en aquellos ojos blancos como huevos de paloma. Juraría que tenía mil años. Por medio de una intérprete le pedí un consejo para ser feliz. "No pienses nunca", me dijo, "en las cosas que no has podido conseguir. El yo produce muchos gases. Pásmate ante el milagro de estar vivo. Sé consciente de tu respiración y olvida todo lo demás". A continuación me preguntó quién era yo. No supe qué contestar.


El Pais. Sábado 18 de enero de 2025