domingo, 15 de diciembre de 2024

EL AVION O EL CIELO por Javier Cercas

Palos de ciego

Ilustración de Gabi Beltrán

Lo confieso: hablo muchísimo solo. Lo confieso con alguna vergüenza, porque, salvo don Antonio Machado -que también hablaba solo y aseguraba que quien habla solo espera hablar con Dios algún día-, la humanidad parece considerar que a las personas que hablamos solas nos falta un tornillo. No digo que no, pero yo soy la persona más normal que conozco y sin embargo hablo solo; añado que no siento el menor interés por hablar con Dios algún día, a menos que se me certifique por escrito que al terminar la conversación podré volver a mi casa a tiempo para ver el partido del Barça.

Hay optimistas incurables que piensan que la mala fama del soliloquio es sólo una más de las taras de nuestra época; alegan que en los dramas y novelas antiguos los personajes proferían copiosos monólogos, alegan que eso ya no ocurre, alegan a don Quijote y a Hamlet. Optimistas más incurables aún piensan que la mala fama del soliloquio es sólo una de las taras del capitalismo; alegan a Jorge Ibargüengoitia, quien, tras su primer viaje a la Cuba de Castro, escribió que "en Cuba se habla con conocidos, con desconocidos y, cuando no hay nadie cerca, a solas".

Los optimistas incurables olvidan que don Quijote y Hamlet estaban locos (o casi), y que ya nadie escribe soliloquios por la misma razón que ya nadie viste miriñaque; los optimistas más incurables todavía olvidan que, con Castro o sin Castro, Cuba sólo se parece a Cuba, y sobre todo olvidan que Ibargüengoitia era un bromista.

YO NO. Yo creo que el soliloquio siempre ha estado mal visto, y que eso es injusto, entre otras razones porque hay mucha más gente que habla sola de lo que suele creerse. Me acuerdo de un relato de Haruki Murakami. Trata de un hombre y una mujer que se ven de vez en cuando para acostarse juntos. Un día la mujer le dice al hombre que habla solo, y el hombre casi se escandaliza. "¿Pero qué diablos hay de malo en hablar a solas?", le replica la mujer. "Son palabras que salen de modo espontáneo y nada más". Una mañana la mujer toma nota de lo que el hombre dice en la ducha, y el hombre no únicamente se da cuenta de que habla solo, sino también de que habla en verso y de aviones, que es un asunto en el que nunca había pensado. "El avión", recita a solas el hombre."Vuela el avión / Yo en el avión / Vuela / El avión / Pero aunque vuele / ¿Es el cielo / el avión?". No todo el mundo habla a solas en verso, desde luego, pero es posible que hablar solo se parezca a hablar en sueños: aunque casi todo el mundo lo hace, nadie se da cuenta de que lo hace hasta que alguien se lo dice. Por fortuna, yo me di cuenta de ello desde mi más tierna infancia, cuando mi madre me contó que de noche me levantaba, dormido y perorando, para buscar debajo de mi cama el cadáver de un hermano marista al que había asesinado de forma particularmente cruel; pero pocos deben de haber tenido la misma suerte que yo, y por eso hay gente que cree que no habla en sueños cuando en realidad habla en sueños y que no habla sola cuando en realidad habla sola. Al fin y al cabo, hablar solo, igual que hablar en sueños, es una forma de pensar en voz alta, y los seres humanos no somos más que bichos pensantes, criaturas que, como dice George Steiner, pueden dejar de respirar durante más tiempo del que pueden dejar de pensar, si es que en verdad pueden dejar de pensar. Naturalmente, hablar con otros es estupendo, pero, si no hay otros con quienes hablar, es lógico hablar con nosotros, es decir, con el otro que siempre va con nosotros, ese tipo a quien podemos decirle las cosas que no podemos decirle a nadie, y que son las únicas que de verdad importan.Por lo demás, hablar solo se parece a escribir, porque escribir se parece a hablar en sueños, a decir cosas que salen de modo espontáneo y nada más, a decir cosas que no se sabe muy bien lo que significan y que sin embargo significan más que las que se dicen despierto. De ahí que yo siempre haya sospechado que es bueno escribir un poquito dormido; y de ahí -esto sólo lo sospecho ahora- que escribir sea una forma socialmente aceptada de hablar solo, y que muchos hayamos querido ser escritores sólo para que nos dejen hablar solos sin incordios, para tratar por ejemplo de averiguar si algún día nos será posible hablar con Dios o si debajo de la cama se esconde el cadáver de un hermano marista.


¿QUÉ DIABLOS HAY DE MALO EN ESO? Machado lo hacía, y no estaba loco. Don Quijote y Hamlet también lo hacían y, aunque estuvieran locos, ahí siguen, dando guerra. En cuanto a Ibargüengoitia, murió el 27 de noviembre de 1983 en un accidente de aviación, cerca de Barajas; algunos dicen que fue su última broma, pero yo me pregunto si él también hablaba solo y si pensaba a menudo en aviones y si justo en el momento en que su avión se estrelló estaba tratando de averiguar si era el cielo el avión o el avión el cielo. Sea como sea, los demás seguimos tratando de averiguarlo, y por eso seguimos escribiendo, seguimos hablando solos. •

El Pais Semanal nº 1.851

Domingo 18 marzo de 2012




lunes, 9 de diciembre de 2024

El punto ciego por Javier Cercas


ILUSTRACION DE PABLO AMARGO

Como ya estoy harto de oírme hablar en esta columna de libros que no escribiré, hoy hablaré de un libro que sí escribiré. Se titula El punto ciego y trata de la naturaleza de la novela, o quizá simplemente de la naturaleza de las novelas que me gustan.

La idea puede formularse en pocas palabras. En el centro de ciertas novelas capitales hay un punto ciego; es decir: un punto a través del cual, en teoría, no se ve nada. Ahora bien, es precisamente a través de ese punto ciego a través del cual, en la práctica, ve la novela; es precisamente a través de esa oscuridad a través de la cual la novela ilumina; es precisamente a través de ese silencio a través del cual la novela se torna elocuente. Esta paradoja es esencial a la novela, o al menos a la novela moderna o a cierto tipo de novela moderna.

Por supuesto, al principio fue el Quijote: don Quijote, no hay duda, está como una cabra, es un tarado de sanatorio, un chiflado sin remedio; pero al mismo tiempo es un hombre lleno de discreción y sensatez. Eso es un punto ciego; o, mejor dicho, esa perfecta indeterminación es el punto ciego del Quijote: la mezcla imposible pero real de sabiduría y locura que cuantos se cruzan con él reconocen en el héroe de Cervantes. Tomemos Moby Dick. ¿Quién es Moby Dick? ¿Qué es la ballena blanca? ¿Por qué está obsesionado Ahab con ella? ¿Por qué la persigue de forma obsesiva?

¿Es para él el bien? ¿Es el mal? ¿Es Dios? ¿Es el Diablo? No lo sabemos, o no lo sabemos con precisión y sin equívocos ni ambigüedad (Moby Dick es a la vez el bien y el mal, Dios y el Diablo): lo que sí sabemos es que todo lo que tiene que decirnos Melville en su novela nos lo dice a través de ese no saber, a través de ese interrogante, a través de ese punto ciego. Más claro aún es lo que ocurre en las novelas de Kafka: en las primeras líneas de El proceso, unos funcionarios de policía irrumpen al amanecer en el dormitorio de Josef K. asegurándole que se le acusa de un delito, y el resto de la novela consiste en las pesquisas que lleva a cabo el protagonista para averiguar de qué se le acusa, hasta que en el último capítulo muere sin haber conseguido averiguarlo; El castillo funciona de manera parecida: la novela narra las vicisitudes de K, el protagonista, en su intento de descubrir para qué le han hecho llamar del castillo, pero al final K no descubre nada, ni siquiera consigue entrar en el castillo. Cabría multiplicar los ejemplos: mi libro podría examinar novelas de James (Retrato de una dama), de Mann (La montaña mágica), de Lampedusa (El Gatopardo), de Vargas Llosa (La ciudad y los perros); también, relatos de Hawthorne (Wakefield), del propio Melville (Billy Budd, marinero, Bartleby, el escribiente) y el propio James (Otra vuelta de tuerca), de Conrad (Los duelistas) y Borges (El sur). Estas obras maestras comparten un mecanismo narrativo semejante. En el corazón de todas ellas late una pregunta; ésta puede ser clínica ("¿Está loco don Quijote"?), metafísica ("¿Qué es la ballena blanca?") o jurídica ("¿De qué acusan a Josef K?"), pero en el fondo su idiosincrasia es lo de menos; lo importante es que tales novelas consisten en el intento de responder a esa pregunta múltiple y que, sea cual sea ella, al final la respuesta es siempre la misma: la respuesta es que no hay respuesta, es decir, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio libro. O dicho de otro modo: al final no hay una respuesta clara, unívoca, taxativa; sólo una respuesta ambigua, equívoca, contradictoria, esencialmente irónica, queni siquiera parece una respuesta.

Esas son sin embargo, a mi juicio, las únicas respuestas que están autorizadas a dar las novelas. La novela no es el género de las respuestas, sino el de las preguntas: escribir una novela consiste en plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible, no para contestarla; consiste en sumergirse en un enigma para volverlo irresoluble, no para descifrarlo. Ese enigma es el punto ciego, y todo lo que tienen que decir muchas grandes novelas (y relatos) lo dicen a través de él: a través de ese silencio pletórico de significado, de esa ceguera visionaria, de esa oscuridad radiante, de esa ambigüedad sin solución. Ese punto ciego es lo que somos •


El Pais Semanal número 1.991

Domingo 23 de noviembre de 2014