No soy partidario de acumular muchos libros, pero sí me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. Tal vez no me gustarían tanto las enciclopedias si no hubiera estudiado de niño con la Enciclopedia Alvarez, que ahora, en su edición facsimilar, ha resultado ser un sorprendente best seller, y que a mí entonces me parecía el resumen colosal de todos los conocimientos posibles en el mundo, contenidos y apretados en un solo volumen, en aquel libro tan impresionante para nuestra mirada infantil cuando nos lo entregaban la primera vez, recién comprado en la papelería, intacto, a principios de curso, como un símbolo entre propicio y aterrador de que ya habíamos pasado de la cartilla y de las primeras letras a otras disciplinas más graves del aprendizaje.
En un solo libro se contenía todo el saber, la historia sagrada y las ciencias naturales, la gramática y la historia de España, la aritmética y la geometría, las vidas de los santos y las efemérides siniestras del calendario franquista: años después, con parecido asombro de totalidad, encontré en la biblioteca pública los volúmenes de lomo negro con letras doradas de la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizado alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Abriendo al azar cualquier volumen de una gran enciclopedia puede encontrarse literalmente cualquier cosa. Yo me puse a hojear hace poco el tomo cuarenta del Espasa y me quedé horas leyendo sin ningún motivo el artículo oro, donde me enteré de todas las propiedades físicas de ese metal, de la historia de su extracción desde el Paleolítico, de la producción de oro clasificada por países a lo largo de todo el siglo XIX, así como de una relación de las mayores pepitas encontradas en el mundo, una de las cuales, de 76 kilos, se hundió para siempre en el mar cuando viajaba hacia España en un navío del siglo XVI.
En las enciclopedias está todo. Juan José Millas, que es gran devoto de ellas, recomienda siempre que se busque en el Espasa el artículo muerte: páginas y páginas de letra diminuta en las que se examinan todas las acepciones y todas las posibilidades del hecho de morir, tan horribles en su severidad teológica y en su detallismo médico como un largo informe forense. Borges decía que una gran parte de su literatura no habría existido sin la Enciclopedia Británica. Yo la consulto siempre, a veces para obtener algún dato que me hace falta en mi trabajo, pero sobre todo por el simple gusto de encontrar cosas, historias de países y mapas de ciudades, relatos de exploraciones, biografías de gente desconocida para mí, de oscuras celebridades menores que habrían desaparecido definitivamente en el olvido si no fuera por la hospitalidad generosa de las enciclopedias. El Espasa, la Enciclopedia Británica, el Gran Larousse, le permiten a uno la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer al alcance de la mano un resumen del universo: todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, clasificadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior.
Pero ahora otra enciclopedia ha venido a agregarse a las queridas enciclopedias del pasado, tan anacrónicas en el fondo, tan monumentos dinosáuricos de la edad de la imprenta. A través de la misma pantalla donde escribo estas palabras ingresaré si quiero en ella dentro de unos minutos, con sólo teclear unas claves de acceso: no está en el papel, no ocupa, como las otras, un pesado lugar en el espacio, no tiene orden ni clasificación posible, se renueva y se agita a cada momento, está en cualquier parte y en ninguna parte, me permitirá viajar en décimas de segundo a cualquiera de las ciudades cuyas fotos he visto en las otras enciclopedias, conversar con un desconocido en el otro extremo del mundo, comprarme un libro en Hong Kong, reservar una habitación de hotel en Brasilia, leer las páginas deportivas de un diario de Sidney. Adicto a las enciclopedias, inevitablemente me dejo atrapar por la enciclopedia y la malla infinita de Internet, pero también me doy cuenta del riesgo de su hechizo, que es el mismo, en el fondo, de las palabras impresas, de las imágenes planas del cine. Apago el ordenador, algo mareado, salgo a la calle, y el primer golpe del aire frío y el sol de la mañana me despejan, me despiertan, me abren los ojos a la hermosa enciclopedia instantánea de la vida real.
El Pais Semanal Número 1.118. Domingo 4 de marzo de 1998
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