Un relámpago vestido de arco iris
Por Manuel Rivas
Hay dos criaturas muy especiales en la vida de Pablo Neruda: el cisne cuello negro y un insecto sin nombre, pero muy bien descrito, el coleóptero del coihue y de la luma. Dos recuerdos de la infancia, irrepetibles en todo el sentido, pues el poeta nunca volvió a ver seres semejantes.
El cisne cuello negro se lo entregaron ya medio muerto en Puerto Saavedra, en el sur de Chile. En el lago Budi, los cisnes eran cazados con ferocidad. Aquel cisne tenía casi el tamaño del niño: «Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra. El pico ana‑
ranjado, los ojos rojos». Pablo Neruda, entonces Neftalí Reyes, trató de curar sus heridas y de alimentarlo. Lo llevaba al río, «cargando el pesado pájaro en mis brazos por las calles».
El ave nadaba en la orilla, pero no fue capaz de volver a pescar. Un día notó que el largo cuello le rozaba la cara y caía colgante: «Así aprendí que los cisnes no cantan cuando mueren».
El padre de Neruda, José del Carmen, era ferroviario y trabajaba como conductor de un tren de lastre, con base en Temuco. La función del lastrero era volcar piedra menuda para que el agua («llovía meses enteros, años enteros») no arrastrase los rieles. Neruda nació el 12 de julio de 1904. Su madre moría un mes después del parto, a causa de la tuberculosis. Tuvo una segunda madre, Trinidad, «el ángel tutelar de mi infancia». En sus memorias, Confieso que he vivido, habla con fascinación de los viajes en tren con su padre. También habla de «embriaguez» ante el espectáculo de aquella naturaleza. Recogían la piedra picada en Boroa, «el corazón silvestre de la frontera». En una ocasión, un compañero del padre, llamado Monge, con fama de cuchillero, capturó para el crío un insecto asombroso: «Era un relámpago vestido de arco iris... Como un relámpago se me escapó de las manos y se volvió a la selva». Y Neruda añade: «Nunca me he recobrado de aquella aparición deslumbrante».
Cuando Neruda escribe Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado en 1924, ya había muerto el cisne del modernismo, Rubén Darío. Entonces, como ahora, habría que preguntarse, y en el supuesto más serio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Hay un fado portugués, llamado Quimera, en el que se dice que «todo lo que es excesivo es muy poco». La idea de amor, en poesía, ha sido explotada hasta el esquilme, convertida en una de esas grandilocuencias retóricas que pierden el significado y se golpean a sí mismas con el efecto de un bumerán. De esa buena leña, como diría Joan Crawford en Johnny Guitar, ya sólo quedan las cenizas. ¿Sólo? Pablo Neruda reinventó el amor, ¡y de qué forma! Capturó el coleóptero, tembloroso y refulgente, en la frontera del corazón silvestre, en esa espesura de donde surgen y se pierden las palabras. Volvía como una contraseña,el relámpago vestido de arco iris, despertando a todas las cosas a su paso. Hablar de amor, por fin, era hablar de todo. ltocar en el campanario del cosmos con una excitación armónica. A Neruda es tan útil estudiarlo desde la historia de la literatura como de la astrofísica. Cuando Hubert Reeves habla de «una levadura cósmica que empuja a la materia», inspirado en la antigua e inspirada idea aristotélica de que «en 1.1 naturaleza obra una especie de arte», pienso inevitablemente en el impulso nerudiano y sus aleaciones con las palabras, con los estratos del lenguaje.
No era Neruda nada partidario de destripar su poesía. En una conferencia en 1943, cuando ya era un poeta raramente célebre, lanza un sencillo acertijo: «Si ustedes me preguntan qué es mi poesía, debo decirles: no sé. Pero si interrogan mi poesía, ella les dirá quién soy yo». Y en otro momento desbroza el camino a los que olfatean huellas: «Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano los yacimientos de mi poesía». Yacimientos. ¡Ésa es la palabra! Pero la pregunta, en estos casos prodigiosos, es cómo lo hizo. Y la unica respuesta que se me ocurre es que el joven Neruda se giró en algún momento sobre el papel y encontró el ángulo de vi‑
una grieta antes invisible en la roca y que llevó al rayo a tundir esos dos yacimientos, creando una nueva geografía poética. Pero, y dale, ¿cómo lo hizo? Poco antes de que sur los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la pelea del escritor se llamaba Crepusculario, magníficos poemas con el espíritu de las navajas, que se cierran herméticamente en su concha bajo la arena. El proceso óptico que dio lugar a la obra que hoy seguimos celebrando es tan simple y genial como lo fue el giro copernicano. La explicación precisa, sin más retoricismos, aparece en el breve texto Exégesis y soledad, incluido en Para nacer he nacido: «Emprendí la más grande salida de mí mismo». Incluso ese lamento, la canción desesperada, invierte el sentido de un llanto cerrado sobre sí mismo y lo convierte en un big-bang. Casi treinta años después, con Los versos del capitán, el rayo hiende toda abstracción con las agallas carnales del lenguaje. Palabras, geocuerpos que copulan en la auténtica frontera, la de la posesión y el desprendimiento. Ya se conoce la historia: el libro nació anónimo, proclamando una pasión. Es Eros quien escribe. A la conciencia sólo le queda inclinarse y besar la tierra.
No, no escribió los versos más tristes aquella noche. Escribió, eso sí, aquella y otras noches, unos versos extraordinarios, unos seres resistentes a la depredación, que corren hacia la gente y hacia la tierra como un don compensatorio.
© 2002, Manuel Rivas
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