sábado, 16 de noviembre de 2024

Un artículo que habla de usted Por Javier Cercas

ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL

París es la única ciudad del mundo donde leen hasta los mendigos. O eso es al menos lo que pensé la mañana de un lunes de principios de este otoño, cuando llegué a la ciudad para pasar allí una semana y vi a un mendigo leyendo en la esquina de la Rue Saint-Jacques y la Rue Des Ecoles. Como si hubiera querido infligirme un sarcasmo con el que bajarme los humos, mi editor francés me había instalado en el Hotel des Grands Hommes, en la plaza del Panteón, y cada día caminaba hasta la Rue Seguier, bajando por la Rue Saint-Jacques, torciendo a la izquierda por la Rue Des Écoles y cruzando el Boulevard Saint-Germain y la Rue Saint-André-des-Arts. El mendigo estaba ovillado en un cartón, apoyado en la pared y con las piernas envueltas en una manta; tenía el pelo largo y gris, una gran barba gris, una edad indefinida, y parecía que llevase siglos sentado en esa misma esquina. El primer día que lo vi leía un libro de tapas infames, y al pasar frente a él traté de leer el título, a punto estuve de detenerme, pero no me atreví y me limité a seguir mi camino pensando, feliz y exagerado, que París es la única ciudad del mundo donde hasta los mendigos leen.

A la mañana siguiente volví a pasar frente al mendigo. Leía el mismo libro u otro; me paré frente a él y, mientras sacaba una moneda del bolsillo y la arrojaba al bote de latón que había en el suelo, miré el título: leí la palabra perro, la palabra Dios, la palabra negro, pero no alcancé a entender el título, y pensé que se trataba del título de una novela policiaca. Por lo demás, creo que me molestó que ni siquiera levantara la cabeza para agradecerme el dinero que acababa de darle. Esa tarde un amigo me acompañó al hotel; caminábamos enfrascados en la conversación y, al pasar por la Rue Saint-Jacques, nos distrajo un ruido; miramos: el mendigo me estaba mirando mientras sostenía en la mano el bote de latón. Entre la confusión del pelo distinguí una boca sumida, de viejo, y unos ojos intensos, de joven, y pensé que no era mucho mayor que yo. Sonriendo, le pregunte con mala idea si recordaba que aquella misma mañana le había dado una moneda. Fue entonces cuando oí por primera vez su voz. "Señor", dijo con humillante dignidad. "En mi oficio no hay que tener memoria". A la mañana siguiente di un rodeo para evitar la esquina de la Rue Saint-Jacques, pero en una entrevista dije que el oficio de escritor es exactamente lo contrario del oficio de mendigo, y, cuando un periodista me preguntó cómo podía convencerse a los jóvenes de la importancia de la lectura, a punto estuve de hablar del mendigo, pero sólo dije: "No se puede. ¿Cómo convencer a alguien de que folle o de que coma jamón de Jabugo?". El jueves no pude evitar la Rue Saint-Jacques y cuando pasaba frente al mendigo, con la barbilla muy alta y haciéndome el distraído (o quizá el ofendido), le oí hablar. Me detuve; le pregunté si se dirigía a mí. "Sí", dijo, blandiendo un recorte de periódico. "Aquí hay un artículo que habla de usted". Desconcertado, cogí el recorte y me marché sin darle las gracias, pero esa tarde pedí en mi editorial un ejemplar del libro del que había venido a hablar a París y se lo di sin explicaciones. En los días que siguieron continué pasando frente al mendigo: dejaba una moneda en el bote de latón, hablábamos un momento del tiempo o de la gente que pasaba, me abstenía de intentar averiguar el título del libro que leía. Un día me compré una cámara fotográfica y le pedí que me hiciera unas fotos; accedió, y también accedió a que yo le hiciera unas fotos a él, pero, aunque intente arrancarle una sonrisa y entablar algo parecido a una conversación, lo único que conseguí fueron un par de comentarios despectivos sobre la cámara.

La noche anterior a mi partida de Paris llegué al hotel muy tarde. Me lavé, me puse el pijama, me fumé un cigarrillo mirando por la ventana el Panteón iluminado, me metí en la cama. Hora y media más tarde, harto de dar vueltas entre las sábanas, me levanté, me vestí, salí del hotel, crucé la plaza del Panteón y bajé la Rue Saint-Jacques. Allí estaba el mendigo, en su esquina de siempre, arrebujado en su manta. Me detuve un momento, y debió de notar mi presencia o de asustarse, porque se incorporó de golpe. Pensé que me había reconocido, y ya iba a marcharme cuando oí: "¿Quiere sentarse?".

Me senté a su lado, contra la pared. Le ofrecí un cigarrillo y fumamos en silencio, mirando pasar los coches. Para romper el silencio le dije que al día siguiente me marchaba de París; murmuró algo, que no entendí, y luego dijo: "Aún no he leído su libro. ¿Es bueno?". "No", dije. "No lo sé". Como sabía que su oficio le impedía tener memoria, ni siquiera se me paso por la cabeza preguntarle por qué vivía allí, en aquella esquina, ni si tenía familia, mujer o hijos, así que permanecí en silencio; él también permaneció en silencio. Pasaban coches, pasaba gente en bicicleta, pasaba gente caminando; empecé a sentir frío. "¿Por qué llora?", preguntó en algún momento. "No lloro", contesté. "¿Por qué miente?", preguntó. "No miento", contesté. Seguimos fumando sin hablar; al cabo de un rato me marché. Y hace unos días, cuando revelé las fotografías de mi semana en París, mi hijo se quedó mirando fijamente las que le había tomado al mendigo. "¿Te has fijado?", me dijo por fin, riéndose. "Se parece a ti". •


El Pais Semanal número 1.569

Domingo 22 de octubre de 2006



jueves, 7 de noviembre de 2024

Hugh Grant y el porvenir de la novela por Javier Cercas




E1 pasado verano se publicó en Babelia un reportaje sobre el futuro de la novela. Entiendo que el asunto pueda provocar en algunos un tedio casi insuperable; en mí a ratos también, pero lo cierto es que, gracias al talento de Javier Rodríguez Marcos y a la perspicacia de los escritores consultados por él, el reportaje acabó resultándome interesantísimo. Más aún, acabó iluminándome: descubrí que debo de ser el último tonto del bote que, al menos por estos pagos, todavía cree que la novela tiene algún porvenir. De inmediato me pregunté por qué. De inmediato encontré la respuesta. La encontré en una anécdota que cuenta Simon Leys en La felicidad de los pececillos. Hace unos años, la policía de Los Ángeles detuvo al actor inglés Hugh Grant cuando una profesional le practicaba una felación en plena vía pública. El hecho desató un gran escándalo, hasta el punto de que la carrera de Grant pareció a punto de naufragar. En medio de esa tormenta, un periodista norteamericano le hizo al actor una pregunta muy norteamericana: ";Va ahora usted a un psicoterapeuta?".

"No", contestó

Grant. "En Inglaterra leemos novelas".

ES IMPOSIBLE DECIRLO MEJOR. Cervantes inventó la novela, pero en la España de su época mandaban los fanáticos y nadie le hizo ni puñetero caso, así que vinieron los ingleses y nos robaron el invento. Y hasta hoy. Por eso los ingleses (y en general, con pocas salvedades, los anglosajones) se parten de risa cada vez que se habla del porvenir de la novela: ellos se limitan a escribirla, y muy buena; y por eso el Quijote siempre ha parecido una novela más inglesa que española. Tanto Peñón, tanto Peñón: que nos devuelvan la novela y se queden con el maldito Peñón. Bueno. Los escritores convocados por Rodríguez Marcos vienen a decir que la novela ya no pasa de ser un simple entretenimiento, que no es una cosa seria; llevan toda la razón. Y yo diría más. El problema no es solo que la novela ya no sea seria, sino que no lo ha sido nunca: quien diga que el Quijote o Ulysses son libros serios es que no ha entendido ni el uno ni el otro; lo que son es, además de bromazos monumentales, libros profundos, vertiginosamente profundos.

¿Cómo lo consiguen? Cervantes creó la novela moderna dotándola de dos reglas fundamentales. La primera es que la novela es un género sin reglas; o sea: es el género de la libertad total. La segunda es que la novela es el paraíso de la ironía, entendida ésta como instrumento de conocimiento: don Quijote es un loco de sanatorio, pero también está lleno de sensatez y sabiduría; don Quijote es un personaje ridículo, pero también es el caballero más noble y más valiente, el "rey de los hidalgos / señor de los tristes" de Rubén Darío. Eso es la ironía: la llave que abre las puertas de la verdad, descubriéndonos que ésta es casi siempre poliédrica, que las cosas pueden no ser solo una cosa, sino una cosa y la contraria. Esto no lo entenderán nunca los fanáticos, y por eso los fanáticos siempre han detestado la novela. De ahí que no le hicieran ni caso a Cervantes nuestros antepasados del XVII y sí se lo hicieran los ingleses, que por entonces empezaron a crear, a base de ciencia y de novelas, la modernidad; y de ahí que la modernidad pueda describirse como la lucha de la ironía novelesca contra la estúpida seriedad del fanatismo. Eso es lo que le estaba diciendo el irónico Grant a su fanático entrevistador: que la cosa no era para tanto, que con llamarle adicto sexual no se arreglaba nada, que la felación de la profesional era asunto suyo y de nadie más; en suma, que se fuera a la mierda.

LA VERDAD: no sé cuál es el porvenir de la novela, ni siquiera creo que nadie pueda estar del todo seguro de que tenga un porvenir; yo más bien diría que sí lo tiene, y que en definitiva depende de los novelistas: si son soberbios, perezosos y cobardones, morirá; si no lo son, vivirá muchos años, tantos que quizá acabe demostrando que, lejos de estar medio muerta, está en pañales: al fin y al cabo es un género que, como tal, tiene apenas siglo y medio de vida y es por tanto, y de lejos, el más joven de los grandes géneros literarios. Sea como sea, una cosa es segura: si alguna vez construyen el paraíso delos fanáticos y los terapeutas, que nadie me busque allí. Como Hugh Grant, yo sigo prefiriendo las novelas.


El Pais Semanal número 1.879

Domingo 30 de agosto de 2012



miércoles, 30 de octubre de 2024

¿Hay más amor en una biblioteca que en un matrimonio?

 Por Luna Miguel

A la protagonista de este breve libro le sentaba bien el matrimonio, o eso es lo que nos dice la narradora, aunque yo creo que, en cierto modo, miente. ¿Cómo va a sentarle bien a alguien esa jaula, ese atarse de manos, ese desmembramiento? No se me enfaden los románticos. En verdad, la palabra "matrimonio" se dibuja en Ciento veinticuatro huecos, la nueva obra ensayística de Begoña Méndez, como algo muy distinto a lo que uno puede creer que significa. Ciento veinticuatro huecos es una investigación literaria alrededor de la palabra "amor", atravesada  por una lectura somática de las obras de la poeta Anne Carson y de la filósofa Simone Weil, esos dos pilares innegables del pensamiento político y sentimental contemporáneo.

En este texto, que no es sino una puesta en práctica de la teoría desarrollada por Méndez en su obra Autocienciaficción para el fin de la especie -un artefacto erótico-filosófico sobre ser cuerpo más allá de nuestro propio cuerpo-, nos encontramos con la historia de una mujer que devora libros alrededor del tema amoroso, en parte porque su ansia de conocimiento se lo pide, pero también porque su circunstancia sentimental necesita de esos puñales que las preguntas sobre la seducción, sobre el sexo y sobre el deseo suelen clavar a quien se atreva a cuestionar las normas. Digna discípula vilamatiana, porque si en El mal de Montano el protagonista quiere ver si es posible olvidarse de que es "un enfermo de literatura", en Ciento veinticuatro huecos Méndez da por hecho que hay ciertos males asociados a la palabra que nos vuelven insaciables.

La protagonista de este breve libro, entonces, es una mujer a la que el matrimonio le sentaba bien, sí, pero ¿con quién?, o mejor ¿con qué? La protagonista de este breve libro es una beguina del siglo XXI, cuyo cónyuge no es un Dios, tanto como La Historia de la Literatura misma. Así, a través de esta lectora atenta y enfermiza, Méndez reflexiona sobre qué hacer con el dolor del amor cuando ese mal ya ha sido nombrado hasta la saciedad en novelas y en poemas a través de los siglos: "Es lo que ella da: un fuego que prendió hace tiempo en otro sitio tan lejos que no sabe ni cuál es y que le quema por dentro". Sobre el tema que le genera aflicción, ya está todo dicho, sí, ya está todo nombrado, ya está todo pensado alrededor de su esencia y, sin embargo, mujeres como su protagonista no pueden, ni quieren ni deben dejar de escribir al respecto. ¿Será que cuando amamos lo hacemos con todas las historias de los que ya amaron antes que nosotros rondándonos la entraña? La coincidencia de esa trampa, la escritura ante esa repetición, es un gesto revolucionario, pues, aunque gracias precisamente al largo linaje de escritoras del que Méndez toma ejemplo hoy tengamos nombres para cuando fue innombrable, el trabajo de una escritora no termina ahí. Hay vida más allá del tabú. Hay cielo más allá de un texto de cristal hecho añicos. Así que, cuando ya hay palabras para todo, ¿cómo usarlas sin que suenen manidas? ¿Cómo pervertirlas para que puedan significar a su vez otras cosas? De eso va este ensayito sobre el amor, de decir "amor" para invocar otra "fe"; de decir "matrimonio" para invocar "biblioteca"; de decir "sexo" para invocar "el placer del pensamiento".

Begoña Méndez es generosa. al darnos la intimidad de su protagonista nos regala también la clave secreta para que todos podamos acceder a una enorme bibliografía de temática caliente. Leerla es multiplicar nuestras preguntas y, sobre todo, nuestras lecturas pendientes. Como ya les había dicho que todo está dicho, me limitaré a recitar un verso de Paola Llamas para que entiendan de una vez por todas cómo se queda el cuerpo al salir de Ciento veinticuatro huecos: "Soy una máquina de amor. Ando por ahí engendrando corazones para los otros".



Ciento veinticuatro huecos 

Begoña Méndez

H&O, 2024

108 páginas. 13,90 euros


El Pais. Babelia Núm. 1.706. Sábado 3 de agosto de 2024

domingo, 27 de octubre de 2024

Shibumi de Trevanian

Posiblemente la mejor obra del escritor llamado Trevanian, allá por 1979, algo que podría pertenecer al pasado más remoto, uno descubre leyendo la novela que no hace tanto en realidad. El verdadero nombre del escritor era Rodney William Whitaker, fallecido en 2005. 



La novela, a pesar de su fácil catalogación de best-seller, que lo es, como muchas otras grandes novelas tiene una dificil catalogación una vez leída. A través de la biografía del protagonista leemos la Historia de buena parte del mundo desde los años 30 del pasado siglo. 

Y así, aprovechando el espacio, la novela es un auténtico tratado de bastantes temas: el juego del Go, que me fascinó, descubrir Japón,  el Pais Vasco francés, el placer sexual, geopolítica (centrándose en Oriente Medio y el problema palestino), así como innumerables detalles curiosos.

Porque el libro casi podría considerarse de auto-ayuda, con la búsqueda del protagonista de su objetivo, el título del libro: Shibumi. Un concepto personal, una forma de ser y de vivir. Eso sin olvidar los conocimientos de misticismo y elevación del espíritu.

Se podría decir que la parte del espionaje y asesinato, que es la parte más conocida del libro, casi, casi son accesorias.

En definitiva una obra que soporta muy bien el paso del tiempo, con grandes detalles a futuro, no se pierdan el ordenador central con información a nivel mundial, o una mujer presidente en los Estados Unidos de América.

Hacía tiempo que no comentaba una lectura. Esta es la tercera vez que lo leo, con un intervalo de diez años cada vez, aproximadamente, aunque reconozco que esta vez ha sido un impulso al ver un comic realizado sobre la novela, obra de Pat Perna y Jean-Baptiste Hostache. El cómic, correcto y literal, del que me ha gustado el dibujo, pero al instante deseé volver a leer la novela. Por el grado de detalle, por el énfasis en sus diálogos, por mil pequeños detalles de los que el cómic carecía. 



martes, 1 de octubre de 2024

La memoria de Juan Marsé por Manuel Vázquez Montalbán

 


Manuel Vázquez Montalbán recupera, cuarenta años después de su primer encuentro con Marse, la memoria del último premio Nacional de Narrativa. Mesa y mantel de por medio, los dos escritores repasan nombres, literatura, "by pass' y nietos.
Por Manuel Vazquez Montalban
Fotografía de Jordi Socías

Como solía suceder en algunas tonadillas, yo tenía 20 años, pero él no me doblaba la edad. Juan Marsé tenía 26. Era la primera vez que yo entrevistaba  al dictado, y la consigna me venía de Miquel Barceló, compañero de estudios romanistas, como yo, abundante bebedor, entonces, pernods a seis pesetas, desde las nueve de la mañana, poeta en la línea gilbiedmana Barceló- ... no hubo fornicación / y la muchacha vive todavía...- y hoy catedrático de cultura árabe medieval en la Universidad Autónoma de Bellaterra. Fue Barceló quien me señaló a Juan Marsé como un joven novelista autodidacto, joyero de profesión, que había estado a punto de ganar el Premio Novela Breve con la novela Encerrados con un solo juguete. Yo buscaba  valores culturales heterodoxos filtrables por las relajadas defensas de Solidaridad Nacional, donde realizaba prácticas una vez graduado en periodismo y en tránsito del FLP al PSUC. Sólo cobraba las entrevistas, 150 pesetas, tres folios, 150 pesetas, Juan Marsé, un escritor con aspecto de muchacho de barrio recién salido de una película neorrealista de Lizani basada en una novela de Pratolini, en camiseta sin mangas, en su lugar de escritura, un breve sótano en la barriada de Gracia, cerca de la plaza Rovira, Miquel Barceló como testigo.
-Fue la primera entrevista que me hicieron- corrobora Marsé

Escritores y amigos. Cuarenta años después de su primer encuentro, Marsé y Vázquez Montalbán posan juntos a la puerta del restaurante Casa Leopoldo, en el barrio chino barcelonés.

Cuarenta años después almorzamos, con el compinche y eminente fotógrafo Jordi Socías, en el restaurante Casa Leopoldo, un lugar de encuentros con Eduardo Mendoza, Joan de Sagarra, Maruja Torres, Félix de Azúa, Perich, antes de morir del dibujante de un aneurisma primo hermano del aneurisma que acabó con Carlos Barral. Restaurante situado en un barrio chino así bautizado por escritores franceses, Carco o Genet, sin que hubiera casi chino alguno en Barcelona antes de la Constitución de 1978. Donde estas mesas concurridas de cigalitas, espardenyes, almejas, pulpitos, capipota, jamón de pata negra -de quién la pata no importa-, pan tostado y con tomate, rodaballo a la parrilla, roscón de hojaldre, vinos blancos del Penedés, orujos gallegos o portugueses, antes atendidos por Germán y ahora por su hija Rosa, planteamos los antecitados una batalla reivindicativa para que el Ayuntamiento de Maragall concediera el nombre de una calle a André Pieye de Mandiargues, novelista francés que escribió Au marge en una pensión de la calle Escudillers, iba de putas por los callejones hoy casi deconstruidos del llamado barrio chino y comía en Casa Leopoldo, donde tal vez empezó a urdir la novela tan excelente como La motocicleta. Antes de la globalización, el mundo era un pañuelo. Yo, hijo del barrio chino, conseguí las pruebas de La motocicleta, editada por Barral, poco tiempo después de salir de la cárcel, donde había cumplido condena por rebelión militar por equiparación, mientras Marsé dejaba su territorio mítico de Gracia, Guinardó, Monte Carmelo, para buscar trabajo en París como garçon de laboratoire de Jacques Monod, premio Nobel, El azar y la necesidad, comunista, como lo era su mozo de laboratorio, con el que a veces dialogaba sobre la situación en la España franquista, tal vez adivinando que el joven Marsé ya era entonces más socialista utópico que científico.

Conseguimos que Maragall le concediera a Mandiargues el nombre de una placita recuperada al laberinto del barrio chino, muy cerca de Casa Leopoldo y del meublé adonde el francés yacía con las putas en flor de los años sesenta, de las que algunas supervivientes presenciaron, firmes pese a la celulitis y las varices, la inauguración de la plaza. También presente, la hija menor del escritor homenajeado, entusiasmada cuando Sagarra le señaló el meublé donde su padre acudía para higienizarse un poco.

-Me hice del Partido Comunista de España en París no por Monod, sino porque era el único que hacía algo contra Franco. Luego me separé por una cuestión de intransigencia. Se metieron con la vida privada de un camarada que al parecer follaba con quién no debía.

-Yo te he visto luego suscribir candidaturas electorales de socialistas y comunistas, pero en una misma campaña.

-Ya ves. No me acuerdo ni de los síes y de los noes.

-Pero tú eres un anarco

-Un voyeur del anarquismo. Forma parte de mi memoria histórica, del entorno de mi familia durante la guerra y después de la guerra. Mi padre Marsé había sido de Esquerra, luego del PSUC, pero siempre fue un militante atípico, por lo libre. Después de la guerra fue detenido varias veces por meterse en alguna intriga antifranquista. Él no era exactamente un anarquista. Era un resistente.

Marsé tuvo dos padres. El taxista Faneca se quedó viudo con una hija pequeña y un niño de semanas, y en el transcurso de un diálogo de taxi, en 1933, con los Marsé, una joven pareja que se lamentaba de no poder tener hijos, Faneca contó sus cuitas de angustiado padre, y la carrera terminó en adopción tras la contemplación arrobada de Juanito, futuro Juan Marsé, apenas unas semanas de vida y ya guapo, muy guapo; me consta que las mujeres de varias quintas juzgaron muy guapo a Juan Marsé, y Helena Valentí, en paz descanse, decía que se parecía a Mastroianni. Hijo de los Marsé a todos los efectos, el padre biológico se convirtió en un mito fugitivo que algún día volvería y escasamente volvió a la vida de Juan, en dos ocasiones, aunque, en su retiro en un pequeño pueblo de Cataluña, el viejo Faneca comentaba con orgullo que era el padre de un escritor importante. Cuando Rosa Regás todavía no era novelista se reía de nuestras exageraciones literarias, pero hoy ya habrá comprendido que no era posible la literatura sin exageración, y en el caso de la novelística de Juan Marsé posterior a Pijoaparte, el mito del padre aplazado se agranda, se ultima en Un día volveré, pero subyace en sus novelas como sombra o cicatriz, adivinadas. De la misma manera, su territorio literario, el Guinardó o Monte Carmelo, originalmente territorio real, se transforma en literario, como a Faulkner le pasó con un supuesto Sur.

Una mañana del mes de mayo de 1962 se bifurcaron nuestras vidas. La noche anterior se había celebrado en un aula de la Universidad de Barcelona un mitin cultural en el que casi todo el voluntariado intelectual español participó en un acto de solidaridad con la huelga de los mineros asturianos. Allí estaba José Agustín Goytisolo, como siempre, de perfil, o Celaya, diciendo ya entonces que su poesía estaba superada, además de Zuñiga, tan poco hablador, y García Hortelano, retador: "Afortunadamente, para esto y para muchas otras cosas, ya somos muchos". Unos cuantos de estos muchos potenciales salimos a la calle en manifestación vigilada por la policía, ultimada en las Ramblas, donde departían los seguidores del Barça, y algunos nos hicieron zancadillas porque Asturias patria querida se les colaba como un ruido en sus discursos sobre la decadencia de Kubala o el peligro del Real Madrid. Cuando se disolvió la manifestación llegaron Barceló y Marsé colocadísimos y anunciando la falsa noticia de que se habían pegado con un señorito intelectual de mierda, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente. García Hortelano escuchaba el anuncio desconcertado, y durante casi dos años la secuencia de aquella noche me acompañó a través de un recorrido por tribunales militares cárceles urbanas y agrarias, con Marsé y García Hortelano presentes en mis nostalgias de libertad, y curiosamente recupero al uno y al otro años después en el transcurso del entierro de Joan Petit, un profesor formidable represaliado después de la guerra, asesor de Barral, muerto aplastado por la historia, después de haberle explicado a un juez instructor por qué había protestado contra las torturas sufridas por un tal Jordi Pujol. Petit me puso un sobresaliente mediante sólo una pregunta: ¿quién le parece a usted más inteligente, Rousseau o Voltaire? Voltaire, le contesté, Juan recuerda a Petit como a uno de sus asesores de escritura y asistió a su entierro poco después de volver de Francia, cuando escribía guiones cinematográficos en Barcelona, a cuatro manos con Juan García Hortelano. Paralelamente trabajaba en Últimas tardes con Teresa, y, por tanto, estaba a punto de autoencontrarse como escritor  singular y obligatorio.




Cuando se cumplió el 20º aniversario de la publicación de Últimas tardes con Teresa escribí en El Pais que la novela provocó malestar en los sectores intelectuales comprometidos, sobre todo entre los aún jóvenes profesionales recién fraguados en la Universidad de Barcelona, que habían constituido los primeros movimientos universitarios clandestinos de izquierda. El juicio de Pijoaparte-Marsé sobre aquellas promociones críticas no era benévolo: "Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, algunos como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda". Treinta años después de la aparición de la novela habría que elogiar la constancia de algunos de aquellos pioneros de la contestación universitaria barcelonesa, pero también la mayoritaria evidencia de las que volvieron a la casa del padre para ser ministros del PP o los que se dedicaron al tráfico de divisas o esclavitudes.

Lo cierto es que el rayo aniquilador de Pijoaparte-Marsé no se dirigía solamente contra una incipiente izquierda señorita, sino que también trataba de iluminar la recuperación de la memoria del vencido, reconstruida en el territorio de Pijoaparte, el Guinardó, Monte Carmelo, porque recuperar esa memoria era salir del zulo lleno de topos desidentificados en que se habían convertido buena parte de los perdedores de la guerra. Ahora, treinta años después, la irritación pijoapartesca del ex relojero Marsé contra aquellos señoritos de mierda no cuenta para valorar la novela. Queda en pie, en cambio, la constatación de la instrumentalización social y de la relación desigual entre el desclasado por ideas y el malclasado de nacimiento, y cómo esa relación se complica cuando intervienen los sentimientos. El novelista toma partido e inculca al lector el punto de vista de su personaje pretexto, Pijoaparte, el xarnego marginal que relaciona y sanciona dos territorios sociales, en los que el bien y el mal se atienen a dos códigos diferentes de superviviencia. O, mejor dicho, en uno de los territorios se trata de un código de supervivencia; en el otro, de un código para mantener la hegemonía, sea en nombre de Cristo o del Anticristo. La historia, ese ingrediente narrativo que tanto interesa a Marsé, consigue a comienzos del siglo XXI el grado de atemporalidad necesario para ser ejemplar, y nada importa ya saber en qué personajes concretos se inspiró para construir a Teresa y su coro.
-Parece como si Pijoaparte habitara en muchas novelas y sólo te sirvió en dos, Últimas tardes con Teresa y La oscura historia de la prima Montse. Te ha pasado lo que a Jean Gabin o a Bogart. Uno interpretó una vez a Maigret, y el otro también una vez a Marlowe, pero todo el mundo cree que Maigret, y el otro también una vez a Marlowe, pero todo el mundo cree que Maigret era como Gabin y Marlowe como Bogart. Pijoaparte te ayudó a asumir, pero también a distanciar el mundo que habías descubierto cuando saliste de la habitación, encerrado en un solo juguete, y que subyace implícito en algunos de tus personajes posteriores, los que más determinan el punto de vista.
-Ahora me parece que son fases diferentes de un crecimiento. Pero instalarme en Pijoaparte como personaje fijo no me satisfacía. Deseaba recuperar mi libertad de escritura, el concepto de obra abierta-
-Recordemos esas fases. Encerrados con un solo juguete era la primera y madura novela de un joven autodidacto. Esta cara de la luna fue el precio que tuviste que pagar por el conocimiento de nuevas amistades, del sector social de la pequeña burguesía ilustrada, sin tener resuelto el problema técnico y moral del punto de vista desde el que abordarlas; en cambio, este problema lo resolviste en Últimas tardes con Teresa mediante el hallazgo de Pijoaparte, punto de vista primado a través de toda novela.




Técnicamente, la novelística de Marsé siempre fue sincrética, pijoapartesca, al margen de las recomendaciones de los tecnólogos novelescos en funciones. La técnica estaba pegada a la necesidad de contar una historia mediante un lenguaje rico; insisto en lo de lenguaje, que no tiene nada que ver con vocabulario. Marsé tiene el don de la adjetivación mestiza, así como la capacidad de describir un cuerpo humano y su conducta a partir de la hipérbole o de un gesto o rasgo físico. El autor entra y sale de sus novelas al margen de los protocolos behavioristas u objetivistas, incluso anuncia lo que va a pasar o puede pasar; como cualquier realista del siglo XIX; pero esa intervención del autor está novelada, literaturizada, y el lector contemporáneo la acepta con toda naturalidad.
-A partir de Últimas tardes adquieres definitivamente tu estilo y una estrategia sintáctica. Como si asumieras los preceptos de Jaima Gil de Biedma, un punto de vista y una posición moral.
-La lectura de su obra y el conocimiento de Jaime fueron capitales; además él se tomó muy a pecho aconsejarme y era un excelente lector.
-Pasaste a la prosa una parte de la estrategia sintáctica merodeadora de los poemas de Gil de Biedma. En las dos novelas de Pijoaparte gastaste la necesidad o la voluntad de comprender una sociedad contemporánea, y a partir de este momento te dedicas a recuperar tu memoria, individual y coral, contra la obligada amnesia del vencido en la guerra civil, y ahí están Si te dicen que caí, La muchacha de las bragas de oro, Un día volveré o Ronda del Guinardó.
-También en El amante bilingüe, El teniente Bravo, El embrujo de Shangai o Rabos de lagartija, la memoria es un material esencial.
-Pero ya no tanto al servicio ético de la reconstrucción de una época secuestrada. Te has vuelto más lúdico, e incluso un activista sociolingüista, en El amante bilingüe. Conseguiste pelearte con una persona con la que es muy dificil pelearse, el sociolingüista Vallverdú. Una persona encantadora.
-Me tocó los cojones lingüisticos.

Algunas de las historias que este amante bilingüe ha puesto por escrito se las habíamos escuchado en noches memorables, cuando a Juan le daba por contar la historia del teniente Bravo, un chulesco e infradotado oficial que se arruinó los testículos a base de demostrar que saltaba el potro como nadie. Durante los sesenta y setenta coincidí con Marsé en algunas conspiraciones y revistas, sobre todo en el empeño de tirar adelante Por favor, publicación de humor declaradamente antifranquista y transicionista (Perich, Forges, Máximo, Maruja Torres, Nuria Pompeia, Joan Fuster, Fernando Savater, Álvarz Solís, Wirth, Martí Gómez, Ramoneda, Balaguer, Guillén, Outomuro, Tom, Romeu, Ludovico, Vives, Bolinaga, Vallés...), presentada en sociedad el mismo día en que el régimen asesinaba a Puig Antich. Revista beligerante, por lo que fue suspendida larga, brutalmente, en dos ocasiones; lugar de encuentro de comunistas, socialistas, libertarios, troskistas, diletantes progresistas y exiliados latinoamericanos que venían a telefonear oceánicamente a sus familias. Colaboradora y personalmente indispensable, la joven Maruja Torres, que cuando estaba deprimida se paseaba con un vaso lleno de whisky en la cabeza, o un humorista argentino que vino a reñirnos por lo mal que lo hacíamos y se suicidó tres meses después en Venezuela, descontento de sí mismo. Por el camino, Juan ganó en México el Premio Juan Rulfo por Si te dicen que caí, inmediatamente prohibido en España, y en Por Favor demostraba su talento como retratista de la sección "Señoras y señores". En la revista,  Juan y yo coescribíamos la sección "Polvo de estrellas", y una vez fuimos Caperucita y el lobo, sin que recuerde quién era la una y quién el otro. De nuevo fuimos empapelados y sentados en el banquillo por escándalo público, habida cuenta de que, en nuestro escrito, el lobo y Caperucita se tomaban al pie de la letra la instigación del título.
-A ver, quién de ustedes era Caperucita y quién el lobo.
Desconcertados y casi ahogados en una suicida risa interior, dos memoriones memoriadores como Juan y yo le contestamos al señor juez que no conseguíamos recordarlo. Luego resultó, según nos contó Martí Gómez, que el juez era progre y sentenció sin sentenciarnos. Salimos de Por Favor para ser decididamante escritores y de momento premios Planeta sucesivos. Semprún, Marsé y yo ganamos el Premio Planeta en 1977, 1978 y 1979; así marcamos la transición del gusto y de la extraordinaria lucidez histórica de don José Manuel Lara. Luego también nos sucedimos como ganadores del premio europeo de novela, yo con Galindez, él con El embrujo de Shangai. Tal vez por universitario, yo gané casi todos los premios nacionales a los cincuenta años, y Marsé, tal vez por autodidacto, a los sesenta; el último Rabos de lagartija, premio Nacional de Narrativa.
Ahora, en Casa Leopoldo, recordamos aquellos tiempos en que Juan arremetía por escrito contra una colección completa de escritores, críticos, políticos y cantantes que él consideraba cantamañanas. A partir de cierta edad hay que escoger los frentes de combate y las irritaciones, y este amante repetidamente bilingüe, si consideramos que la lengua sirve para tantas cosas, formidable lector que demuestra que así como el hombre es lo que come, el escritor es lo que lee, renuncia a continuar tanto combate. Hijos de vencidos políticos y sociales, habitantes de barrios que les sobraban a los vencedores, él y yo leímos la misma mierda tolerada y tuvimos las mismas fiebres por deseadas escrituras prohibidas, y lo que a mí me enseñó la universidad, a Juan se lo transmitieron entre fumigación y fumigación, el asmático Juan Petit, y entre copa y copa, Jaime Gil o Gabriel Ferrater.

La otra noche en Madrid, Ángel González y yo, Caballero Bonald como testigo, comentamos que estábamos tres a tres en cuanto a by pass y que el cabrón de Juan Marsé nos ganaba ahora por cuatro a tres después de haberse vuelto a operar. Los cardiópatas de nuestra generación fuimos educados por una canción que decía: "Somos los tuberculosos / los que más, los que más nos divertimos, / y en todas nuestras reuniones, arrojamos, arrojamos y esculpimos. / Es el bacilo de Koch / el que más, el que más nos interesa, / y estamos llenos de taras / de la cabeza, de la cabeza a los cojones". Tras los orujos, Juan y yo hablamos de nuestra tutora, Carmen Balcells, y recontamos by pass y nietos. Queremos hablar de nuestros nietos como si fuéramos Bogart y robert Mitchum, algo distanciados, pero Jordi Socías se dio cuenta de que en realidad nos parecíamos a Romy Schneider y a June Allyson en los momentos más melosos de Sissi emperatriz o Música y lágrimas, y que esos niños no son necesarios como el plasma sanguíneo para los marcianos, o para nosotros, hace cuarenta años, los pernods a seis pesetas.


El Pais Semanal Número 1.313
Domingo 25 de noviembre de 2001


viernes, 27 de septiembre de 2024

Los sueños falsos por Javier Cercas

Quince años después de mi primera visita a Lisboa, en la que fui muy feliz, camino con un libro en la mano por la Avenida da Libertade. Como si yo fuera Heráclito, me digo que nadie visita dos veces la misma ciudad: porque la ciudad no es la misma y porque uno ya no es el mismo que la visitó. Como si yo fuera Fernando Pessoa, me acuerdo de un poema titulado Lisbon revisited, en el que, igual que un extraño de regreso en su propia ciudad, se ve a sí mismo convertido en una "sombra que pasa a través de sombras", y en el que escribe: "Hasta mis ejércitos soñados sufrieron derrota. / Hasta mis sueños se sintieron falsos al ser soñados". En mitad de la avenida tomo un viejo tranvía que trepa hasta la parte alta de la ciudad, un laberinto triste y blanco y alegre de calles que no ha cambiado mucho desde que lo recorría Pessoa: fachadas leprosas, tiendas de artesanos, librerías de viejo. Incapaz de resistir a la tentación, en un quiosco compro un periódico español; grave error: si uno se va de su país es para descansar de él, para sentirse como una sombra que pasa a través de sombras y sentirse triste y alegre y libre del peso de lo real. Bajo por los callejones de la parte alta y me siento en el primer café que encuentro, que resulta ser La Brasileira, en la Rua Garret, en cuya terraza se levanta una estatua de Pessoa.

Pido un café y abro el periódico con la intención de evitar las noticias españolas. Como está a punto de conmemorarse el 60° aniversario del desembarco en Normandía, en todos los periódicos se habla de la muchedumbre de jóvenes norteamericanos que abandonaron su país para morir a miles de kilómetros de sus familias, en las playas de Francia, defendiendo la libertad estrangulada por el nazismo; en mi periódico, también: Jean Daniel recuerda el heroico idealismo de estos muchachos, y recuerda también que, para los franceses de su edad, aquellos jóvenes americanos eran "dioses que iban a morir por nosotros con sus trajes de luces". Inevitablemente pienso en los jóvenes españoles que murieron en las playas de Francia, y en las carreteras y los pueblos y las ciudades de toda Europa, luchando también por la libertad; no hay que ser un profeta para adivinar que nadie se acordará de ellos en este aniversario: no son más que sombras pasando a través de sombras. Inevitablemente pienso que, una vez acabada la guerra mundial, muchos españoles que habían combatido el fascismo anhelaron que jóvenes dioses con sus trajes de luces desembarcaran también en las playas de España para acabar con el último dictador fascista; no desembarcaron: fueron falsos ejércitos soñados que sufrieron derrota antes de emprender el combate, porque a nadie le interesaba ya liberar a un país perdido en el sur de Europa. Ese fue el principio del fin del sueño de Norteamérica como gran nación liberadora, pienso; luego vinieron Camboya y Vietnam y ahora Irak, y a los jóvenes dioses, tal vez igual de idealistas, pero engañados, ya no los reciben con rosas y sonrisas, sino a tiros, porque la liberación se ha convertido en una coartada de la rapiña y el crimen. Dejo el periódico y cojo el libro que traigo conmigo en esta mañana luminosa de Lisboa: se titula Una temporada de machetes, su autor es Jean Hatzfeld y es escalofriante. Narra un genocidio.

Un genocidio no es una guerra: el propósito de la guerra es la victoria, el propósito del genocidio es el exterminio. En Ruanda, en apenas cuatro meses de 1994, 800.000 tutsis fueron asesinados a machetazos por sus vecinos hutus: un holocausto sólo comparable al de los judíos a manos de los nazis.

Nadie hizo nada por evitarlo: no hubo desembarcos de jóvenes dioses con trajes de luces dispuestos a morir por la libertad porque a nadie le interesaba liberar a un país perdido en mitad de Africa. Quién sabe: quizá la peor consecuencia política de la guerra de Irak es que la idea misma de intervención liberadora ha quedado desacreditada para siempre.

Dejo el libro de Hatzfeld, dejo el periódico, pido otro café, miro a la gente conversando en la terraza de La Brasileira, y la estatua de Pessoa, y el laberinto triste y blanco y alegre de la ciudad, y los tranvías que suben repletos de turistas desde el Chiado.

Bruscamente deprimido, me resigno de nuevo al periódico, a la realidad de las noticias de España. Rodríguez Zapatero, que visita la Feria del Libro de Madrid, declara: "Los libros apoyan la paz y el diálogo". No sé, me digo. Me digo que Mein kampf no apoyó ni la paz ni el diálogo. Me digo que sin él -y sin otros muchos tan estúpidos y venenosos como él- no habría habido ni holocausto judío, ni guerra en España, ni intervención en Irak. Y me acuerdo otra vez de Hatzfeld, de cuyo libro se desprende sin posibilidad de duda que fueron los intelectuales quienes, con sus libros y proclamas, difundieron entre los hutus la idea del genocidio, igual que muchos años atrás difundieron el fascismo en Europa y ahora difunden el catecismo fundamentalista y estúpido de Bush en el mundo. Libros falsos antes de ser soñados. Como las ciudades irrecuperablemente felices a las que creemos volver. •



ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL


El Pais Semanal Número 1.450

Domingo 11 de julio de 2004

viernes, 20 de septiembre de 2024

La chilena

Por Javier Cercas

No me refiero a una de esas señoritas del Cono Sur con fama de ser las más bellas del mundo; me refiero a la pirueta futbolística conocida con el mismo nombre. Esta consiste en que el futbolista, colocado de espaldas a la portería rival en medio del fragor de la contienda, viendo venir la pelota a una altura respetable, da un salto y, casi cabeza abajo, golpea con una de sus piernas el balón en una suerte de movimiento de tijera, siendo el resultado óptimo de este funambulismo no indigno de Pinito del Oro un golazo por toda la escuadra, a ser posible el quinto contra el Real Madrid y en el Bernabéu.

Ni que decir tiene que tal virguería inverosímil sólo está al alcance de gente como Ronaldinho, pero yo empece a pensar seriamente en ella hace poco. Fue cuando advertí que, cada vez que al ir a buscar a mi hijo al colegio le preguntaba cómo le había ido el día, él me contestaba que fantástico, porque en el partido del recreo había metido cinco goles de chilena. Como uno es un padre responsable, deseoso de ahorrarle a su hijo los errores que él ha cometido, en vez de soltarle un sopapo por mentir como un portavoz parlamentario incurrí en la pedagogía y le expliqué que ni siquiera Ronaldinho metía goles de chilena así como así, sino que lo hacía, cuando lo hacía, después de haber invertido toda su vida en un durísimo proceso de aprendizaje. Le puse un ejemplo didáctico. Si yo quiero escribir, le dije, el mejor libro del mundo, no tengo que empezar tratando de escribir el Quijote: tengo que empezar por aprender a escribir una frase muy simple, luego un párrafo, luego una pagina y luego una redacción, hasta que cuando quiera darme cuenta me habré pasado la vida sudando sangre delante del ordenador y maldiciendo al maldito manco hijo de mala madre que ya lo escribió todo.

Esto último no se lo dije (o no se lo dije así), para no amargarle con la verdad, pero desde aquel día, en vez de pasarme las tardes de los domingos decidiendo si suicidarme o no, me voy a jugar con mi hijo al fútbol, a empezar el durísimo aprendizaje de la chilena. Jugamos en una pista de cemento, en un descampado del extrarradio. El cielo es de un blanco de nieve; no se ve a nadie. Mientras me calzo los guantes de portero, mi hijo aguarda en el centro de la pista, ca-bizbajo; satisfecho, pienso que esto de la pedagogía funciona, pero como mi hijo no acaba de decidirse a chutar empiezo a preguntarme si no se me habrá ido la mano, de manera que me acerco a él y compruebo con alivio que no está meditando sobre la imposibilidad de la chilena, sino leyendo una pintada que hay en el suelo. La pintada dice: "Aturem l'invasió. Girona blanca" (o sea: "Paremos la invasión. Gerona blanca"). Mi hijo me pregunta qué significa eso. Se lo explico. Después me pregunta si el tipo que lo ha escrito está entrenándose para escribir algún día como Cervantes. Le digo que no. "Cervantes era un hijo de mala madre", le digo. "Pero no un analfabeto ni un cobarde". Le explico que el tipo que ha escrito eso es un analfabeto porque en sólo cuatro palabras ha cometido dos faltas de ortografía, y que es un cobarde porque tiene miedo de que venga gente de fuera que juegue al fútbol mejor que él y que hasta a lo mejor sea capaz de meter goles de chilena. "¿Así que no quiere que Ronaldinho juegue aquí?", pregunta. "Exacto", contesto. "Menudo gilipollas", concluye. Entonces empezamos a jugar y, mientras mi hijo me fusila con la zurda y yo me harto de darme barrigazos indignos de Pinito del Oro, de repente me pongo tristísimo y me digo que todo es inútil porque ni él va a evitar ninguno de los errores que yo he cometido ni va a meter ningún gol de chilena en su vida, ni yo voy a escribir ni una sola línea que me justifique, y me digo que algún día tendré que decirle la verdad, tendré que decírsela y tendré que decirle también que a pesar de la verdad hay que ser valiente y seguir viviendo.

Cuando se hace de noche volvemos a casa, exhaustos. Como no ha metido ni un solo gol de chilena, para animar a mi hijo le digo que voy a escribir un artículo sobre él. Me pregunta cómo va a titularse. La chilena, le digo. Luego me pregunta de qué trata y le hablo de él y de Ronaldinho y de Pinito del Oro y de Cervantes y de los analfabetos y los cobardes, y por supuesto también de los valientes que no tienen miedo de nada. "¿Y cómo acaba?", pregunta sin sonreír. "Mal", pienso. "Como todo". Lo pienso, pero no lo digo, porque en ese momento nos veo a los dos caminando por ese descampado del extrarradio como si camináramos por una ciudad bruscamente ajena y hostil, aterradoramente blanca; nos veo caminando solos y valientes y cogidos de la mano, y entonces pienso que la verdad bien puede irse otra vez a la mierda y, como si yo fuera un portavoz parlamentario, le digo: "Acaba así". •

ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL


El Pais Semanal